Año: 8, Febrero 1966 No. 120

Planificación para la Libertad

Por: Ludwig von Mises

Planificación como sinónimo de socialismo

El VOCABLO «planificación» se usa generalmente como sinónimo de socialismo, comunismo y administración autoritaria y totalitaria de la economía. A veces sólo se llama planificación al modelo alemán del socialismo Zwangswirtschaft. (Economía de coacción) mientras que el término socialismo propiamente dicho se reserva para el modelo ruso, de abierta socialización y administración burocrática de todas las fábricas, talleres y establecimientos agropecuarios. De todas maneras, planificación en este sentido significa la realización de planes integrales por el gobierno y su ejecución por la fuerza policial. Significa pleno control gubernamental de las actividades económicas. Es la antítesis de libre empresa, iniciativa privada, propiedad privada de los medios de producción, economía de mercado y sistema de precios. Planificación y capitalismo son totalmente incompatibles. Dentro de un sistema de planificación, la producción se realiza de acuerdo con las decisiones del gobierno y no de acuerdo con los planes de capitalistas y empresarios que tratan de obtener beneficios, satisfaciendo del mejor modo posible las necesidades de los consumidores.

Pero el vocablo planificación se usa también en una segunda acepción. Lord Keynes, Sir William Beveridge, el Profesor Hansen y muchos otros hombres eminentes, aseguran que no quieren sustituir la libertad por la esclavitud totalitaria. Declaran que ellos planifican para una sociedad libre. Recomiendan un tercer sistema, que, según dicen, dista tanto del socialismo como del capitalismo y que, como una tercera solución del problema de la organización económica de la sociedad, se encuentra a mitad de camino entre los otros dos sistemas, retiene las ventajas de ambos y evita las desventajas inherentes a cada uno.

Planificación como sinónimo de intervencionismo

ESTOS QUE a sí mismos se llaman «progresistas» están ciertamente equivocados cuando pretenden que sus propuestas son nuevas y desconocidas. La idea de esta tercera solución es, en verdad, muy antigua, y hace mucho que los franceses la han bautizado con un nombre apropiado: la llaman «intervencionismo». Casi nadie ha de dudar que la historia unirá más estrechamente la idea de seguridad social con la memoria de Bismarck, a quien nuestros padres no consideraban precisamente como un liberal, que con el New Deal (Nuevo Trato) norteamericano y Sir William Beveridge. Todas las ideas esenciales del progresismo intervencionista de nuestros días fueron cabalmente expuestas por los supremos consejeros intelectuales de la Alemania imperial, los profesores Schmoller y Wagner, quienes al mismo tiempo urgían al Káiser a que invadiera y conquistara las Américas. Lejos de mí, condenar cualquier idea por el solo hecho de que no sea nueva. Pero, como los progresistas vilipendian a todos sus opositores como anticuados, ortodoxos y reaccionarios, es justo observar que sería más apropiado hablar del choque de dos ortodoxias: la ortodoxia de Bismarck contra la ortodoxia de Jefferson.

Significado del intervencionismo o economía mixta

Antes de entrar en el estudio del sistema intervencionista de una economía mixta, deben aclararse dos puntos:

PRIMERO: Si en una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción, algunos de estos medios pertenecen y son manejados por el gobierno o las municipalidades, esto no significa que se trate de un sistema mixto que combine el socialismo con la propiedad privada. En tanto sólo estén controladas por el gobierno algunas empresas individuales, permanecen esencialmente intactas las características de la economía de mercado como determinante de la actividad económica. Las empresas estatales, como compradoras de materias primas, de artículos semimanufacturados y de mano de obra, y como vendedoras de bienes y servicios, deben también ajustarse al mecanismo de la economía de mercado. Están sujetas a la ley del mercado; tienen que esforzarse por obtener beneficios o, por lo menos, por evitar pérdidas. Cuando se trata de mitigar o eliminar esta dependencia, cubriendo las pérdidas de tales empresas con subsidios tomados de los fondos públicos, el único resultado es desplazar a otra parte esa relación de dependencia. Ello ocurre así porque los medios necesarios para el pago de los subsidios tienen que ser extraídos de alguna parte. Pueden arbitrarse mediante la imposición de contribuciones. Pero la carga de esas contribuciones produce sus efectos sobre el público, no sobre e] gobierno que cobra el impuesto. Es el mercado y no el Ministerio de Hacienda el que decide sobre en quién incidirá el impuesto y cómo afectará la producción y el consumo. El mercado y su ley inexorable permanecen supremos.

