Año: 5, Enero 1963 No. 52

El intervencionismo conduce al socialismo

Por Ludwig von Mises

Es dogma fundamental de todos los tipos de socialismo y comunismo que la economía de mercado o capitalismo constituye un sistema que lesiona los vitales intereses de la inmensa mayoría de la población, en beneficio exclusivo de una pequeña minoría de individuos inescrupulosos. Condena a las masas a un progresivo empobrecimiento. Trae miseria, esclavitud, opresión, degradación y explotación de los trabajadores, mientras enriquece a una clase de parásitos ociosos e inútiles.

Esta doctrina no fue obra de Karl Marx. Ya había sido desarrollada antes de que Marx entrase en escena. Los que mayor éxito tuvieron en propagarla no fueron los escritos marxistas, sino hombres como Carlyle y Ruskin, los fabianos británicos, los profesores alemanes y los institucionalistas estadounidenses. Además, es muy significativo que la veracidad de este dogma únicamente haya sido atacada por pocos economistas que no tardaron en ser silenciados y radiados de las universidades, la prensa, la conducción de los partidos políticos y, más que nada, de los cargos públicos. La opinión pública aceptó en su mayoría la condena del capitalismo sin ninguna reserva.

SOCIALISMO

Sin embargo, las conclusiones políticas prácticas que la gente extrajo de este dogma no fueron uniformes. Un grupo declaró que sólo existe un camino para acabar con estos males: abolir totalmente el capitalismo. Abogan por la sustitución del control privado de los medios de producción, por la pública. Buscan el establecimiento de lo que se llama socialismo, comunismo, planificación o capitalismo estatal. Todos estos términos significan lo mismo. Los consumidores ya no deben determinar, con sus compras y abstenciones de comprar, qué debe producirse, en qué cantidad y de qué calidad. En lo sucesivo, la autoridad central será la única llamada a dirigir todas las actividades de producción.

El intervencionismo como pretendida política intermedia

Existe un segundo grupo, al parecer menos radical, que no rechaza al socialismo en menor medida que el capitalismo, y recomienda un tercer sistema que, según dice, dista tanto del capitalismo como del socialismo, y que, como tercer sistema de organización económica de la sociedad, está a mitad de camino entre los dos, y si bien conserva las ventajas de ambos, evita las desventajas inherentes a cada uno de ellos. Este tercer sistema se conoce como sistema del intervencionismo. En la terminología política estadounidense a menudo se le denomina política de middle-of-the-road: del «medio del camino», o intermedia.

Lo que imparte popularidad a este tercer sistema, para mucha gente, es la forma particular en que se opta por contemplar los problemas en juego. Según ellos, dos clases, la de los capitalistas y empresarios por una parte, y la de los asalariados, por la otra, están en conflicto por la distribución de los frutos del capital y de las actividades empresariales. Ambos bandos reclaman toda la torta para sí. Ahora, sugieren estos mediadores, hagamos las paces dividiendo el valor en disputa, en partes iguales entre ambas clases. El Estado intervendrá como árbitro imparcial para limitar la codicia de los capitalistas y asignar parte de las ganancias a las clases trabajadoras. Así se conseguirá destronar al capitalismo sin entronizar al socialismo totalitario.

Sin embargo, esta manera de juzgar el problema es completamente falaz. El antagonismo entre el capitalismo y el socialismo no es una disputa sobre la distribución del botín. Es una controversia sobre cuál de dos planes de organización económica de la sociedad, el capitalismo o el socialismo, conduce al mejor logro de los fines que todas las personas consideran como última finalidad de las actividades comúnmente llamadas económicas, o sea, el mejor abastecimiento posible de artículos y servicios útiles. El capitalismo quiere alcanzar estos objetivos mediante la empresa e iniciativa privada, sujetas a la supremacía de la compra y la abstención de comprar por parte del público, en el mejor mercado. Los socialistas quieren reemplazar los planes de los diversos individuos por un plan único de una autoridad central. Quieren colocar el monopolio exclusivo del gobierno en lugar de lo que Marx llamó la «anarquía de la producción». El antagonismo no atañe a la forma de distribuir una cantidad fija de bienes, sino a la manera de producir todos los artículos de que la gente quiere disponer.

