Año: 8, Diciembre 1966 No. 140

Qué es el Capitalismo

Por AYN RAND

Extracto de un estudio publicado en THE OBJETIVIST NEWSLETTER en noviembre y diciembre de 1965.

La desintegración de la filosofía en el siglo XIX, y su colapso en el XX, produjeron un proceso semejante, aunque más lento y menos visible, en el desarrollo de la ciencia moderna.

La mejor prueba de esto puede verse en algunas ciencias relativamente jóvenes, como la psicología y la economía política. En la psicología podemos observar el intento de estudiar la conducta humana sin hacer una referencia al hecho de que el hombre es un ser consciente. En economía podemos observar el intento de estudiar y formular sistemas sociales sin hacer referencia al hombre.

Los economistas incluyendo a los partidarios del capitalismo definen su ciencia como el estudio de la dirección o la gerencia o la organización o la manipulación de los «recursos» de una «comunidad» o de una nación. No se define la naturaleza de estos «recursos»; se da por establecida su propiedad comunal y se entiende que el propósito de la economía política consiste en estudiar cómo utilizar estos recursos para el «bien común».

El hecho de que el principal «recurso» de que se está queriendo disponer es el hombre mismo, que es una entidad de naturaleza específica con capacidades y necesidades, recibe, si acaso, la más superficial atención. Se considera al hombre simplemente como uno de loa factores de la producción, al igual que la tierra, los bosques o las minas, y hasta como uno de los factores menos importantes, puesto que se dedica mayor atención a la influencia y a la calidad de estos recursos del que se concede a la función o a la calidad del hombre.

La economía política es, en efecto, una ciencia que arranca a medio camino. Observa que los hombres producen y trafican, y da por supuesto que siempre lo han hecho, dado que no requiere mayores consideraciones y se entrega al estudio del problema de cómo descubrir el mejor modo de que la comunidad disponga del esfuerzo humano.

Hay varias razones para esta consideración tribal del hombre. Una es la moral del altruismo; otra, es el predominio creciente del estatismo político entre los intelectuales del siglo XIX. Psicológicamente, la principal razón ha sido la dicotomía alma-cuerpo, que ha penetrado y saturado la cultura europea. La producción de bienes materiales fue considerada como una tarea degradante de orden inferior, impropia del hombre de intelecto, una tarea asignada a los esclavos o a los siervos desde el principio de la historia. La institución de la esclavitud duró, en una u otra forma, hasta bien entrado el siglo XIX, y sólo fue abolida políticamente por el advenimiento del capitalismo; fue abolida política, pero no intelectualmente.

El concepto del hombre como individuo libre e independiente ha sido totalmente extraño a la cultura de Europa, que desde sus raíces ha sido una cultura tribal. En el pensamiento europeo, la tribu ha sido la entidad única, y el hombre sólo una de sus células intercambiables. Y eso comprende lo mismo a los amos que a los siervos. Los amos han tenido sus privilegios sólo en virtud de los servicios que han prestado a la tribu, servicios considerados como de noble categoría: la fuerza armada y la defensa militar. Pero el noble, al igual que el siervo, fue sólo un mueble al servicio de la tribu: su vida y su propiedad pertenecían al rey. Debe recordarse que la institución de la propiedad privada, en el cabal y legal significado del término, nació sólo con el capitalismo, en las edades precapitalistas, la propiedad privada existía de facto, pero no de dejure; esto es, existía por costumbre y concesión y no por derecho ni por ley. En derecho y en principio toda la propiedad pertenecía al jefe de la tribu, el rey, y era tenida sólo por permiso y concesión del rey, quien podía revocarlas a su gusto en cualquier momento. (El rey podía expropiar, y de hecho expropió muchas veces, las propiedades de las nobles recalcitrantes, a través de todo el curso de la historia de Europa).

La filosofía americana de los derechos del hombre no ha sido nunca cabalmente captada por los intelectuales europeos. La idea de emancipación predominante en Europa ha consistido en el cambio del concepto del hombre como esclavo del Estado absoluto encarnado en el rey, al concepto del hombre como esclavo del Estado absoluto encarnado en el pueblo; es decir, en cambiar del estado de esclavitud respecto al jefe de la tribu, al estado de esclavitud respecto a la tribu. Una perspectiva no tribal de la existencia no podía haber penetrado en mentalidades que consideraban un timbre de nobleza el privilegio de gobernar por la fuerza física a los productores de bienes materiales.