Libertad de trabajo

SEGUNDO: Hay dos modelos diferentes para la realización del socialismo. Uno podemos llamarlo el modelo marxista o ruso es puramente burocrático. Todas las empresas económicas son departamentos del gobierno de igual modo que la administración del ejército y la marina o el servicio de correos. Cada fábrica, taller o granja se encuentra en igual relación con la organización central superior, que una oficina postal con respecto al despacho del Administrador General de Correos. Toda la nación forma un solo ejército de trabajo de servicio obligatorio; el comandante de este ejército es el Jefe de Estado.

El segundo modelo podemos llamarlo el sistema alemán o Zwangswirtschaft-- difiere del primero en que, aparente y nominalmente, mantiene la propiedad privada de los medios de producción, los empresarios y el intercambio del mercado. Supuestos empresarios realizan las compras y ventas, pagan a los obreros, contraen deudas y pagan intereses y amortizaciones. Pero no son ya empresarios. En la Alemania nazi se les llamó Betriebsfuehrer; es decir, jefes de taller. El gobierno les dice a estos seudoempresarios qué y cómo deben producir, a qué precios y a quiénes deben comprar y vender. El gobierno decreta a qué salarios deben trabajar los obreros y a quiénes y en qué condiciones los capitalistas deben confiar sus fondos. El intercambio del mercado es una ficción. Como todos los precios, salarios y tasas de interés están fijados por la autoridad, son sólo en apariencia precios, salarios y tasas de interés; en realidad son meros términos cuantitativos de las órdenes autoritarias que determinan el ingreso, el consumo y el nivel de vida de cada ciudadano. La autoridad y no los consumidores, dirige la producción. El comité central de dirección de la producción es supremo; todos los ciudadanos no son sino empleados públicos. Esto es socialismo con la apariencia externa del capitalismo. Aunque retiene algunos rótulos de la economía de mercado capitalista, ellos significan algo totalmente distinto de lo que significan en la economía de mercado.

Es necesario señalar este hecho para evitar una confusión entre el socialismo y el intervencionismo. El sistema de una economía de mercado con trabas, o sea el intervencionismo, difiere del socialismo precisamente por el hecho de que es todavía una economía de mercado. La autoridad trata de influir en el mercado por la intervención de su poder coercitivo, pero no quiere eliminar enteramente el mercado. Desea que la producción y el consumo se desarrollen por caminos distintos de los prescritos por el mercado libre, y quiere lograr sus propósitos, inyectando en el funcionamiento del mercado, órdenes, decretos y prohibiciones para cuyo cumplimiento dispone del poder policial y de su aparato de coerción y compulsión. Pero éstas son intervenciones aisladas; sus autores aseveran que no piensan combinar tales medidas en un sistema completamente integrado que regule todos los precios, salarios y tasas de interés y que colocaría así el control total de la producción y el consumo en manos de las autoridades.

El único medio de elevar permanentemente el nivel de salarios para todos

El principio fundamental de los economistas verdaderamente liberales, a los que hoy generalmente se insulta con el nombre de ortodoxos, reaccionarios y economistas conservadores, es el siguiente: No hay otros medios para elevar el nivel general de vida que acelerar el aumento de capital en relación con la población. Todo lo que un buen gobierno puede hacer para mejorar el bienestar, es mantener una estructura institucional en la que no haya obstáculos para la progresiva acumulación de nuevo capital y su utilización en el perfeccionamiento de los métodos técnicos de producción. El único medio de acrecentar el bienestar de una nación es el aumento y mejora del rendimiento de la producción. El único medio de elevar el nivel de salarios en forma permanente para todos los que aspiran a recibir salarios, es elevar la productividad del trabajo, aumentando la cuota «per cápita» del capital invertido y perfeccionando los métodos de producción. Por lo tanto, los liberales llegan a la conclusión de que la política económica más adecuada para servir los intereses de todas las clases de una nación es la libertad de comercio, tanto en las actividades internas, como en las relaciones internacionales.