El conflicto entre ambos principios es irreconciliable y no da lugar a ninguna componenda. El control es indivisible. O la demanda de los consumidores, tal como se manifiesta en el mercado, decide los fines o la forma en que habrán de emplearse los factores de producción, o el gobierno se ocupa de esos asuntos. No hay nada capaz de mitigar la oposición entre estos dos principios contradictorios, porque se excluyen mutuamente.

El intervencionismo no es un dorado término medio entre capitalismo y socialismo, sino el diseño de un tercer sistema de organización económico-social que se debe apreciar como tal.

Cómo funciona el intervencionismo

En este comentario no me propongo plantear ninguna cuestión sobre los méritos del capitalismo o el socialismo. Me ocuparé del intervencionismo, exclusivamente. Además, no pretendo hacer una valoración arbitraria del intervencionismo desde ningún punto de vista preconcebido. Mi único interés será demostrar cómo funciona el intervencionismo y si se le puede considerar o no como molde para un sistema permanente de organización económica de la sociedad.

Los intervencionistas insisten en que proyectan conservar la propiedad privada de los medios de producción, así como la empresa particular y el intercambio en los mercados. Pero, prosiguen, es imperioso impedir que estas instituciones capitalistas siembren el caos y exploten injustamente a la mayoría de la población. El gobierno tiene el deber de restringir, mediante órdenes y prohibiciones, la voracidad de las clases propietarias para que su capacidad de adquisición no perjudique a las clases pobres. El capitalismo sin restricción o laissez faire es un mal; pero para eliminar sus nocivas consecuencias no hace falta abolirlo por completo. Se puede mejorar el sistema capitalista mediante la interferencia gubernamental en las acciones de los capitalistas y empresarios. Tal regulación y reglamentación gubernamental de los negocios es el único medio para impedir el socialismo totalitario y salvar los aspectos del capitalismo dignos de ser preservados.

Fundados en esta filosofía, los intervencionistas abogan por una constelación de diversas medidas. Tomemos una de ellas, el popularísimo plan de regulación de precios.

Cómo lleva al socialismo la regulación de precios

El gobierno cree que el precio de un artículo dado, la leche, por ejemplo, es demasiado alto. Quiere hacer que el pobre dé a sus hijos más leche. Establece entonces un precio tope y fija el precio de la leche en un nivel inferior al que prevalece en el mercado libre. A raíz de esto, los productores marginales de leche, o sea, los que producen a costo más elevado, incurren en pérdidas. Como ningún agricultor o comerciante individual puede seguir trabajando con pérdida, estos productores marginales dejan de producir y de vender leche en el mercado. Prefieren utilizar su capacidad y sus vacas en otras actividades más provechosas. Producirán, por ejemplo, manteca, queso o carne. Habrá menos leche disponible para los consumidores, no más. Esto, por supuesto, es contrario a las intenciones del gobierno. Quería facilitar a cierta gente la compra de mayor cantidad de leche, pero a raíz de esta interferencia el abastecimiento disponible disminuye. La medida fracasa desde el mismo punto de vista del gobierno y de los grupos que estaba llamada a favorecer. Provoca un estado de cosas que -nuevamente desde el punto de vista del gobierno- es menos deseable todavía que el anterior que se quería mejorar.

