Año: 4, Enero 1962 No. 35

Trabajo y Salarios

El Trabajo Factor de Producción

Por Joaquín Reig Albiol

Tomado de «TEMAS CONTEMPORANEOS» Publicación Mensual del Instituto de Investigaciones Sociales y Económicas, A. C. de México.

Entendemos por «trabajo», para los efectos del presente examen, aquella actuación que el hombre realiza para conseguir un fruto, ajeno y distinto a la propia actividad laboral, ya sea del modo directo, al gozar del bien producido o de modo indirecta, a través del salario. Quedan excluidos, por lo tanto, del estudio todos aquellos supuestos en los que el individuo actúa movido por un impulso religioso, animado por el deseo de mejorarse física o mentalmente, o impelido por la voluntad de evitar el malestar propio de la inactividad. Aun cuando estos supuestos también tienen consecuencias económicas, al hablar de trabajo, nos referirnos sólo al concepto primero.

El trabajo, es pues, por esencia, desagradable y penoso; causa, fatiga. Pese a ello, el hombre trabaja, porque al comparar el fruto que espera alcanzar con la penosidad, con la «desutilidad» del trabajo término consagrado por los autores anglosajones, valora en más el primero que la segunda. Para los efectos contemplados, es indiferente que el trabajo, a veces, pueda producir también satisfacción o placer, ya que en ningún supuesto rigurosamente laboral aquella satisfacción constituye motivación bastante para inducir a la tarea, sin la concurrencia, además, del premio salario o bien producido que retribuye al trabajador. Cuando alguna condición inmanente impulsa al individuo a actuar sin gratificación externa no hay trabajo. Es el caso del propietario y del mecánico, conduciendo un automóvil; la actividad es la misma, pero para uno es trabajo y para otro no. Resulta, pues, por definición, falaz la afirmación de Engels, según la cual en la comunidad socialista el ciudadano laborará voluntaria y alegremente sin necesidad de coacción o premio, porque el trabajo producirá placer. Corno el trabajo es, «per se», desagradable, cuando el hombre comienza a pensar que resulta penoso, no por su propia esencia sino por una defectuosa organización social, comulga ya, tal vez inconscientemente, en el credo marxista.

Desde el punto de vista económico el trabajo es un factor de producción que, como tal, se compra y se vende en el mercado.[i] Para el empresario y para todos aquellos que no sean el propio laborador, el trabajo, unido a los demás factores de producción capital, materias primas, es un sumando más del proceso productivo. Para el trabajador interesado, el trabajo constituye el medio de obtener, directa o indirectamente a través del salario, bienes económicos a costa del esfuerzo que lleva aparejado. La valoración comparativa entre la penosidad del trabajo y el salario, decidirá, en última instancia, la situación de empleo o de paro. Estas afirmaciones son absolutamente exactas, pese a las consideraciones sentimentales que puedan sugerir a marxistas, paternalistas y partidarios del dirigismo.No es la conducta del empresario, sino la del consumidor, la que determina que el trabajo quede sujeto a las leyes del mercado, como un factor más de producción.

Conviene hacer una advertencia: el hablar del trabajo o de los salarios en forma generalizada, puede inducir a graves errores. Ni hay un tipo uniforme de trabajo ni hay un nivel general de salarios. Existen múltiples clases de trabajo, de características y calidades distintas que, por razón de su misma diversidad, alcanzan demandas y remuneraciones diferentes. Entre el trabajo de un cirujano y el de un estibador, por ejemplo, no existe, evidentemente, ninguna conexión directa, ninguna analogía. Si un individuo necesita un cirujano para extirparse el apéndice, de nada le servirá la oferta de uno ni de mil estibadores. Sin embargo, cada sector laboral se halla relacionado indirectamente, con todos los demás, Así, cualquier aumento en el número de los trabajadores empleados en la industria de la madera, producirá una disminución proporcional en el trabajo ofrecido a las industrias similares, que a su vez será compensada por aportaciones provenientes de otros sectores. En este solo sentido indirecto, cabe decir que todos los grupos laborales se halla entre sí relacionados.