Por esto, los pensadores europeos no se dieron cuenta del hecho de que, durante el siglo XIX, los galeotes habían sido reemplazados por los inventores de barcos de vapor y los herreros de aldea por los propietarios de altos hornos, y siguieron pensando en términos que resultan contradictorios entre sí, como los de «esclavitud del salario» o «el egoísmo antisocial de los industriales, que toman tanto de la sociedad sin dar nada en cambio», todo esto descansando sobre el axioma indiscutido de que la riqueza es un anónimo producto tribal. Semejante noción ha permanecido indisputada hasta hoy, y representa la premisa implícita y la base de la economía política contemporánea.

Este principio es compartido lo mismo por los enemigos que por los campeones del capitalismo, proporcionando a los primeros una cierta congruencia interna y desarmando a los últimos con una sutil pero aniquiladora aura de hipocresía moral, como lo prueban los intentos de éstos de justificar el capitalismo sobre la base del «bien común» o del «servicio al consumidor» o de «la mejor colocación de los recursos». (¿Los recursos de quién?).

Para que el capitalismo pueda ser entendido, es preciso denunciar e invalidar este principio tribal.

La humanidad no es una entidad, ni un organismo ni un agregado coralino. La entidad que interviene en la producción y en el comercio es el hombre, Y es con el estudio del hombre (y no con el de ese impreciso agregado llamado «comunidad») con lo que toda ciencia humanística tiene que empezar. Esta cuestión representa una de las diferencias epistemológicas entre las ciencias humanísticas y las ciencias físicas, y una de las causas del bien ganado complejo de inferioridad de aquéllas frente a éstas. Una ciencia física no se permitiría (al menos, no se ha permitido) ignorar o pasar por alto la naturaleza de su objeto. Semejante intento significaría algo así como una ciencia de la astronomía que contemplara el firmamento, pero se rehusara a estudiar cada una de las estrellas, planetas y satélites, o una ciencia de la medicina que estudiara la enfermedad, pero sin ningún conocimiento ni criterio de la salud y que tomara, como objeto básico de estudio, un hospital en su totalidad, sin prestar atención a los pacientes individuales.

Mucho puede aprenderse acerca de la sociedad estudiando al hombre. Pero la inversa no es verdadera: nada puede aprenderse del hombre estudiando la sociedad, es decir, estudiando relaciones entre entidades que no se han identificado ni definido. Sin embargo, éste ha sido el método adoptado por la mayor parte de los economistas. Su actitud, en efecto, equivale al siguiente postulado implícito: «El hombre es lo que se ajusta a las ecuaciones económicas». Y como claramente esto no es cierto, conduce al hecho curioso de que a pesar de la naturaleza práctica de su ciencia, los economistas son incapaces de poner de acuerdo sus abstracciones con los datos concretos de la existencia real.

Esto los lleva a una curiosa especie de doble patrón o de doble perspectiva en su modo de considerar a los hombres y los acontecimientos. Si observan sencillamente a un zapatero, no encuentran la menor dificultad en concluir que está trabajando para ganarse la vida; pero como economistas, dominados por el principio tribal, declaran que el propósito (y el deber) del zapatero es proveer de zapatos a. la saciedad. Si ven a un mendigo en la calle, lo identifican inmediatamente como un vago; pero en economía política, este mendigo viene a ser un «consumidor soberano». Si escuchan la doctrina comunista de que toda la propiedad pertenece al Estado, la rechazan con energía y sienten sinceramente que están dispuestos a combatir el comunismo hasta la muerte; pero en términos de economía política, hablan del deber del gobierno de realizar una «más justa distribución de la riqueza», y consideran a los hombres de negocios como «los mejores y más eficientes administradores de los recursos naturales de la nación».

Para rechazar esta premisa y para empezar por el principio en el estudio de la economía política y en la valuación de los varios sistemas sociales, debemos empezar por identificar la naturaleza del hombre, es decir, por determinar aquellas características esenciales que lo distinguen de todas las demás especies vivientes.

La característica esencial del hombre es su facultad racional. La mente del hombre es su medio básico de supervivencia y su único medio de adquirir el conocimiento. El hombre no puede sobrevivir, como los animales, atenido a la gula de las meras percepciones. No puede proveer a la satisfacción de sus necesidades físicas más elementales sino gracias a un proceso de pensamiento. Ha de recurrir a un proceso de pensamiento para descubrir cómo plantar y cultivar sus alimentos o cómo hacer armas para la caza. Sus solas percepciones podrán guiarlo hacia una cueva, si la hay a su alcance; pero hasta para construir una simple choza necesitará de un proceso de pensamiento. Ni sus percepciones ni sus instintos le dirán cómo hacer fuego, cómo tejer una tela, cómo fabricar instrumentos, cómo construir una rueda, cómo hacer un aeroplano, cómo ejecutar una apendicectomía, cómo producir una lámpara incandescente o un bulbo electrónico o un ciclotrón o una caja de cerillos. Y, sin embargo, su vida depende de estos conocimientos y sólo un acto volitivo de su conciencia, un proceso de pensamiento, puede proporcionárselos.