Los intervencionistas, al contrario, creen que el gobierno es capaz de mejorar el nivel de vida de las masas, en parte, a expensas de los capitalistas y empresarios y, en parte, sin detrimento alguno. Recomiendan la limitación de los beneficios y la igualación de los ingresos y fortunas mediante impuestos confiscatarios, la reducción de la tasa de interés mediante una política de moneda fácil de expansión del crédito y la elevación de nivel de vida de los obreros mediante la imposición de salarios mínimos. Aconsejan pródigos gastos gubernamentales. Y, en forma curiosa, favorecen a la vez precios bajos para los bienes de consumo y precios altos, para los productos agrícolas. Los economistas liberales, ea decir, los denigrados como ortodoxos, no niegan que algunas de estas medidas pueden a, corto plazo, mejorar la suerte de ciertos grupos de la población. Pero afirman que a la larga deben producir efectos que, aun desde el punto de vista del gobierno y de los defensores de su política, son menos deseables que el estado de cosas que se pretendía modificar. Tales medidas son, por lo tanto, contraproducentes, cuando se juzga desde el punto de vista de sus propios defensores.

El intervencionismo, causa de la depresión

Mucha gente en verdad cree que la política económica no debería preocuparse para nada de las consecuencias a largo alcance. Citan un aforismo de Lord Keynes: «A largo plazo, todos estaremos muertos». No pongo en duda la veracidad de este aserto; considero incluso que es la única declaración correcta de la escuela neo-británica de Cambridge. Pero las conclusiones deducidas de esta indiscutible proposición son enteramente falaces. El diagnóstico exacto de los males económicos de nuestra época es: hemos sobrevivido el plazo corto y estamos sufriendo las consecuencias a largo plazo de políticas que no las tuvieron en cuenta. Los intervencionistas hicieron callar las voces amonestadoras de los economistas. Pero las cosas se desarrollaron precisamente de la manera que estos despreciados expertos ortodoxos predijeron. La depresión es la consecuencia de la expansión del crédito; la desocupación en masa, prolongada año tras año, es el efecto inextricable de las tentativas de mantener los tipos de salarios por encima del nivel que hubiera fijado un mercado sin trabas. Todos estos males, que los progresistas interpretan como pruebas del fracaso del capitalismo, son el resultado ineludible de la pretendida interferencia social en el mercado. Es verdad que muchos autores que aconsejaron esas medidas y muchos estadistas y políticos que las ejecutaron, lo hicieron movidos por buenas intenciones, deseando hacer más próspero al pueblo. Pero los medios elegidos para alcanzar este objetivo no eran los apropiados. Por buenas que sean las intenciones, nunca podrán transformar los medios inadecuados en eficaces.

Debe recalcarse que estamos discutiendo medios y medidas, y no fines. La cuestión en discusión no es si las medidas propugnadas por los que se llaman progresistas deben ser recomendadas o condenadas desde un punto de vista arbitrariamente preconcebido. El problema esencial es saber si tales medidas pueden realmente lograr los fines a que están dirigidas.

No viene al caso confundir el debate haciendo referencia a asuntos accidentales o ajenos a la cuestión. Es inútil distraer la atención del problema principal, insultando a los capitalistas y empresarios y glorificando las virtudes del hombre común. Precisamente porque el hombre común merece toda consideración, es necesario evitar las medidas perjudiciales para su bienestar.

La economía de mercado es un sistema integrado por factores entrelazados que se influyen y determinan mutuamente. El aparato social de coerción y compulsión es decir, el Estado tiene, ciertamente, el poder de intervenir en el mercado. El gobierno o las instituciones en las cuales el gobierno ya sea por privilegio legal o por complacencia ha investido el poder de aplicar impunemente presiones violentas, están en posición de decretar que ciertos fenómenos del mercado son ilegales. Pero tales medidas no producen los resultados que el poder intervencionista quiere alcanzar. No sólo crean condiciones menos satisfactorias para la autoridad intervencionista, sino que desintegran totalmente el sistema del mercado, paralizan su funcionamiento y producen el caos.

