Año: 3, Septiembre 1961 No. 28

Cuba, lección de economía

Por Joaquin Reig

Los acontecimientos que vienen sucediéndose en Cuba han culminado en la instauración de un estado socialista. La libertad se ha desvanecido. No habrá ya consultas electorales. Desde la implantación en Rusia, mediante la violencia, del totalitarismo comunista, ningún régimen de tal naturaleza ha soportado la prueba del sufragio. Fácil es profetizar que así ocurrirá también en el futuro y que Cuba en modo alguno constituirá una excepción. La lección que implica el experimento del Caribe ofrece grandes enseñanzas para todos, pero especialmente para la extensa gama de intervencionistas y socializantes que por todo el mundo pululan.

La crisis cubana ha despojado de oropeles y disfraces a ciertas falacias económicas que muchas gentes aceptan como artículo de fe. Aun cuando se formulan interesadas interpretaciones y se acude a justificaciones absurdas, no cabe negar que los espíritus más perspicaces comienzan a vislumbrar el daño que tales errores causan al género humano. Pero las brumas son lentas en desvanecerse. Núcleos muy significados de intelectuales cubanos «liberales» y «progresistas» que decisivamente contribuyeron al triunfo del castrismo, ahora lo combaten enarbolando la bandera de «la libertad, la independencia y la justicia social». No se derrocan, sin embargo, fácilmente los regímenes totalitarios de signo socialista asentados sobre la violencia y el terror. Ni siquiera basta con hercúleos esfuerzos. Por eso resulta ineludible que las gentes adviertan el alcance de los sofismas económicos que hicieron posible su advenimiento.

Analicemos, utilizando fuentes directas, lo que aconteciera en la República del Caribe y sus necesarias implicaciones.

I. El loable anhelo de los cambios estructurales.

El fermento revolucionario que provocó el triunfo del castrismo tiene un origen que no todos descubren. Los sectores de opinión más dispar coincidían, en el caso de Cuba, en que al desencadenarse el proceso aparecía como necesario introducir profundos «cambios en las estructuras y en los medios políticos y administrativos» que permitieran llevar a cabo la ansiada «reforma económico-social». El pueblo cubano -se argüí a- debatíase en la miseria más espantosa. Ningún gobierno había adoptado medidas eficaces para mejorar su nivel de vida. Las desigualdades sociales resultaban intolerables. Cuba era «una simple factoría de latifundios azucareros al servicio del imperialismo yanqui». La reforma agraria constituía un imperativo ineludible y urgente.

Aun cuando el alegato no resiste el análisis, fue aceptado por la mayoría. Universitarios y clase media, «progresistas» y socializantes, intelectuales y profesores de economía, eminentes «columnistas» de la prensa insular y continental - sin excluir, naturalmente, la norteamericana - dedicáronse a propagar lo que les parecía evidente. «La Iglesia - dice un escritor cubano analizando la persecución religiosa ahora desencadenada- alzó su voz por boca de todos sus prelados para declarar que respaldaba los propósitos del gobierno de Fidel Castro en el terreno social y apelaba a los sentimientos cristianos de los afectados por la ley agraria para que la acataran en nombre del bien común». Incluso La mayoría de quienes ahora piensan que la revolución ha sido traicionada conservan su fe en la virtualidad de sus iniciales objetivos.

No cabe negar la recta intención que inspiraba a muchos de los propugnadores de las reformas. Ello no es óbice, sin embargo, para que determinadas ingerencias de la vida económica - que parecen saludables de momento - se conviertan, a la larga, en altamente nocivas. En este orden de cosas, como aconseja el cardenal Frings, hay que proceder de modo gradual y con extremada cautela. Iníciase una ruta erizada de riesgos cuando la opinión pública de cualquier país menosprecia aquellas actuaciones indispensables para que su sistema económico funcione, la intelectualidad las censura y la moral las condena; en tal supuesto, el sistema queda herido de muerte y su sustitución por aquel que constituye única alternativa es sólo cuestión de tiempo. Esto fue, por los datos hasta ahora conocidos, lo que aconteció en Cuba. Para evitar que el fenómeno se repita en otros países parece esencial que cuantos desean ver mejorado el nivel de vida de los estamentos sociales más débiles, se decidan, sin reservas mentales, a acatar los postulados que el análisis económico sienta después de haber evidenciado los errores de que se partiera. Porque las falacias económicas originan siempre consecuencias dañosas.