Ahora el gobierno tiene que optar entre derogar su decreto y abstenerse de todo nuevo intento por regir el precio de la leche; pero si insiste en su intención de mantener ese precio debajo del nivel que le habría establecido el mercado libre, y quiere, sin embargo, evitar que el abastecimiento de leche disminuya, tendrá que tratar de eliminar las causas por las cuales la actividad de los productores marginales no es remunerativa. Tiene que agregar, al primer decreto que se refería exclusivamente al precio de la leche, otro que regule los precios de los factores de producción necesarios para que se produzca leche a un costo tan bajo, que los productores marginales ya no sufran pérdidas y, en consecuencia, no reduzcan su producción. Pero entonces la historia se repite en un plano más remoto. La oferta de los factores de producción requeridos para la producción de leche disminuye y el gobierno se encuentra nuevamente en el punto de partida. Si no quiere admitir su fracaso, ni abstenerse de manipular los precios, tendrá que seguir adelante y fijar los precios de los factores de producción que se requieran para la producción de los factores necesarios para producir la leche. Así, el gobierno se ve forzado a avanzar más y más, y fijando paso a paso los precios de todos los artículos de consumo y de todos los factores de producción -humanos, como la mano de obra, o no, como los materiales- y ordenando a todo empresario y a todo trabajador que sigan trabajando a esos precios y salarios. Ninguna rama de la industria escapa a esta fijación total de precios y salarios ni a esta obligación de producir las cantidades que el gobierno quiere que se produzcan. Si dejasen libre algunas ramas de la producción por considerar que producen exclusivamente artículos que se califican de no vitales o hasta suntuarios, el capital y la mano de obra tenderán a desviarse hacia ellas, dando como resultado la reducción del abastecimiento de los artículos cuyos precios el gobierno había fijado, precisamente porque los consideraba indispensables para satisfacer las necesidades de las masas.

Pero cuando se alcanza este estado de control general de los negocios, ya no puede haber cabida para una economía de mercado. Los ciudadanos ya no determinan lo que debe producirse y en qué forma, mediante el acto de compra o abstenerse de comprar. La facultad para decidir estas cuestiones ha pasado al gobierno. Esto ya no es capitalismo, sino planificación global por el gobierno; es socialismo.

El socialismo de tipo Zwangswirtschaft

Es cierto, por supuesto, que este tipo de socialismo conserva algunos de los rótulos y el aspecto externo del capitalismo. Conserva en apariencia y nominalmente, la propiedad privada de los medios de producción, precios, salarios, tasas de interés y ganancias. En realidad, sin embargo, nada cuenta, como no sea la irrestricta autocracia del gobierno. El gobierno dice a los empresarios y capitalistas qué hay que producir y en qué cantidad y calidad, a qué precios comprar y a quiénes, a qué precio vender y a quiénes. Decreta a qué nivel de salarios y dónde deben trabajar los obreros. El intercambio en el mercado es una burla. Todos los precios, salarios y tasas de interés son determinados por la autoridad. Hay precios, salarios y tasas de interés sólo en apariencia, porque en realidad son simplemente relaciones de cantidad en las órdenes gubernamentales. El gobierno -y no los consumidores, dirige la producción. El gobierno determina los ingresos de cada ciudadano, asigna a todos el puesto en que deben trabajar. Esto es socialismo disfrazado de capitalismo. Es el Zwangswirtschaft del Reich alemán de Hitler y la economía planificada de Gran Bretaña.

La experiencia alemana y la británica

El bosquejo de transformación social que he pintado no es simplemente una estructuración teórica. Es un retrato realista de la sucesión de acontecimientos que engendraron el socialismo en Alemania, en Gran Bretaña y en algunos países más.

En la Primera Guerra Mundial, los alemanes comenzaron a establecer precios tope para un pequeño grupo de artículos de consumo considerados de primera necesidad. El inevitable fracaso de estas medidas los llevó más y más adelante hasta que, en el segundo período de la guerra, diseñaron el pIan Hindenburg. En el contexto del plan Hindenburg, no quedó ningún sitio para la libre elección, por parte de los consumidores ni para la iniciativa por parte de las empresas privadas. Todas las actividades económicas quedaron subordinadas incondicionalmente a la exclusiva jurisdicción de las autoridades. La derrota total del káiser barrió con todo el aparato imperial de administración, y con él desapareció también el grandioso plan. Pero cuando, en 1931, el canciller Brüning volvió a embarcarse en una política de fiscalización de precios, y sus sucesores, Hitler el primero, se aferraron obstinadamente a él, volvió a repetirse la misma historia.