Si se considera que el funcionamiento del sistema de mercado no es satisfactorio, hay que tratar de cambiar ese sistema por otro. Esto es lo que pretenden los socialistas. Pero el socialismo no es el tema que discutimos en esta reunión. Me han invitado a ocuparme del intervencionismo; es decir, de las diversas medidas destinadas a mejorar el funcionamiento del sistema de mercado, y no a su abolición total. Y lo que sostengo es que tales medidas producen necesariamente resultados que, aun desde el punto de vista de quienes las auspician, son más indeseables que la situación previa que ellos querían modificar.

El propio Marx condenó el intervencionismo

Karl Marx no creía que la interferencia del gobierno o de los sindicatos obreros en el mercado podía obtener los fines beneficiosos esperados. Marx y sus discípulos consecuentes condenaron todas esas medidas en su franco vocabulario, como disparates reformistas, fraudes capitalistas o estupideces pequeño-burguesas. Calificaron de reaccionarios a los que apoyaban tales medidas. Clemenceau tenía razón cuando dijo:«Uno es siempre un reaccionarlo en la opinión de alguien».

Karl Marx declaró que bajo el capitalismo todos los bienes materiales, como también el trabajo, son mercancías, y que el socialismo aboliría el carácter de mercancía, tanto de los bienes materiales como del trabajo. La noción de «carácter de mercancía» es privativa de la doctrina marxista; no se había usado antes. Significa que los bienes y el trabajo se negocian en los mercados, se venden y se compran sobre la base de su valor. De acuerdo con Marx, el carácter de mercancía del trabajo está implícito en la existencia misma del sistema de salarios. Sólo puede desaparecer en la «etapa más elevada» del comunismo, como consecuencia de la desaparición del sistema del asalariado y del pago de tipos de salarios. Marx hubiera ridiculizado los intentos de eliminar el carácter de mercancía al trabajo, mediante un tratado internacional y el establecimiento de una oficina internacional del trabajo y por medio de la legislación nacional y la asignación de partidas de dinero a diversas dependencias gubernamentales. Menciono estas cosas sólo para demostrar que los progresistas están totalmente equivocados al referirse a Marx y a la doctrina del carácter de mercancía del trabajo, en su lucha contra los economistas que llaman reaccionarios.

La fijación de salarios mínimos produce la desocupación en masa

Lo que decían estos viejos economistas ortodoxos era lo siguiente: una elevación permanente del tipo del salario para todos los que aspiran a recibir salarios sólo es posible en la medida en que aumente la cuota per cápita del capital invertido, y en forma concomitante, la productividad del trabajo. No se beneficia al pueblo si se fijan tasas de salarlos mínimos a un nivel superior del que habría fijado un mercado sin trabas. No importa si esta injerencia en las tasas de salarios se hace por un decreto gubernamental o por la presión y compulsión de los sindicatos obreros. En cualquier caso, el resultado es pernicioso para el bienestar de un gran sector de la población.

En un mercado de trabajo sin trabas, el tipo de salario se fija por el juego de la oferta y la demanda, a un nivel en el cual todos los que desean trabajar encuentran finalmente trabajo. En un mercado libre de trabajo, la desocupación es sólo temporal y nunca afecta más que a una pequeña proporción del pueblo. En él prevalece una tendencia continua a la desaparición del desempleo. Pero si se elevan los salarios a un nivel más alto por la interferencia del gobierno o de los sindicatos, las cosas cambian. Mientras sólo una parte de los trabajadores pertenezcan a sindicatos, el aumento de salarios impuesto por dichos sindicatos no lleva a la desocupación, sino a un aumento de la oferta de trabajo en aquellas actividades donde no hay sindicatos eficientes o no existe sindicato alguno. Los obreros que perdieron sus empleos como consecuencia de la política sindical entran en el mercado de las actividades libres y hacen que los salarios desciendan en ellas. El corolario de la elevación de salarios para los obreros organizados es baja de salarlos para los obreros que no están organizados en sindicatos. Pero, si la fijación de sueldos a un nivel más elevado que el potencial del mercado se hace general, los obreros que pierden sus puestos no podrán encontrar colocación en otros empleos. Quedan desocupados. La desocupación surge como un fenómeno en masa que se prolonga año tras año.