Pero esta conexión o interdependencia no se da sólo entre los distintos tipos de trabajo y los salarios correspondientes, sino también entre el trabajo por un lado y los factores materiales de producción de otro, de tal suerte que éstos puedan sustituir a aquél y viceversa. Tales sustituciones dependerán de los respectivos precios que el mercado asigne a los diferentes factores de producción, incluido el trabajo.

Determinación del salario

Sólo hay precios y salarios dentro de lo que la economía llama el mercado. Fuera de éste no existen, en sentido propio, ni unos ni otros. Al igual que sucede con los precios de los demás factores de producción, el nivel de cada salario es determinado por la actuación de empresarios y consumidores. Aquellos aspiran a conseguir los tipos de trabajo que necesitan para realizar sus planes ingenieros, torneros conductores, al precio más bajo posible. Ahora bien, el salario ofrecido ha de ser suficientemente alto para detraer al trabajador de las ofertas de los demás empresarios interesados en su contratación.

Esta competencia inevitable, provoca una tendencia alcista de tal modo, que si los salarios pudieran fijarse sin relación con los precios de los bienes producidos, su nivel subiría en teoría, constantemente. Ocurre, sin embargo, que existe un límite máximo, marcado por el precio que el consumidor estará dispuesto a pagar por la cosa ofrecida. De la conjunción de estas dos variables surge el valor del salario. Por ello, se dice que el salario correspondiente a cada tipo de trabajo es determinado por su productividad marginal.[ii] Esta explicación de la determinación del salario ha sido objeto de los más apasionados ataques, desprovistos, sin embargo, de toda justificación lógica.

En efecto se suele aducir la existencia de un supuesto monopolio de la demanda de trabajo que formaban los empresarios deseosos de rebajar el nivel de los salarios. Invócase la autoridad de Adam Smith, quien, efectivamente, habló de «una especie de tácita, pero constante y uniforme, combinación», entre los patronos para mantener bajos los salarios.[iii]

Pero no cabe olvidar que el empresario se halla, con respecto a la oferta de trabajo, en la misma posición que frente a quienes le venden los restantes factores de producción. Intentará, ante unos y otros, contratar al precio más bajo posible. Pero si de acuerdo con esta tendencia, un grupo de empresarios o todos los existentes ofrecieran salarios inferiores al nivel del mercado para triunfar en su propósito, habrían de eliminar la posibilidad de toda competencia impidiendo el acceso al empresariado a aquellos nuevos industriales que atraídos por el señuelo de las ganancias a cosechar acudirían al mercado, procurando atraerse, con mejores salarios a los trabajadores precisos. Es decir, la maniobra sólo podría tener éxito amparada en barreras institucionales que hicieran imposible o muy difícil la aparición de nuevos empresarios; seria necesaria la conveniencia del poder público. Porque, si todos los miembros de la comunidad tienen acceso a la condición empresarial, gozando de igual y plena capacidad jurídica, una baja artificial de cualquier factor de la producción y particularmente del precio del trabajo-- abre un horizonte de ganancias, que tienta a gentes nuevas, quienes provocan una inmediata recuperación en los precios. Por tanto, la tácita combinación imaginada por Adam Smith sólo podrá provocar la baja cuando se halle perturbado el libre juego del mercado; es decir, si para el ejercicio del comercio, además de inteligencia y capital este último siempre accesible al que ofrece mejor rentabilidad son necesarias licencias o patentes concedidas discrecionalmente.

También se ha dicho que el trabajador ha de vender (el producto de) su esfuerzo a cualquier precio, por bajo que sea, pues su vida depende de aquella su capacidad laboral; el obrero, asegúrase, no puede, por lo tanto, esperar; tiene que conformarse con lo que el empresario quiera darle.