II. La realidad de la Cuba prerrevolucionaria.

Unos pocos datos, difícilmente rebatibles, van a indicarnos cuál era la realidad en aquel entonces. La renta nacional cubana se cifraba en 345 dólares «per cápita» y era superior a la del resto de los países centro y suramericanos. En cuanto a kilómetros de ferrocarriles en relación con el territorio era el primero, y el segundo en cuanto al consumo de energía por habitante. Existía un automóvil por cada 39 cubanos y un receptor de radio por cada cinco. El monocultivo azucarero había sido vencido. En 1957 el azúcar ya sólo representó el 23 por 100 del ingreso nacional. En cuanto al latifundio, el censo agrícola de 1946 había puesto de manifiesto que «mientras el tamaño promedio de todas las fincas cubanas era de 56.7 hectáreas, en Estados Unidos era de 78.5, en México de 82 y en Venezuela de 335». El salario medio se cifraba en seis pesos dia­rios. (El peso cotizaba a la par con el dólar). El nivel de vida existente en Cuba constituía la admiración de todo el hemisferio, y, desde luego, era superior al de Rusia soviética. «No sólo Cuba poseía más altos niveles proporcionales que Rusia en automóviles, televisores, radios, ferrocarriles y teléfonos, sino que el aspecto de los servicios públicos y los elementos de confort se registraban cifras de término medio que rebasaban notoriamente los de la Unión Soviética. Los técnicos rusos, checos y polacos, que comenzaron a llegar a Cuba a mediados de 1959, se quedaron asombrados al contemplar los signos objetivos de la gran riqueza cubana».

Frente a la inconsciente acusación de monocultivo ¾ tan reiterada por la propaganda castrista- se silencia que en el «Primer symposium de recursos naturales de Cuba» quedó evidenciado ante las más altas autoridades del hemisferio «el variado programa de la agricultura cubana a través de las cifras de producción de caña, tabaco, café, arroz, frutas, viandas, maíz, hortalizas, plantas textiles y otros índices que si no satisfacían cumplidamente el acendrado anhelo de los cubanos de sustituir gran parte de las importaciones alimenticias demostraban en cambio el tremendo esfuerzo que se había operado en los últimos treinta años».

(Vid. «Cuba 1961». Suplemento de «Cuadernos» núm. 49, marzo-abril-pp. cubierta, 27, 28, 40, 41, 45, 56 y siguientes. - París).

Ante esta realidad uno inquiere la causa que indujera a tantos núcleos en Cuba - como todavía acontece en otros países centroamericanos- a desencadenar, al socaire de acabar con el despotismo batistiano, un proceso revolucionario que había de conducir al socialismo totalitario. «Bajo el capitalismo - ha escrito Mises - el hombre corriente disfruta de comodidades desconocidas en tiempos pasados y que por tanto eran inaccesibles incluso para la gente más rica». Tal era el caso de Cuba. En realidad no se acierta a entender, salvo que nos rebelemos abiertamente contra la lógica, como muchos ansían ver implantadas medidas que inevitablemente conducen al empobrecimiento de los más, al desmoronamiento de la cooperación social - basada en la división del trabajo - y, en definitiva, a la barbarie. ¿Por qué incluso grupos selectos y responsables adoptan el «slogan ni capitalismo ni comunismo», cuando el análisis económico ha evidenciado hasta la saciedad que no existen terceras soluciones? ¿Por qué tantos cubanos anhelaban - y aún muchos entre los enemigos del castrismo, al parecer, todavía anhelan - introducir medidas que pretendiendo mejorar la economía social de mercado conducen irremisiblemente a su destrucción? ¿Por qué las masas trabajadoras lanzan ansiosas miradas a cuanto acontece en los países comunistas a pesar de su nivel de vida increíblemente bajo y denuncian, en cambio, el sistema que de modo constante -cuando se le deja en libertad, como ha ocurrido en la Alemania Occidental - mejora su condición y bienestar?[i]

III. La inexorabilidad de las leyes económicas.

El análisis económico advierte que cuando el dirigista se lanza a la acción se registran efectos distintos de los apetecidos. La situación lejos de mejorar empeora incluso considerada desde el punto de vista de los jerarcas y de los partidarios de la intervención. Poco a poco - y aún repugnándolo los más - acábase inmerso en un sistema económico de inequívoco signo socialista. Esto es así a poco que se reflexione sobre la aseveración de Röpke, uno de los teóricos del mal llamado «milagro» alemán. «Quien no quiera una economía de mercado libre ha de inclinarse por la economía dirigida llevada hasta sus últimas consecuencias. No existe otra alternativa, como no la hay con las puertas que sólo pueden estar cerradas o abiertas. O bien los precios regulan la vida económica o la vida económica queda regulada por la autoridad». En razón a menospreciar este principio, Cuba aun repugnándolo los más, ha quedado transformada en un estado socialista.