Tales eran las enseñanzas de aquellos economistas ortodoxos. Nadie logró refutarlas. Era mucho más fácil insultar a sus autores. En cientos de trabajos, monografías y folletos, se les denigró e injurió. Novelistas, autores teatrales y políticos se unieron al coro. Pero la verdad tiene su camino propio. Funciona y produce sus efectos aún sí los programas políticos y los libros de texto se niegan a reconocerla como verdad. Los acontecimientos han demostrado la exactitud de las predicciones de los economistas ortodoxos. El mundo se enfrenta con el tremendo problema de la desocupación en masa.

Es inútil hablar de desocupación o de ocupación sin referencia precisa a un definido tipo de salarios. La tendencia inherente a la evolución capitalista es elevar constantemente los salarios reales. Este resultado es el efecto de la progresiva acumulación de capital por medio del cual se perfeccionan los métodos tecnológicos de producción. Siempre que se detiene la acumulación de capital adicional, esta tendencia cesa. Si, en vez de aumento del capital disponible se produce un consumo de capital, los salarios reales disminuirán temporalmente, hasta que sean removidos los obstáculos que impiden el nuevo aumento de capital. Tales obstáculos son: las malas inversiones; es decir, el despilfarro de capital, que es la característica más notable de la expansión del crédito y de la consecuente orgía de prosperidad ficticia; la confiscación de beneficios y fortunas; las guerras y las revoluciones. Es un hecho lamentable que todos esos obstáculos reducen temporalmente el nivel de vida de las masas. Pero esos hechos lamentables no pueden eliminarse con ilusiones engañosas. No hay otros medios para removerlos que los recomendados por los economistas ortodoxos: una política monetaria sana, austeridad en los gastos públicos, cooperación internacional para la salvaguardia de una paz duradera, libertad económica.

La política tradicional de los sindicatos es perjudicial para los trabajadores

Los remedios sugeridos por los doctrinarios no ortodoxos son ineficaces. Su aplicación empeora las cosas en vez de mejorarlas.

Hay hombres bien intencionados que exhortan a los dirigentes sindicales a que hagan un uso moderado de su poder. Pero estas exhortaciones son vanas porque sus autores no se dan cuenta que los males que quieren evitar no se deben a la falta de moderación en la política de salarios de los sindicatos. Son el resultado ineludible de toda la filosofía económica que sirve de base a las actividades sindicales respecto a los tipos de salarios. No es mi tarea averiguar los efectos favorables que podrían obtener los sindicatos en otros campos, como, por ejemplo, la educación profesional, etc. Sólo me refiero a su política de salarios.

La esencia de esta política es impedir que los desocupados consigan colocación, aceptando salarios menores que los establecidos por los sindicatos. Esta política divide a la población obrera en dos clases: los empleados, que ganan salarios mayores de los que ganarían en un mercado de trabajo sin trabas, y los desempleados, que no ganan nada. En los primeros años de la década iniciada en 1930, los salarios nominales pagados en los Estados Unidos bajaron menos que el costo de la vida. Los salarios reales por hora aumentaron en medio de una desocupación que se extendía en forma catastrófica. Para muchos de los que tenían empleo, la depresión significó una elevación de su nivel de vida, mientras que los desocupados eran sacrificados como víctimas. La repetición de tales circunstancias sólo puede evitarse, descartando enteramente la idea de que la compulsión y la coerción sindical pueden beneficiar a todos los que desean trabajar y recibir salarios. Lo que se necesita no son débiles advertencias. Hay que convencer a los obreros de que la política tradicional de los sindicatos no sirve los intereses de todos, sino sólo los de un grupo. Mientras que en las negociaciones individuales, los desocupados tienen virtualmente voz, en los contratos colectivos se les excluye totalmente. A los dirigentes sindicales no les importa la suerte de los que no son miembros del sindicato y, en especial, de los principiantes que desean ingresar en su industria.Los niveles de salarios fijados por los sindicatos determinan que gran parte de los obreros disponibles queda sin trabajo. La desocupación en masa no es prueba del fracaso del capitalismo, sino del fracaso de los métodos sindicales tradicionales.