Admitido, a efectos dialécticos, el argumento, resulta que el empresario, una vez lograda la arbitraria reducción, puede hacer dos cosas; o rebajar en la misma proporción, los precios o mantener éstos con miras a lucrarse gracias a la conseguida disminución del costo. En el primer caso nada ganaría; los únicos que derivarían beneficios serían los consumidores y, como tales, los propios trabajadores. Ahora bien, para que la segunda maniobra tuviera éxito sería necesario que todos los empresarios se pusieran de acuerdo para mantener los precios a su anterior nivel. Esto, en todo caso, como cualquier experiencia comercial enseña, es muy difícil y deviene imposible tan pronto como se hace libre el acceso al empresariado. Pero, desando aparte estas obligaciones que, por si solas, invalidan la tesis de referencia resultaría que aquellos empresarios habrían de formar un monopolio, no de demanda, sino de producción. Un cartel que mantuviese el nivel de precios. Para ello tendrían que controlar todos los factores de producción necesarios. Así, si fueran zapateros, tendrían que monopolizar el mercado del cuero, para eliminar la posibilidad de competencia. Hay más: se verían, también, obligados a controlar efectivamente todos los productos complementarios que la producción de cuero precisa, y así hasta el infinito. Esto solamente es posible en un sistema socialista, en un orden del que se haya desterrado la libre concurrencia, en el que no rijan las leyes del mercado.

Muchas otras objeciones a las doctrinas que hablan de una explotación monopolítica del trabajador cabe suscitar. Históricamente, en una economía libre, nunca se ha comprobado la existencia de aquellos conciertos supuestos por Adam Smith. Tampoco es cierta la incapacidad de los trabajadores para esperar, rehusando salarios bajos; las frecuentes huelgas prueban suficientemente, que las reservas de los trabajadores y su capacidad de resistencia son mucho mayores de lo que generalmente se imagina, sin contar con que ningún empresario puede tampoco esperar ilimitadamente. En la economía del mercado no es posible la baja artificial de los precios de los factores de producción, entre los cuales está el trabajo. En una economía dirigida, apoyada en los mecanismos ortopédicos de las barreras institucionales, sí. La libertad económica no es, por tanto, la opresora del obrero, sino la seguridad de salarios reales y suficientes.

Salarios netos y brutos

En el mercado se compra y se vende, por un cierto precio, determinada cantidad de trabajo idóneo para producir los efectos deseados. El precio que el empresario paga por esta cantidad de trabajo, regulado, como hemos visto, por la utilidad marginal del mismo constituye lo que los autores llaman «salario bruto», siendo «salario neto» lo que efectivamente percibe en mano el asalariado. Ambas cantidades, la que paga el empresario y la que recibe el trabajador, pueden ser iguales, pero sucede frecuentemente que por la existencia de impuestos, seguros sociales y demás exacciones, ajenas a la propia relación laboral, la cantidad que percibe el productor es inferior a la desembolsada por el empresario.

Ahora bien, cuando el patrono contrata a un obrero, computa sólo, lógicamente, el salario bruto. El destino asignado a las cantidades deducidas de tal cifra por impuestos, seguros sociales y cualesquiera otras percepciones o cuotas, no le interesa. Es cuenta, en todo caso, del trabajador. Él hace las suyas, considerando únicamente el desembolso total que debe efectuar por cada salario abonado.

