Año: 2, 1960 No. 14

Hechos Acerca de la Revolución Industrial (Tomado del periódico Mercurio, de Buenos Aires).

Por el Profesor LUDWIG VON MISES[i] .

El profesor Ludwig Von Mises, autor del artículo que publicamos, tiene actualmente su cátedra en la Universidad de Nueva York.

Se considera a Von Mises como el jefe de la moderna escuela económica liberal austríaca , y es uno de los más eminentes pensadores que defienden la tesis de que la libertad es indivisible y de que la economía libre es fundamental para la subsistencia de las demás libertades individuales y de la vida democrática de los pueblos.

Este es mi análisis de los presuntos horrores de la Revolución Industrial y del persistente mito de que el progreso industrial conspira contra los trabajadores.

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Los autores socialistas e intervencionistas afirman que la historia del industrialismo moderno y. especialmente, la historia de la Revolución Industrial británica, ofrecen una verificación empírica de la doctrina realista o institucional y desvirtúan rotundamente el dogmatismo abstracto de los economistas[ii] .

Los economistas niegan de plano que los sindicatos obreros y la legislación obrerista gubernamental hayan podido beneficiar o beneficiarla de una manera duradera a toda clase asalariada y mejorado su nivel de vida. Pero los hechos, dicen los antieconomistas, han refutado esas falacias: Según su criterio, los estadistas y legisladores que dictaron las leyes fabriles conocían mejor la realidad que los economistas; mientras la filosofía del laissez-faire enseñó según ellos que los sufrimientos de las masas trabajadoras son inevitables, el sentido común de los egos logró paliar los peores excesos del comercio ávido de ganancias. El mejoramiento de las condiciones de los trabajadores dicen, es obra exclusiva de los gobiernos y sindicatos obreros.

Estas son las ideas de que están impregnados la mayoría de los estudios históricos concernientes a la evolución del industrialismo moderno. Sus autores comienzan por esbozar una idílica imagen de las condiciones que prevalecían en vísperas de la Revolución Industrial. En esa época, nos aseguran, las cosas eran en gran medida satisfactorias. Los campesinos eran felices. Lo mismo sucedía con los trabajadores industriales bajo el sistema doméstico. Trabajaban en sus propias casas y gozaban de cierta independencia económica, puesto que poseían su parcela de tierra y sus propias herramientas. Pero entonces La Revolución Industrial cayó como guerra o plaga sobre esa gente[iii] . El sistema fabril redujo al trabajador libre a la virtual esclavitud: hizo descender su nivel de vida al extremó de la mera subsistencia; al hacinar a mujeres y niños en los talleres, destruyó la vida del hogar y socavó los cimentos mismos de la sociedad, la moral y la salud pública. Una pequeña minoría de despiadados explotadores había logrado astutamente imponer su yugo a la inmensa mayoría.

Lo cierto es que en vísperas de la Revolución Industrial las condiciones económicas dejaban mucho que desear. Al sistema social tradicional le faltaba elasticidad para satisfacer las necesidades de una población en rápido crecimiento. Ni la agricultura ni los gremios podían dar ocupación a los brazos adicionales. El comercio estaba imbuido por un heredado espíritu de privilegio y monopolio exclusivos, sus fundamentos institucionales eran las licencias y el goce de un monopolio de patente; su filosofía era restringir y prohibir la competencia, tanto interna como extranjera. La cantidad de personas para las cuales no había lugar en el rígido sistema de paternalismo y tutelaje gubernamentales de los negocios, fue creciendo a paso acelerado. Eran virtualmente descastados. La apática mayoría de esta gente miserable vivía de migajas que caían de las mesas de las castas establecidas. En la época de la cosecha ganaban algo trabajando ocasionalmente en las granjas; el resto del año dependían de la caridad privada y de la ayuda a los pobres de la comuna. Miles de los jóvenes más vigorosos eran llevados a prestar servicio en el ejército y la marina reales; muchos morían o quedaban inválidos en acción; muchos más perecieron sin gloria por los rigores de la bárbara disciplina, las enfermedades tropicales o la sífilis[iv] . Otros miles, los más audaces e inescrupulosos de su clase, infestaban el país como vagabundos, pordioseros, estafadores, ladrones y prostitutas. las autoridades no encontraban otra manera de lidiar con estos individuos que la de alojarlos en asilos de pobres o casas de trabajo.