Las mismas consideraciones pueden aplicarse a la determinación de niveles de salarios por dependencia del gobierno o por arbitraje. Si la decisión del gobierno o del árbitro fija los salarios al nivel del mercado, tal decisión es superflua. Si los fija a un nivel superior, producirá la desocupación en masa.

La panacea de moda que suele sugerirse pródigos gastos públicos no es menos estéril. Si el gobierno provee los fondos necesarios, imponiendo gravámenes a los ciudadanos o mediante empréstitos públicos, elimina por un lado tantos empleos como crea por otro. Si los gastos del gobierno se financian con préstamos de bancos comerciales, el resultado será la expansión del crédito y la inflación. Entonces subirán forzosamente los precios de todas las mercancías y servicios, cualesquiera que sean las medidas que adopte el gobierno para evitarlo.

Si en el curso de una inflación el aumento del precio de los artículos excede al aumento de los salarios nominales, la desocupación disminuirá. Pero lo que hace disminuir la desocupación es precisamente el hecho de que los salarios reales están bajando. Lord Keynes recomienda la expansión del crédito porque cree que los asalariados aceptarán este resultado; cree que «una disminución gradual y automática de los salarios reales como resultado del aumento de precios» no encontraría tan fuerte resistencia en los trabajadores como el intento de rebajar los salarios nominales. Es muy poco probable que esto ocurra. La opinión pública se da cuenta muy clara de los cambios en el poder adquisitivo y vigila con vehemente interés los movimientos del índice de precios de las mercancías y del costo de la vida. La esencia de todas las discusiones relativas a los tipos de salarlos radica en su valor real y no en su valor nominal. No hay perspectiva alguna de engañar a los sindicatos con tales ardides.

Pero aún si la hipótesis de Lord Keynes fuera correcta, no se obtendría ningún beneficio de tal engaño. Los grandes conflictos de ideas deben ser resueltos por métodos rectos y francos; no pueden ser resueltos por artificios y arreglos precarios. Lo que se necesita no es echar tierra en los ojos de los trabajadores, sino convencerlos. Ellos mismos deben darse cuenta de que los métodos sindicales tradicionales no responden a sus intereses. Ellos mismos deben abandonar, por su propia voluntad, métodos que perjudican tanto a ellos como a todo el resto de la población.

La función social de los beneficios y pérdidas

Lo que no comprenden los que planifican para la libertad es que elmercado con sus precios es el mecanismo directivo del sistema de la libre empresa. La flexibilidad de los precios, de las mercancías, de los salarios y de las tasas de interés es el instrumento por el cual la producción se adapta a las cambiantes condiciones y necesidades de los consumidores y se descartan los métodos tecnológicos anticuados.

Si estos reajustes no se producen por el libre juego de las fuerzas que operan en el mercado, deberán ser impuestos por órdenes gubernamentales. Esto significa un control gubernamental integral, la Zwangswirtschaft nazi. No hay un camino intermedio. Los intentos de mantener rígidos los precios de las mercancías, de elevar las escalas de salarios y de bajar las tasas de interés «ad libitum», sólo sirven para paralizar el sistema. Crean una situación que no satisface a nadie. Bien deben ser abandonadas con el retorno a la libertad del mercado, o bien deben ser completadas mediante un socialismo puro y sin disfraz.