Poner de manifiesto las penosas condiciones en que se debate el género humano e imputarlas - acudiendo a la espúrea teoría de la explotación - al orden capitalista no parece serio. Es deplorable tal estado de cosas y todos desean verlo modificado. Ahora bien, la causa y origen de tanto malestar radica en la escasez de recursos. La madre naturaleza no sabe nada de la abundancia. Esta deriva del acertado actuar de los hombres.

El análisis económico vuelve implacable a recordarnos la ley inexorable: sólo disponemos de un medio para mejorar la suerte de las gentes: consistente en incrementar los bienes de capital a un ritmo mayor que el de la población. Cuando la proporción de capital invertido por individuo mejora, la productividad marginal del trabajo aumenta y consiguientemente las remuneraciones laborales se elevan. El bienestar alcanza a todos.

Desde que la segunda guerra mundial terminó hemos asistido a dos acontecimientos de trascendencia innegable. Constituyen una doble lección económica de alta significación. Es uno, el experimento Alemán que muestra - a quienes no se abroquelan en voluntaria sordera - como la economía social de mercado derrama, a manos llenas, bienestar para todos. El otro se ha traducido en la experiencia cubana que ha evidenciado también, como los procesos revolucionarios de honda raigambre social, al pretender mejorar la economía de mercado y quemar las etapas, desembocan de modo fatal en el socialismo.

Fuera inútil negar que son todavía en excesivo número quienes en los países africanos recientemente independizados - e incluso en más de un país europeo - desean ver implantado algún tipo de socialismo. No es menos evidente que en la América hispana grandes sectores suspiran por llevar a cabo alguna revolución de signo castrista. Ahora bien, a nadie ha de ser lícito llamarse después a engaño - y menos que a nadie a sus inductores y corifeos - si, contra lo que imaginan, ni se benefician ellos ni tampoco los países teatro de tan hondas conmociones sociales llevadas a término, a base de ofrecer en holocausto sacrificios humanos. Cegados por las falacias socializantes contribuirán a implantar un orden social que esclaviza y empobrece. Por contra, aniquilarán la única organización que en verdad emancipa a las masas de la servidumbre y la miseria. Como les ocurre a los patriotas cubanos, las gentes de toda condición han de optar, en definitiva, entre la opresión - inseparable de los regímenes socialistas- y la libertad económica base y sustento de la civilización occidental. No existe otra alternativa.

N. D. El economista suizo Wilhelm Röpke ha escrito «Que......constituye ingenuidad imperdonable creer que un estado puede ejercer poder irrestricto - «intervención discrecional» - en (el mercado) las esferas económicas sin al mismo tiempo ser autocrático en el campo político e intelectual yviceversa... Por lo tanto no tiene sentido rechazar el colectivismo políticamente, sin proponer al mismo tiempo soluciones decididamente no-socialistas a los problemas económicos y reformas sociales».

El siguiente artículo tomadode la revista española «El Economista» (Junio 1961) del econo­mista español Joaquín Reig, analizando el caso de Cuba hace referencia implícita a la ingenuidad de muchos cubanos que apoyaron la autocrática intervención del Gobierno Revolucionario para resolver problemas económicos y sociales, sin medir las naturales consecuencias: la supresión eventual de la libertad individual y la pobreza. Es curioso que entre muchos observadores y patriotas cubanos dedicados a liberar a Cuba del régimen Castrista, hayan aún quienes ingenuamente condonan la autocracia económica para resolver problemas económico sociales, y por otro lado insisten en libertad política e intelectual; difieren con Castro únicamente en que se oponen al grado de violencia de sus procedimientos pero no en cuanto a principios; condonan la intervención, la expropiación, la ley agraria, etc., ingenuamente en principio, sin darse cuenta que tales procedimientos degenerarán invariablemente y abren el camino para la eventual supresión de la libertad por medios violentos, con un Castro o con otro, inclusive a través de procedimientos «democráticos».


[i] Obsérvese el enorme contraste entre un mismo pueblo, el Alemán, dividido en dos partes: una parte socialista y la otra capitalista.