El apoyo que prestó el gobierno al resentimiento popular causado por la introducción de nuevas invenciones y dispositivos que ahorraban mano de obra, hizo que las cosas no tupiesen remedio.

El sistema fabril evolucionó en continua lucha con innumerables obstáculos. Debió combatir prejuicios populares, antiguas costumbres establecidas, normas y reglamentaciones legales restrictivas, la animosidad de las autoridades, los intereses creados de grupos privilegiados, la envidia de los gremios. Los bienes de capital de las firmas individuales eran Insuficientes y la obtención de créditos hadase extraordinariamente difícil y costosa. Se carecía de experiencia tecnológica y comercial. La mayoría de los propietarios de fábricas fracasaron; los que triunfaron fueron comparativamente pocos. A veces las ganancias eran considerables, pero lo mismo sucedía con las pérdidas. Transcurrieron muchas décadas hasta que la práctica común de reinvertir la mayor parte de las ganancias acumuladas llegó a producir un capital adecuado para la conducción de las cosas en escala más amplia.

El que las fábricas prosperasen a pesar de todos estos inconvenientes se debió a dos razones. La primera consistió en las enseñanzas de la nueva filosofía social propugnada por los economistas, que destruyeron el prestigio del mercantilismo, paternalismo y restriccionismo. Refutaron la supersticiosa creencia de que los dispositivos y procesos para ahorrar mano de obra producen desocupación y conducen al pueblo a la pobreza y a la decadencia. Los economistas del laissez-faire fueron los precursores de las realizaciones tecnológicas sin precedentes de los últimos dos siglos.

Además hubo otro factor que debilitó la oposición a las innovaciones. Las fábricas liberaron a las autoridades y a la aristocracia terrateniente que dominaba de un problema comprometedor que se había vuelto demasiado pesado para ellos. Vaciaron los asilos de pobres, las casas de trabajo y las cárceles. Convirtieron a pordioseros hambrientos en hombres que se ganaban el pan por sí solos.

Los dueños de las fábricas no tenían facultad para obligar a nadie a aceptar un empleo fabril. Sólo podían contratar a los que estaban dispuestos a trabajar por los salarios que les ofrecían. Por bajos que fuesen estos salarios, representaban, sin embargo, mucho más de lo que esos pobres podían ganar en cualquier otra actividad accesible para ellos. Decir que las fábricas hicieron que las amas de casa abandonasen la crianza de sus hijos y las cocinas, y sacaron a los niños de sus juegos es tergiversar los hechos. Esas mujeres no tenían nada que cocinar ni qué dar de comer a sus hijos. Esos niños eran desposeídos y hambrientos. Su único refugio era la fábrica. Esta, los salvó de morir de hambre en el sentido estricto de la expresión.

Es deplorable que hayan existido estas condiciones. Pero si se quiere culpar a los responsables, no se debe mencionar a los propietarios de las fábricas, que animados por el egoísmo, por supuesto, y no por altruismo--hicieron todo lo que estuvo a su alcance por eliminar esos males. Lo que los provocó fue el orden económico de la era pre-capitalista, el orden imperante en los viejos tiempos.

En las primeras décadas de la Revolución Industrial, el nivel de vida de los fabriles fue chocantemente malo en comparación con la situación de las clases más altas de aquel entonces y con la situación de las masas industriales de la actualidad.