Gran Bretaña y todos los demás países que en la Primera Guerra Mundial adoptaron medidas de fiscalización de precios debieron experimentar el mismo fracaso. También ellos fueron arrastrado más y más en sus intentos por conseguir que funcionasen los decretos iniciales. Sin embargo, todavía estaban en una etapa rudimentaria de este proceso, cuando la victoria y la oposición del público acabaron con todo plan por regular los precios en la Segunda Guerra Mundial no sucedió así. En esa época, Gran Bretaña volvió a echar mano a los precios tope para algunos productos esenciales y tuvo que recorrer toda la escala más y más, hasta reemplazar la libertad económica por la planificación total de la economía del país. Cuando terminó la guerra, Gran Bretaña era un «commonwelth» socialista.

Vale la pena recordar que el socialismo británico no es una realización del gobierno laborista de Attlee, sino del gabinete de Winston Churchill. Lo que el Partido Laborista hizo no fue establecer el socialismo en un país libre, sino conservar, en el período de posguerra el socialismo tal como se había desarrollado durante la guerra. Este hecho ha sido oscurecido por la gran sensación causada por la nacionalización del Banco de Inglaterra, las minas de carbón y otras ramas de la actividad económica. Sin embargo, debe llamarse a Gran Bretaña país socialista, no porque ciertas empresas hayan sido expropiadas y nacionalizadas formalmente, sino porque las actividades económicas de todos los ciudadanos están sujetas a la fiscalización total del gobierno y sus agencias. Las autoridades dirigen el destino del capital y mano de obra a las diversas ramas de la producción. Determinan qué debe producirse y asignan una ración definida a cada consumidor. La supremacía de todas las actividades económicas está investida exclusivamente en el gobierno. La gente ha quedado reducida a la condición de menores bajo tutela, sometida incondicionalmente a obedecer órdenes. Para los hombres de negocios, los exempresarios, solamente quedan funciones auxiliares. Únicamente tienen libertad para poner en práctica, dentro de un estrecho campo perfectamente circunscripto, las decisiones de las reparticiones del gobierno.

Debemos comprender que los precios tope que afectan únicamente a pocos artículos no logran los fines que se buscan. Al contrario. Producen efectos que, desde el punto de vista del gobierno, son peores todavía que el previo estado de cosas que el gobierno quería modificar. Si el gobierno, con el fin de eliminar estas consecuencias inevitables, pero desagradables, sigue más y más adelante por este camino, transforma finalmente al sistema del capitalismo y libre empresa en un socialismo de tipo Hindenburg.

Crisis y desocupación

Lo mismo es cierto respecto de todos los demás tipos de intromisión en los fenómenos de mercado. Los salarios mínimos, sean decretados e impuestos por el gobierno o por presión y violencia sindical, llevan a una desocupación en masa que se prolonga, año tras año, tan pronto como se pretende elevar la remuneración de los asalariados por encima del nivel del mercado libre. Los intentos para reducir las tasas de interés mediante expansión crediticia generan, es verdad, un período de auge en los negocios; pero la prosperidad así creada, es apenas un producto casero artificial y tiene que conducir inexorablemente a la retracción y la depresión. La gente debe pagar un alto precio por la orgía de dinero fácil, causada por pocos años de expansión crediticia e inflación.