Ninguna clase de intervención estatal o sindical puede evitar esto. Cuando el empresario busca obreros para comenzar un proceso de producción no es libre nunca para fijar el salario que le plazca. Necesita siempre ofrecer una cantidad suficiente para atraer al trabajador, para hacerle abandonar su ocio o inducirle a cambiar de ocupación. Esta cantidad, como ya sabemos, encuentra su límite máximo en el precio que el empresario espera obtener en el mercado por los bienes producidos. Si tiene que pagar impuestos por el obrero o abonar seguros sociales descontará estas cantidades de aquel salario original que hubiese previsto pagar. Es indiferente que el Gobierno fije un salario base y ordene, además, el abono de los correspondientes beneficios y seguros sociales. Si la cantidad total resultante es superior al salario que se hubiera determinado en un mercado libre, como en el caso de cualquier elevación artificial de salarios, aparecerá el desempleo. En el caso contrario sucederá que una parte de lo que el obrero habría percibido en mano pasará al fisco o a nutrir las cajas especiales del sistema de seguridad social. En suma, el obrero o no encontrará trabajo al precio arbitrariamente impuesto o percibirá un salario disminuido. Las supuestas «conquistas sociales» las paga siempre el asalariado de su propio peculio.

En el mercado, las preferencias de los consumidores conceden más o menos valor a cada trabajo. Pero como la cantidad y clase de trabajo que puede ofrecer cada individuo está, salvo en estrechos límites, predeterminada por la Naturaleza, es cuestión de suerte, como ser guapo o ser feo rubio o moreno, que el mercado sobrevalore o deprecie la aptitud de cada uno. Seguramente, si Greta Garbo hubiese nacido cien años antes, habría ganado mucho menos dinero que en el siglo del cinematógrafo.

El hombre puede, desde luego, cultivarse, especializándose en determinado trabajo, y lograr así un aumento de su capacidad laboral, por lo que se refiere a cierta función. Esta educación, que transforma al individuo en tornero o cirujano, ingeniero o taquígrafo, requiere gastos, de mayor o menor cuantía, y vivir durante un tiempo, más o menos dilatado sin los ingresos derivados de otra ocupación. El educando o sus padres adoptan así una postura de verdaderos empresarios o especuladores. Efectúan una inversión de capital y trabajo esperando lucrarse con los beneficios que luego obtendrán. Como sucede en toda inversión mercantil, si la previsión fue errónea, sufrirán la pérdida consiguiente, mientras que si acertaron cosecharán las ganancias apetecidas. Una vez más reaparece aquí la voluntad de los consumidores, castigando y premiando la actuación del individuo.

Desempleo voluntario y desempleo Institucional

El desempleo llamado voluntario, natural o de elección, se produce, en una economía libre, cuando el trabajador, al comparar la penalidad o «desutilidad» del trabajo con el fruto que éste puede producirle, 0pta por la desocupación o desempleo. El desempleo institucional, por el contrario, aparece por la interferencia en el libre juego del mercado.

En contra de una generalizada opinión que afirma que el trabajador, constreñido a mantenerse él y su familia de su salario, no puede esperar, lo que origina el paro voluntario es precisamente lo contrario; que si puede retraerse del trabajo y aguardar a una mejor oportunidad de empleo. Claro está que ningún trabajador puede estar permanentemente en paro, pues, agotadas sus reservas, tiene que volver al trabajo para susbsistir. En este sentido su libertad no es amplia. Pero también es limitada en los demás órdenes de la vida, y, por otra parte, esa libertad mediatizada resulta la máxima de la que es posible gozar en un régimen de convivencia y división de trabajo. Nótese que el hombre autárquico, el «Robinson», tampoco podría vivir en ocio absoluto.

En la economía de mercado, quien no encuentra un empresario dispuesto a pagar el salario solicitado, o reduce sus pretensiones o permanece en situación de desempleo. También cabe que busque otro puesto de trabajo, trasladándose a distinta zona geográfica o cambiando de ocupación. El imperio de los consumidores se manifiesta, en el mercado, a través de las distintas retribuciones asignadas a los diferentes trabajos. De esta suerte se distribuye la capacidad laboral entre las diversas ramas de la producción. La desobediencia a los deseos de los consumidores se penaliza reduciendo los salarios en aquellos sectores comparativamente superpoblados. Y, al contrario, hay un premio para quienes deseen trabajar en las ocupaciones menos atendidas.