Las jornadas eran largas y las condiciones de trabajo en los talleres deplorables. La capacidad de trabajo del individuo agotábase rápidamente. Pero queda en pie el hecho de que con respecto al exceso de población, que el medio ambiente había dejado en la miseria y para la cual no había prácticamente lugar en la estructura del sistema de producción de la época, el trabajo en las fábricas fue la salvación. Esta gente no se volcaba a los talleres por ningún motivo sino por la apremiante necesidad de mejorar su nivel de vida.

La ideología del laissez-faire y su fruto, la Revolución Industrial, rompieron las barreras ideológicas e institucionales que obstaculizaban el progreso y el bienestar. Demolieron el orden social que condenaba a un creciente número de personas a la abyecta necesidad y pobreza. Los oficios de épocas anteriores se habían ajustado casi exclusivamente a suplir la demanda de los acaudalados. Su expansión estaba limitada por la cantidad de artículos de lujo que los círculos más ricos de la población podían adquirir. Los que no se dedicaban a producir artículos de primera necesidad, sólo podían ganarse la vida en la medida en que las clases más altas estuviesen dispuestas a utilizar su pericia y sus servicios. Pero entonces entró en acción un principio distinto: el sistema fabril, que inauguró una nueva modalidad de comercialización y producción. Su rango característico fue que las manufactureras no estaban destinadas ya a satisfacer el consumo de un puñado de ricos solamente, sino también el consumo de los que hasta entonces habían desempeñado un íntimo papel como consumidores. El objetivo del sistema fabril fue producir artículos baratos para los más. La fábrica clásica de los primeros días de la Revolución Industrial era la tejeduría de algodón. Pero los artículos de algodón que producía no tenían demanda entre los ricos. La gente acaudalada prefería la seda, el lino y la batista.

Siempre que la fábrica con sus métodos de producción en masa en los que se utilizaban máquinas accionadas por energía mecánica invadió un nuevo campo de la producción, lo hizo empezando con artículos baratos para las masas. Sólo en una etapa más avanzada las fábricas fueron dedicándose a producir artículos más refinados, y, por ende, más costosos, cuando el mejoramiento sin precedentes del nivel de vida de las masas acarreado por esas fábricas, hizo lucrativa la aplicación de los métodos de producción en masa a los artículos de mejor calidad. Así, por ejemplo, por muchos años el calzado fabricado sólo lo adquirían los proletarios, mientras los consumidores más pudientes seguían optando por el calzado hecho a mano, los talleres de sudor de los que tanto se habla, no produjeron ropa para los ricos, sino para las personas de modestos recursos. Las damas y caballeros aristocráticos seguían prefiriendo los vestidos, y trajes a la medida.

El hecho sobresaliente de la Revolución Industrial es que inauguró una era de producción en masa para la demanda de las masas. Los asalariados ya no trabajan solamente para el bienestar de otros. Ellos mismos son los principales consumidores de los productos que salen de las fábricas. El gran comercio depende del consumo en masa. En los Estados Unidos no existe en la actualidad ni una sola rama del gran comercio que no contemple las necesidades de las masas. El principio mismo del empresario capitalista es suplir al hombre común. En su capacidad como consumidor, el hombre común es el soberano cuyas compras o cuya negativa a comprar deciden la suerte de las actividades comerciales. En la economía mercantil no hay otro medio de adquirir y conservar riqueza que el de abastecer a las masas de todos los artículos que solicitan en la mejor forma y más barata posible.

Enceguecidos por los prejuicios, muchos historiadores y escritores han dejado totalmente de reconocer este hecho fundamental. Según ellos, los asalariados trabajan en beneficio de otros. Jamás se preguntan quiénes son los otros.

Los esposos Hammond nos dicen que los trabajadores eran más felices en 1760 que en 1830[v] . Esta es una manera arbitraria de apreciar las cosas. No hay forma de comparar y medir la felicidad de personas distintas o de las mismas personas en momentos distintos. Por razones de argumentación podemos conceder que el individuo nacido en 1740 haya sido más feliz en 1760 que en 1830. Pero no olvidemos que en 1770 (según el cálculo de Arthur Young) Inglaterra contaba con 8.500,000 habitantes, mientras que en 1831 (según el censo) la cifra era de 16 millones[vi] . Este notable aumento fue condicionado principalmente por la Revolución Industrial. Con referencia a esos ingleses adicionales, sólo pueden aprobar el aserto de los eminentes historiadores aquellos que concuerdan con los melancólicos versos de Sófocles: Es incuestionable que lo mejor es no nacer; pero una vez que el hombre ha visto la luz del día, lo mejor es que vuelva cuanto antes al lugar de donde vino.