La recurrencia de períodos de depresión y desocupación en masa ha desacreditado al capitalismo en la opinión de la gente que aprecia superficialmente los problemas. Sin embargo, estos acontecimientos no obedecen al funcionamiento del mercado libre, sino que, por el contrario, son el resultado de una interferencia, bien intencionada pero mal informada, del gobierno en el mercado. No hay otro medio para elevar los salarios y el nivel de la vida general que acelerar el aumento de la existencia de capital en relación con la población. El único medio para elevar el salario en forma permanente para todos los que buscan empleo y están dispuestos a ganar salarios, es aumentar la productividad del esfuerzo industrial aumentando la cuota «per cápita» de capital invertido. Lo que determina que los salarios de los estadounidenses superen por mucho a los de Europa y Asia, es el hecho de que el trabajo y el esfuerzo del obrero norteamericano cuentan con la ayuda de más y mejores máquinas y herramientas. Lo único que un buen gobierno puede hacer para mejorar el bienestar material del pueblo, es establecer y preservar un orden institucional que no ofrezca obstáculos a la progresiva acumulación de nuevos capitales, requeridos para el progreso tecnológico en los métodos de la producción. Esto es lo que realizó el capitalismo en el pasado y seguirá realizando también en el futuro si no es saboteado por una mala política.

Dos caminos hacia el socialismo

No se puede considerar al intervencionismo como un sistema económico llamado a perdurar. Es un método para la transformación del capitalismo en socialismo mediante una serie de pasos sucesivos. Como tal, es distinto de los empeños de los comunistas por implantar el socialismo de golpe. La diferencia no radica en el fin último del movimiento político, sino, principalmente, en las tácticas a emplearse para el logro de un fin que ambos grupos procuran.

Karl Marx y Federico Engels recomendaron sucesivamente cada uno de estos dos caminos para la realización del socialismo. En el Manifiesto Comunista de 1848 ambos trazaron un plan para la transformación gradual del capitalismo en socialismo. El proletariado debe ser elevado a la posición de clase dirigente y emplear su supremacía política para «arrancar, por grados, todo el capital a la burguesía». Esto, declaran, «no puede efectuarse por otro medio que por la invasión despótica; en el derecho de propiedad y en las condiciones de la producción burguesa; recurriendo a medidas, por lo tanto, que parezcan económicamente insuficientes e insostenibles, pero que en el curso del movimiento se pongan al descubierto, requieran nuevas incursiones en el orden social y sean inevitables como medio para revolucionar por completo el modo de producción». De esta manera enumeran como ejemplo diez medidas.

En años ulteriores, Marx y Engels cambiaron de parecer. En su principal tratado, «El Capital», publicado en 1867, Marx vio las cosas de distinta manera. El socialismo está llamado a venir «con la inexorabilidad de una ley natural». Pero no puede aparecer antes de que el capitalismo haya alcanzado plena madurez. No hay más que un solo camino hacia el colapso del capitalismo: la evolución progresiva del capitalismo mismo. Sólo entonces la gran rebelión final de la clase trabajadora le dará el golpe de gracia, inaugurando la imperecedera edad de la abundancia.

Desde el punto de vista de esta última doctrina, Marx y la escuela del marxismo ortodoxo rechazan toda política que pretenda restringir, regular y mejorar el capitalismo. Tales medidas, arguyen, no sólo son fútiles, sino directamente perniciosas porque retardan la madurez del capitalismo y, por ende, también su derrumbe. Ésta fue la idea que llevó al Partido Socialdemócrata alemán a votar contra la ley de seguridad social de Bismark y a frustrar el plan de éste por nacionalizar la industria tabacalera alemana. Desde el punto de vista de la misma doctrina, los comunistas calificaron al «New Deal» estadounidense de complot reaccionario, sumamente perjudicial para los verdaderos intereses de la clase trabajadora.

Lo que debemos comprender es que el antagonismo entre los intervencionistas y comunistas es una mera manifestación del conflicto entre las dos doctrinas del marxismo primitivo y del marxismo posterior. Es el conflicto entre el Marx de 1848, autor del Manifiesto Comunista, y el Marx de 1867, autor de «El Capital». Es realmente paradójico que el documento en que Marx resultaba respaldando la actitud de los anticomunistas «sui generis» de la actualidad, se llame Manifiesto Comunista.