Ningún sistema puede variar este estado de cosas. La única diferencia entre el capitalismo y el socialismo consiste en que, bajo este último, el imperio de los consumidores queda sustituido por el imperio estatal.

El jefe socialista indica a cada uno el trabajo que debe realizar. Aquella humilde, pero indudable, libertad para atender o desafiar la voluntad de los consumidores queda anulada. Y, lo que es más doloroso los deseos de la comunidad se hallan peor atendidos.

El desempleo institucional es más grave. Lo que se pretende fundamentalmente con la intervención, por la acción coactiva del Gobierno o de las organizaciones sindicales, es elevar los salarios por encima del nivel que normalmente hubiesen alcanzado en un mercado libre. Con ello, afírmase, no sólo se sirve a la justicia, sino también al progreso económico. Y si alguien, hoy en día, se atreve a poner en duda estas dos nobles finalidades, si alguien discute o niega tales dogmas, verá caer sobre él las más graves acusaciones de bajeza moral e ignorancia supina. Sin embargo, en estas discusiones rara vez se aborda el problema fundamental, consistente en resaltar que una elevación forzada de los salarios cualquiera que sea su causa provoca siempre desempleo, del mismo modo que un alza de precios contrae la demanda y ocasiona un aumento de la oferta.

Ante una subida de salarios de esta naturaleza los productores marginales[iv] dejan de funcionar. La única solución consiste en aumentar, correlativamente, el precio de los productos. Pero, si la elevación de los salarios ha sido general, la nueva carestía de precios afectará a todas las ramas de la producción. Y nadie habrá ganado nada; todo seguirá Igual.[v] Por el contrario, si el aumento de salarios y retribuciones sólo se ha producido en algunos sectores, soportarán la carestía los trabajadores de las restantes ocupaciones, que tendrán que pagar precios más altos.

Hoy en día es popular la teoría que afirma la conveniencia de aumentar la capacidad adquisitiva de las masas como único medio para lograr el máximo desarrollo económico. Propugnan sus defensores que la elevación de los salarios constituye requisito previo para la expansión industrial, pues si no se aumenta la capacidad adquisitiva de bien poco servirá incrementar la producción de bienes, ya que éstos, en gran parte, quedarán sin comprador.

La tesis no resiste un análisis serio. El requisito previo ineludible para lograr cualquier aumento de la producción es otro: la aportación de nuevos capitales engendrados por el ahorro. Sin nuevos capitales no es posible hacer más que trasladar los existentes de unos y otros sectores económicos. O lo que es igual, aumentar la producción, de un sector a costa de disminuir la de otro. Ahora bien, tan pronto como se logra aumentar o mejorar la producción, gracias a la aplicación de nuevo capital, crece la demanda de los factores de producción y particularmente la de trabajo, lo cual se traduce en una subida de salarios. La elevación de éstos no es lo que da lugar al aumenta de la producción, sino al revés; es el incremento de ésta lo que empuja hacia arriba a los salarios.

Es interesante, a este respecto, analizar el llamado «efecto de Ricardo».[vi] Afirmó Ricardo que un alza de salarios induciría al empresario a sustituir el elemento laboral humano por maquinaria y viceversa.[vii] Si se admite la certeza de esta afirmación, forzoso es concluir que toda política de elevación de salarios beneficia a la comunidad al estimular la introducción de mejoras técnicas en los métodos de producción, lo que ha de determinar notable incremento de la misma. Pero, al pensar así en la posibilidad de sustituir el trabajo por las máquinas se incurre en grave confusión. En realidad ocurre que las máquinas, por sí solas, no provocan una reducción del número de obreros empleados. Este efecto secundario aparece cuando el aumento de la producción reduce la utilidad marginal del bien fabricado y, entonces el factor humano se traslada a otro sector económico, donde su presencia resulte más interesante, desde el punto de vista del consumidor, y donde, por lo tanto, conseguirá mejores salarios.