Los primeros industriales eran en su mayoría hombres surgidos del mismo plano social que sus trabajadores. Vivían muy modestamente, sólo gastaban para su subsistencia una fracción de lo que ganaban y el resto volvían a invertirlo en sus negocios. Pero a medida que los empresarios fueran haciéndose más ricos, los hijos de los comerciantes prósperos comenzaron a introducirse en círculos de la clase dirigente. Los caballeros de alcurnia envidiaban la riqueza de los advenedizos y no veían con buenos ojos sus simpatías por el movimiento reformista. Por eso replicaron investigando las condiciones materiales y morales de los trabajadores y aprobando legislaciones fabriles.

La historia del capitalismo de Gran Bretaña, como la de todos los demás países capitalistas, revela una incesante tendencia hacia el mejoramiento del nivel de vida del asalariado. Esta evolución coincidió con el desarrollo de leyes obreristas y con la propagación del sindicalismo obrero, por una parte, y con el incremento de la productividad marginal dolos trabajadores por la otra. Los economistas afirman que el mejoramiento de las condiciones materiales de los trabajadores se debe al aumento de la cuota por cápita del capital invertido y a los adelantos tecnológicos que acarreó la utilización de este capital adicional.

Cuando la legislación obrera y la presión sindical no excedieron los límites de lo que los trabajadores habrían recibido sin tales influencias y como consecuencia necesaria de la aceleración de la acumulación de capital en proporción con la población, aquella legislación y presión fueron superfluas. Cuando dieron como resultado que excedieran esos límites, fueron dañinas para los intereses de las masas. Retardaron la acumulación de capital, frenando así la tendencia hacia el aumento de la productividad del trabajo y de los índices de salarios. Confirieron privilegios u ciertos grupos de asalariados en desmedro de otros. Crearon la desocupación en masa y disminuyeron el volumen de productos a disposición de los trabajadores en su carácter de consumidores.

Los apologistas de la interferencia gubernamental en los negocios y del sindicalismo obrero atribuyen todas las mejoras experimentadas por los trabajadores a los actos de gobiernos y sindicatos. De no haber sido por ellos, alegan, el nivel de vida de los trabajadores hoy no sería más alto que en los primeros años del sistema fabril.

Es obvio que esta polémica no puede resolverse apelando a la experiencia histórica. Con respecto al establecimiento de los hechos no existe desacuerdo entre ambos grupos. Su antagonismo gira en torno a la interpretación de esos hechos, interpretación que debe ser orientada por la teoría que se elija. Las consideraciones epistemológicas y lógicas que determinan el acierto o desacierto de una teoría, son lógica y temporalmente previas a la elucidación del problema histórico que está en juego. Como tales, los hechos históricos no prueban ni desvirtúan ninguna teoría, pues se los debe interpretar a la luz del conocimiento teórico.

La mayoría de los autores que escribieron la historia de las condiciones de trabajo bajo el capitalismo, ignoraban la economía y se jactaban de esta ignorancia. Sin embargo, este desprecio por el razonamiento económico acertado, no significó que encarecen el tema de sus estudios sin predisposiciones y, sin tendencias en favor de alguna teoría. Los guiaban las falacias populares sobre la omnipotencia gubernamental y las presuntas ventajas del sindicalismo obrero. Está fuera de toda duda que los Webbs, como Hugo Brentano y una hueste de otros autores de menor importancia estuvieron imbuidos desde el principio mismo de sus estudios por una fanática antipatía hacia la economía de mercado y por una entusiasta adhesión a las doctrinas del socialismo e intervencionismo. Indudablemente fueron honestos y sinceros en sus convicciones y trataron de hacer lo mejor posible. Su sinceridad y probidad los absuelve como individuos, pero no como historiadores. Por puras que sean las intenciones de un historiador, no hay excusa para que recurra a doctrinas falaces. El primer deber de un historiador consiste en examincir con el mayor cuidado todas las doctrinas que utiliza para encarar el tema de su trabajo. Si no lo hace, y se hace eco ingenuamente de las ideas fragmentarias y confusas de la opinión popular, no será un historiador sino un apologista y un propagandista.