La desigualdad de ingresos y fortunas es esencial en el capitalismo. Los progresistas consideran los beneficios como algo reprensible. La propia existencia de los beneficios es, a sus ojos, prueba de que podrían subirse los salarios sin perjudicar a nadie más que a parásitos ociosos. Hablan de beneficios sin preocuparse de su corolario: pérdidas. Beneficios y pérdidas son los instrumentos por medio de los cuales los consumidores mantienen a rienda corta todas las actividades de los empresarios. Una empresa que produce ganancias tiende a ampliarse; una que da pérdidas, a reducirse. La eliminación de los beneficios convierte en rígida a la producción y derroca la soberanía del consumidor. Esto ocurre, no porque los empresarios sean mezquinos o codiciosos y carezcan de las virtudes monacales de abnegación que los planificadores atribuyen a toda la población restante. Si no hubiera ganancias, los empresarios no sabrían cuáles son las necesidades de los consumidores, y aún si las adivinaran, no tendrían medios para ampliar o ajustar sus fábricas de acuerdo con ellas. Los beneficios y pérdidas retiran los factores de la producción de manos de los ineficientes y los trasladan a manos de los más eficientes. Su función social es hacer que un hombre tenga más influencia en la dirección de las actividades económicas cuanto más éxito logre en la producción de mercancías que la gente se disputa. No viene, por lo tanto, al caso aplicar a las ganancias el criterio del mérito o de la felicidad personal. Es evidente que el señor X sería probablemente tan feliz con 10 millones como con 100 millones. Desde un punto de vista metafísico, es ciertamente inexplicable por qué el señor X gana dos millones por año, mientras que el Presidente de la Corte Suprema o los filósofos o poetas más eminentes de la nación ganan mucho menos. Pero la cuestión no se refiere al señor X, sino a los consumidores. ¿Serían abastecidos los consumidores mejor y más barato si la ley impidiera a los empresarios más eficientes ampliar la esfera de sus actividades? La respuesta es claramente negativa. Si la actual escala de impuestos hubiera estado en vigor desde principios del siglo, muchos de los que hoy son millonarios vivirían en circunstancias más modestas. Pero todas las nuevas ramas de la industria que ofrecen a las masas artículos antes desconocidos, operarían caso de existir en una escala mucho más reducida y sus productos estarían fuera del alcance del hombre común.

El sistema de mercado hace a todos los hombres, en su condición de productores, responsables ante el consumidor. Esta dependencia es directa cuando se trata de empresarios, capitalistas, agricultores y profesionales, e indirecta, cuando se trata de aquellos que trabajan a sueldo o perciben salarios. El sistema económico de la división de trabajo, en el cual cada uno satisface sus propias necesidades sirviendo a los demás, no puede funcionar sí no hay un factor que ajuste los esfuerzos del productor a los deseos de aquellos para quienes produce. Si no se permite al mercado dirigir la totalidad del proceso económico, debe hacerlo necesariamente el gobierno.

Una economía de mercado libre es la que sirve mejor al hombre común

Los planes socialistas son absolutamente erróneos e irrealizables. Eso es otro tema. Pero los escritores socialistas ven, por lo menos, claramente que, con sólo paralizar el sistema de mercado, no se obtiene nada más que el caos. Cuando favorecen tales actos de sabotaje y destrucción lo hacen porque creen que el caos resultante preparará el camino para el socialismo. Pero los que pretenden querer preservar la libertad, mientras se empeñan en fijar precios, salarios y tasas de Interés a un nivel distinto al del mercado, se engañan a sí mismos. No hay más alternativa a la esclavitud totalitaria que la libertad.

No hay otra planificación para la libertad y el bienestar general que dejar funcionar el sistema de mercado. No hay otro medio que la iniciativa privada y la libertad de empresa para lograr la ocupación plena, el aumento de los salarios reales y un alto nivel de vida para el hombre común.

«Debemos honestamente reconocer que la economía de mercado tiene un fundamento burgués. Esto debe ser tanto más subrayado cuanto que la reacción romántica y socialista contra todo lo burgués ha logrado con éxito sorprendente transformar este concepto durante las últimas generaciones en una parodia de sí mismo, de la cual es muy difícil liberarse. La economía de mercado, y con ella la libertad política y social, sólo puede prosperar como parte integrante y bajo la protección de un sistema burgués. Esto implica la existencia de una sociedad, en la cual existen ciertos principios fundamentales que son respetados y colorean el conjunto total de las relaciones sociales: esfuerzo y responsabilidad individual, normas y valores absolutos, independencia basada en la propiedad, prudencia y espíritu de iniciativa, de previsión y de ahorro, sentimiento familiar, un sentido de la tradición y de la sucesión de las generaciones combinado con una visión amplia del presente y del futuro, firme disciplina moral, respecto al valor del dinero, el valor de afrontar la propia vida y sus incertidumbres, un sentido del orden natural de las cosas y una firme escala de valores».

Wilhelm Ropke: A Human Economy