Hay dos métodos disponibles para la transformación del capitalismo en socialismo. Uno consiste en expropiar todas las granjas, fábricas y talleres y ponerlos a funcionar como aparato burocrático, como departamentos del gobierno. Toda la sociedad, dice Lenin, se convierte en «una oficina y una fábrica, con igual trabajo e igual paga» (1), toda la economía será organizada «como el sistema postal» (2). El segundo método es el método del plan de Hindenburg, la pauta originalmente alemana del Estado benefactor y de la planificación. Este método obliga a toda empresa y a todo individuo a cumplir estrictamente las órdenes emitidas por la junta central de administración de producción del gobierno. Tal fue la intención de la Ley Nacional de Recuperación Industrial de 1933, frustrada por la resistencia de las empresas particulares y declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Estados Unidos. Tal es la idea implícita en los empeños por sustituir la empresa privada por la planificación.

Control de cambios

El vehículo más destacado para la realización de este segundo tipo de socialismo es, en países industrializados como Alemania y Gran Bretaña, el control de cambios. Estos países no pueden alimentar ni vestir a sus poblaciones con sólo los recursos internos, y deben importar grandes cantidades de víveres y materias primas. Para pagar estas importaciones, tan necesarias, tienen que exportar productos manufacturados, en su mayoría elaborados con materias primas importadas. En estos países, casi toda transacción comercial está condicionada directa o indirectamente por la exportación o importación, o por ambas a la vez. En consecuencia, el monopolio gubernamental de las compras y ventas de divisas extranjeras hace que toda actividad comercial dependa de la discreción de la agencia encargada del control de cambios. El volumen del comercio exterior es relativamente pequeño cuando se le compara con el volumen total del comercio nacional. El control de cambios sólo afectaría levemente a la porción mucho más grande del comercio estadounidense. Ésta es la razón por la cual en los proyectos de nuestros planificadores difícilmente se toma en cuenta el control de cambios. Su atención, en cambio, está orientada hacia la fiscalización de precios, salarios y tasas de interés, hacia la fiscalización de las inversiones y la limitación de ganancias y réditos.

Impuestos progresivos

Echando una mirada retrospectiva a las tasas del impuesto a los réditos desde la adopción al respectivo impuesto federal en 1913, hasta la actualidad, difícilmente esperaríamos que este tributo no llegue algún día a absorber el 100 por ciento de todo lo que excede de los ingresos del votante término medio.

En Gran Bretaña el impuesto normal, sumado al impuesto especial por réditos sobre inversiones, llega, entre los sectores de mayores ingresos, a bastante más del 100 por ciento de los réditos totales. En esto habían pensado Marx y Engels cuando en el Manifiesto Comunista recomendaron «un impuesto grande y progresivo o graduado».

Otra de las sugerencias del Manifiesto Comunista fue «la abolición de todo derecho a la herencia». Ahora bien, ni en Gran Bretaña ni en EE.UU. las leyes han llegado a este extremo, pero también aquí, dirigiendo una mirada a la evolución de los impuestos sobre las sucesiones, tenemos que reconocer que cada vez se acercan más al objetivo establecido por Marx. Los impuestos a la herencia de la magnitud que han alcanzado para los sectores más acaudalados ya no son impuestos, sino medidas confiscatorias.

La filosofía subyacente del sistema tributario progresivo es que el ingreso de las clases ricas y acaudaladas puede tomarse libremente. Lo que los partidarios de estos impuestos no comprenden es que la mayor parte de los impuestos recaudados de esta manera no habrían sido consumidos, sino ahorrados e invertidos. En efecto, esta política fiscal no solamente impide la acumulación de nuevo capital, sino que lleva a la descapitalización. Éste es, hoy, sin lugar a dudas, el estado de cosas en Gran Bretaña.