El antagonismo entre estos dos puntos de vista opuestos no es meramente un problema histórico, puesto que no en menor medida tiene relación con los más candentes problemas de la actualidad. Es el eje de la controversia en lo que se ha dado en denominar el problema de las relaciones industriales en los Estados Unidos de hoy.

Séanos dado recalcar un sólo aspecto de la cuestión. Grandes regiones Asia Oriental, las Indias Orientales, el Sud y el Sudeste de Europa, América Latina no sólo son afectadas superficialmente por el capitalismo moderno. Las condiciones prevalecientes en esos países no difieren mayormente de las de Inglaterra en vísperas de la Revolución Industrial. Hay millones y millones de personas que no encuentran ubicación segura en la estructura económica tradicional. La suerte de esas masas indígenas sólo puede mejorar por medio de la industrialización. Lo que más necesitan son hombres de empresa y capitalistas. Debido a que sus propias políticas desacertadas han privado a estas naciones de seguir beneficiándose con la ayuda que el capital extranjero les brindara, tienen que embarcarse en la acumulación de capital interno. Tienen que atravesar todas las etapas por las cuales debió pasar el industrialismo Occidental. Tienen que empezar con salarios comparativamente bajos y largas horas de trabajo. Pero, engañados por las doctrinas que prevalecen actualmente en Europa Occidental y América del Norte, sus estadistas creen que pueden proceder de manera diferente. Alientan la presión sindical y la legislación presuntamente obrerista. Su radicalismo intervencionista frustra todos los intentos de crear industrias nacionales. Estos hombres no comprenden que la industrialización no puede iniciares adoptando los preceptos de la Oficina Internacional del Trabajo ni los del Congreso de Organizaciones Industriales de los Estados Unidos. Su obstinado dogmatismo sella la suerte de los coolies de la India y Japón, de los peones mexicanos y de millones de personas más, que luchan desesperadamente al borde del hambre.


[i] El doctor Mises es profesor visitante de Economía en la Universidad de Nueva York

[ii] El atribuir la frase Revolución Industrial a los reinados de los últimos Jorges de Hannover fue el resultado de deliberados intentos por melodramatizar la historia económica para adaptar a las procusteanas concepciones marxistas. La transición de los métodos mediavales de producción a los aplicados por el sistema de empresa libre, fue un largo proceso que se inició siglos antes de 1760 y que en 1830 no se había completado ni siquiera en Inglaterra. Sin embargo, es cierto que el desarrollo industrial de Inglaterra se aceleró considerablemente en la segunda mitad del siglo dieciocho. Por lo tanto se puede emplear el término de Revolución Industrial cuando se analizan las connotaciones emotivas con las cuales el fabianismo, el marxismo, la escuela histórica y el institucionalismo la han cargado.

[iii] J.L.Hammond y Bárbara Hammond The Skilled Labourer 1760-1882, (2a. Edición, Londres, 1920, p. 4.)

[iv] > En la Guerra de los Siete Años, 1,512 marineros británicos murieron en combate, mientras 133,703 fallecieron por enfermedades o desaparecieron W. L. Dorn. Competition for Empire 140 - l763 (Nueva York 1940) - p. 114,

[v] J. L. Hammond y Bárbara Hammond. OP. CIT.

[vi] F. C. Dietz, An Economic Hlstory of England (Nueva York 1942) PP. 392.