Lo que sucede es que la mecanización hace más fecundo el trabajo. Gracias a las máquinas, una misma inversión de trabajo da lugar a más y mejores productos. Pero no puede olvidarse que toda mecanización exige mayor capital; si no hay aportación de nuevo capital las máquinas, por interesantes que sean, no pueden emplearse. Los ingenieros chinos conocen perfectamente los adelantos de la técnica norteamericana, pero no pueden adoptarlos, única y exclusivamente, porque les falta el capital necesario.

Y el capital no puede inventarse ni producirse por una subida de salarios ni ningún otro arbitrarismo; sólo hay una fuente de capital: el ahorro.

Capital y salarios

Por todo lo dicho, únicamente un incremento proporcional de la cifra de capital con relación al número de habitantes puede dar lugar a la subida de los salarios. Si el Gobierno o las organizaciones autorizadas por aquél logran imponer, mediante una intervención coactiva, salarios superiores a los que en semejante coyuntura fijaría el mercado, indefectiblemente surge el desempleo. Y, para combatirlo, los gobernantes actuales, incapaces de abandonar sus principios intervencionistas, se ven obligados a recurrir a medidas que no solamente no resuelven el problema, sino que lo empeoran. Así crean subsidios en favor del desempleado, establecen comisiones de arbitraje o tribunales especiales para resolver conflictos laborales o se lanzan a las más dispendiosas obras públicas.

Evidentemente, un subsidio al desempleo no es la medida más eficaz para terminar con el paro; antes el contrario, incita a la inactividad, con tanta mayor fuerza cuanto más se aproxime su importe a la cuantía que el mercado habría fijado al salario; las subvenciones al paro resultan, en definitiva, auxilios para que perdure. Tampoco los múltiples sistemas de arbitraje laboral ideados sirven de nada; si van a fijar los salarios al nivel en que los habría situado el mercado, son inútiles; si sobrepasan ese nivel, provocan, como hemos visto, más desempleo institucional. La realización de grandes obras públicas menos aún consigue los fines deseados, ya que si el Gobierno las financia a base de impuestos reduce, en la proporción consiguiente, la capacidad económica de los ciudadanos; con ello las posibilidades de dar trabajo no se han modificado; en todo caso se habrán reducido, habida cuenta de la inveterada incapacidad empresarial de la Administración. Si, por el contrario, el Gobierno, para financiar sus obras, recurre a la inflación, creando moneda o imponiendo una expansión artificial del crédito, provoca una elevación general de los precios; en este supuesto, si el nivel de los salarios se retrasa con respecto al alza de aquellos, prodúcese, pese a la subida nominal, una baja real en los jornales, y, consecuentemente, puede ocurrir que el desempleo disminuya o incluso, que llegue a desaparecer. El propio Lord Keynes consideraba bueno este camino para combatir el desempleo en la creencia de que la «gradual y automática rebaja de los salarios reales a consecuencia de la subida de los precios»[viii] pasaría inadvertida a los interesados. Pero la verdad es que tan cínico artilugio jamás ha tenido éxito en la práctica y que, por otra parte, para acabar aceptando la solución de una rebaja real, pese al alza nominal de los salarios, mejor y más eficazmente habría sido no empezar elevándolos artificialmente.

Sólo hay una fórmula, segura y eficaz, para incrementar los salarios y auyentar el desempleo: acelerar el proceso de capitalización, incrementando el porcentaje de capital «per cápita». Incluso la política laborista reconoce tácitamente la verdad de esta afirmación cuando prohíbe el trabajo de extranjeros o se opone a la exportación de capitales. Si no fuese cierto que la cifra porcentual de capital influye decisivamente en la determinación de los salarios, ¿cómo fundamentar lógicamente aquellas medidas?