La tendencia hacía el socialismo

El curso de los acontecimientos en los últimos treinta años revela un progreso continuo, aunque a veces interrumpido, hacia el establecimiento en este país de un socialismo de cuño británico y alemán. Estados Unidos embarcáronse, después que estos dos países, en esta pendiente y, en la actualidad, están más lejos todavía de alcanzar el mismo fin ,pero, si la tendencia de esta política no cambia, el resultado sólo diferirá de lo ocurrido en la Inglaterra de Attlee y en la Alemania de Hitler en aspectos accidentales e ínfimos. La política intervencionista no es sistema económico duradero, sino un método para la implantación del socialismo por etapas.

Claros para el capitalismo

Muchos hacen objeciones. Recalcan el hecho de que la mayoría de las leyes destinadas a la planificación o a la confiscación a través de impuestos progresivos, han dejado ciertos claros que ofrecen a la empresa privada un margen dentro del cual se puede seguir adelante. El que tales claros todavía existan y que gracias a ellos este país sigue siendo libre es verdad, no cabe duda, pero estos claros del capitalismo no son sistema duradero, sino un respiro. Poderosas fuerzas están en acción para cerrar esos claros. De día en día, el campo donde la empresa privada tiene libertad de acción se va reduciendo.

La llegada del socialismo no es inevitable

Este desenlace no es inevitable, por supuesto. La tendencia puede invertirse, como sucedió con muchas otras tendencias en la historia. El dogma marxista por el cual el socialismo habrá de llegar «con la inexorabilidad de una ley natural» es, simplemente, una premisa arbitraria desprovista de toda prueba. Pero el prestigio de que este infundado pronóstico disfruta, no solamente prevalece entre los marxistas, sino también entre muchos no marxistas «sui generis», y constituye el principal instrumento para el progreso del socialismo. Siembra derrotismo entre personas que de otro modo lucharían valientemente contra la amenaza socialista. El más poderoso aliado de la Rusia soviética es la doctrina de que la «ola del futuro» nos lleva hacia el socialismo y que, en consecuencia, es «progresista» simpatizar con todas las medidas que restrinjan más y más el funcionamiento de la economía de mercado.

Hasta en los Estados Unidos, que deben a un siglo de «crudo individualismo» el nivel de vida más alto jamás logrado en cualquier nación, la opinión pública condena el laissez-faire. En los últimos cincuenta años, se han editado millares de libros para denunciar el capitalismo y abogar por el intervencionismo radical, el Estado benefactor y el socialismo. Los pocos libros que trataron de explicar debidamente el funcionamiento de la economía de mercado libre, apenas fueron notados por el público. Sus autores permanecieron en la oscuridad mientras que escritores como Vablen, Commons, John Dewey y Laski fueron elogiados entusiastamente. Es un hecho bien conocido que tanto el teatro auténtico como la industria de Hollywood no critican en forma menos radical a la empresa libre que muchas novelas. En este país, hay muchos periódicos que en todos sus números atacan furiosamente la libertad económica. Difícilmente hay alguna revista de opinión que propugne el sistema que proporcionó a la inmensa mayoría de la población buena alimentación y abrigo, automóviles, refrigeradores, receptores de radio y otras cosas que los ciudadanos de otros países llaman lujos.

El impacto de este estado de cosas es que prácticamente se hace muy poco por preservar el sistema de la empresa privada. Sólo encontramos intervencionistas que creen triunfar cuando retardan por cierto tiempo una medida especialmente ruinosa. Siempre están en retirada. Propician hoy medidas que hace apenas diez o veinte años habrían considerado inaceptables. Dentro de pocos años admitirán otras medidas que hoy creen, sencillamente, fuera de cuestión.

Lo único que podrá impedir la llegada del socialismo totalitario es un cambio completo de ideologías. Lo que necesitamos no es antisocialismo ni anticomunismo, sino el respaldo positivo y abierto de ese sistema al que todos debemos la riqueza que distingue nuestra época de las condiciones comparativamente estrechas de otros tiempos.

(1) Véase Lenin. .State and Revolution. (Estado y Revolución), Little Lenin Library. No. 14, Nueva York, 1932, página 84.

(2) Idem, p. 44.

Fuente: Centro de Estudios sobre la Libertad. Buenos Aires, Argentina.