El propio Lord Beveridge, tan conocido por sus «planes» y difundidas tendencias socializantes, advierte que «ninguna persona competente puede negar que una política de elevación de salarios ha de producir desempleo».[ix] Los propios apologistas de los movimientos obreros de la pasada centuria reconocían que la acción sindical sólo podía beneficiar a determinados grupos, con correspondiente perjuicio para los demás productores. Ni siquiera el propio Carlos Marx creía en la posibilidad de una elevación general de salarios que beneficiarse a toda la clase trabajadora: antes al contrario, afirmaba que «en la producción capitalista hay una tendencia continua a la rebaja de los salarios»; por ello, lo más que, en su opinión, podían conseguir las organizaciones obreras era «aprovechar las coyunturas ocasionales para elevar transitoriamente los salarios».[x] La función de la acción sindical, para Marx, no consistía en elevar la remuneración laboral, sino en crear un instrumento adecuado para la destrucción «de la propia esclavitud del salario y de los actuales métodos de producción»;[xi] la orden del día revolucionaria debía de ser: «Abolición de los salarios».[xii]

El examen de los problemas laborales exige analizar su honda base económica. Enarbolar una bandera de progreso, propugnar una política popular de protección a los desvalidos, volviendo la espalda a la realidad y no queriendo ver las consecuencias que indefectiblemente van a producirse constituye cruel burla contra la propia justicia social que se invoca.

El salario vital

Cierta es que actualmente se plantea, a veces, el problema de la insuficiencia del salario para cubrir las necesidades del obrero, suscitándose la cuestión del llamado «salario vital», que tan hondas preocupaciones presenta a las autoridades. Ahora bien, los propios gobernantes, que tan graves inquietudes sienten, guiados generalmente por la más absoluta buena fe, no se percatan de que es su propia actuación el origen y causa de aquellas consecuencias luego tan lamentadas. En efecto, el dirigista, al llegar al poder, se encuentra con que el país produce determinados bienes y descuida la producción de otros. Esta realidad le hace concluir que la actividad privada es insuficiente, procediendo sea completada mediante la acción estatal. Detráese con este objeto el capital de las manos de los particulares para financiar los ambiciosos proyectos del Gobierno, reduciéndose la producción de aquellos bienes más deseados por el consumidor para dar lugar a otros de menor interés social. La restricción impuesta hace necesario mayores salarios para poder adquirir los bienes aludidos en primer término, ocasionándose así la temida insuficiencia de las retribuciones. El problema fundamental es insoslayable; dada la limitación del capital existente, extremo este que nadie pone en duda, un país sólo puede producir o unos u otros bienes, los que quiere el Estado o los que interesan a los consumidores, quienes expresan, a través de los precios, sus deseos, haciendo improductivas determinadas actividades precisamente aquéllas que las autoridades quisieran ver atendidas. ¿Cuál de las dos voluntades debe, en definitiva, prevalecer? Ahora bien, esta interrogante constituye tema puramente político, ajeno a la ciencia económica, la cual se limita a afirmar enérgicamente que si triunfa el parecer estatal, los consumidores estarán peor atendidos y que, en razón a la restricción de la producción, los bienes mayormente apetecidos pueden llegar a hacerse prohibitivos para las economías más débiles.

Es más, resulta, en los supuestos contemplados, que aquellos bienes coercitivamente producidos por la acción estatal son más caros o de inferior calidad, o las dos cosas al tiempo, que los mismos productos de procedencia extranjera; y ello es natural, por cuanto si no fuera así la actividad privada, sin presión oficial alguna, se hubiera dedicado a su producción y exportación. El Estado, entonces, se ve forzado a dar sucesivos pasos por el camino del intervencionismo mediante barreras protectivas, intervención de divisas, discriminación contra el capital extranjero, etc., todo lo cual da lugar a que se ciegue otra válvula de seguridad de la economía en libertad y que las cosas, en vez de mejorarse, vayan sucesivamente empeorando.[xiii] En efecto, si por cualquier razón, los salarios de un país devienen inferiores a los correspondientes del exterior se abre un horizonte de ganancias para los capitalistas extranjeros, quienes, presurosos, acudirán a cosecharla si no hay barreras y cortapisas que les detengan. Las nuevas aportaciones de capital indefectiblemente elevarán los salarlos, tendiendo a igualarlos con los de allende las fronteras. Pero esta tabla salvadora también han creído oportuno negársela a sus súbditos aquellos gobernantes «soi dissant» paternales.

En definitiva, no debe ocultarse por más tiempo a las gentes que es el Estado quien provoca la insuficiencia del salario con su inmoderado consumo de capital y restantes medidas intervencionistas. A esta queda reducido el tan traído y llevado problema del «salario vital», con independencia de que en razón a las cambiantes valoraciones de las cosas por el consumo, el precio de los distintos salarios también es variable dentro de la órbita del mercado, circunstancia merced a la cual el bien económico trabajo se distribuye entre las distintas ocupaciones y se asigna a las mayormente estimadas por el público.[xiv]


[i] N. D. Consideramos pertinente enfatizar la diferencia entre trabajo y trabajador. El trabajo es decir, el fruto del trabajo es el que está sujeto a las leyes del mercado nunca el trabajador. Los socialistas gustan confundir estos conceptos para conse­guir simpatizantes a su dialéctica.

[ii] N. D. La habilidad de una unidad adicional de tra­bajo, de aumentar la producción total.

[iii] Vid. ADAM SMITH: «An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations» (Basle, 1791), vol. I, lib. I, cap. VIII, página 100. Adam Smith parece que más tarde abandonó su primera idea. Vid.

W.H. HUTT «The Theory of Collective Bargaining» (London, 1930), PP. 24-25.

[iv] Aquellos productores que por su ineficiencia perde­rán con tal aumento de costos.

[v] Esto es cierto en cuanto la Organización general económica se ha amoldado a la nueva situación, porque, durante el proceso de acomodación, al no va­riar simultáneamente todos los precios, «algunos grupos se benefician a costa de otro».

[vi] El término fue acuñado por HAYEK en Profits, Interest and Investment, (London, 1939), p. 8.

[vii] Vid. RICARDO: «Principles of Political Economy and Taxation», capitulo 1, sección V.

[viii] Vid. KEYNES. «The General Theory of Employment, Interest and money». (London, 1936), p. 264. (N. D. Las mismas prácticas laborales de «repartir» el empleo en épocas en que está escaso, se basa en esta lógica).

[ix] Vid. W. H. BEVERIDGE: «The Theory of Collective Bargaining», Pp. 10-21.

[x] Vid. MARX: «Value, Price and Profit» (Chicago, Charles H. Ker & Company), p. 125.

[xi] Vid. MARX: op. cit., Pp. 126-127.

[xii] Vid. MARX: op. cit., Pp. 126-127 .

[xiii] El término «empeoramiento» no se emplea en for­ma absoluta, sino sólo relativamente, al comparar la situación creada por el intervencionismo con los resultados que hubiera producido la libertad económica. Porque es incluso posible que un país, gracias a la concurrencia de circunstancias favorables, tales como períodos de paz, a la aparición de inventos o adelantos técnicos y demás situaciones que abogan por el incremento de la producción, vea elevarse el nivel de vida, pese al intervencionismo de sus gobernantes. En términos absolutos, no podría decirse, entonces, que ese estado fuera «peor» que el anterior; pero, ello no obstante, es licito utilizar el adjetivo peyorativo al percatarse de que sin el in­tervencionismo, dados los mismos factores y circuns­tancias, la libertad económica hubiera centuplicado los favorables resultados alcanzados.

[xiv] N.D. Énfasis nuestro.