Un proceso de pensamiento es un proceso enormemente complejo de identificación y de integración que sólo una mente individual puede realizar. No existe algo así como un cerebro colectivo. Los hombres pueden aprender unos de otros; pero el aprendizaje requiere un proceso de pensamiento de parte de cada aprendiz individual. Los hombres pueden cooperar en el descubrimiento de nuevos conocimientos; pero esta cooperación requiere el ejercicio independiente, por cada científico individual, de sus facultades racionales. Los hombres constituyen la única especie viviente que puede trasmitir y difundir su acerbo de conocimientos de generación en generación; pero esta transmisión requiere un proceso de pensamiento de parte de cada uno de los individuos que la reciben. Pruebas de esto son la decadencia de las civilizaciones y las épocas tenebrosas de la historia del progreso humano, cuando los conocimientos acumulados por siglos se esfumaron de las vidas de hombres que no supieron o no quisieron o a quienes no les fue permitido pensar.

Para sustentar su vida cada especie viviente tiene que seguir cierto curso de acción requerido por su naturaleza. La acción requerida para sustentar la vida humana es, primordialmente, intelectual. Todo lo que el hombre necesita tiene que ser descubierto por su mente y producido por su esfuerzo. La producción es la aplicación de la razón al problema de la supervivencia.

Si algunos hombres optan por no pensar, sólo pueden sobrevivir imitando y repitiendo por rutina un plan de trabajo descubierto por otros; pero estos otros tuvieron que descubrirlo o ninguno habría sobrevivido. Si algunos hombres optan por no trabajar, sólo pueden sobrevivir, temporalmente, apoderándose de los bienes producidos por otros; pero estos otros tuvieron que producir esos bienes o ninguno habría sobrevivido. Cualquiera que sea la elección que a este respecto haga cada individuo o cada grupo de individuos, cualquiera que sea la ceguera, la irracionalidad o la perversidad del camino que elijan, siempre seguirá siendo cierto que la razón es el medio humano de supervivencia y que los hombres prosperan o fracasan, sobreviven o perecen en la medida de su racionalidad.

Como el conocimiento, el pensamiento y la acción racional son propiedades del individuo; como la elección de ejercitar o no ejercitar su facultad racional depende del individuo, la supervivencia del hombre requiere que los que piensan estén libres de interferencias de los que no piensan. Como los hombres no son omniscientes ni infalibles, deben ser libres de asentir o disentir, de cooperar con otros o seguir cada uno su propio camino, de acuerdo con su propio juicio racional. La libertad es el requisito fundamental de la mente humana.

Una mente racional no trabaja sujeta a compulsión; no subordina su su percepción de la realidad a las órdenes, directrices o controles de nadie; no sacrifica sus conocimientos, su concepción de la verdad, a las opiniones, amenazas, deseos, planes o bienestar de nadie. Esta mente puede ser estorbada por otros, puede ser acallada, proscrita, aprisionada o destruida; pero no puede ser forzada. Una pistola no es un argumento. Ejemplo y símbolo de esta actitud es Galileo.

Todos los conocimientos de la humanidad y todas las realizaciones que ha logrado provienen de la obra y de la inflexible integridad de estas mentes de intransigentes innovadores. Es a ellas a quienes la humanidad debe su supervivencia. El mismo principio rige para todos los hombres en cualquier nivel de habilidad o de ambición en que están colocados. En la medida en que un hombre es guiado por su juicio racional, obra de acuerdo con la exigencia de su naturaleza y en esta medida logra realizar una forma humana de supervivencia y bienestar. En la medida en que obra irracionalmente, obra como su propio destructor.

El concepto de los derechos individuales es el reconocimiento social de la naturaleza racional del hombre, de la relación entre su supervivencia y el uso de su razón.

Aquí he de recordar que los derechos son un principio moral que define y sanciona la libertad de acción del hombre en una estructura social; que los derechos derivan de la naturaleza del hombre como ser racional y representan una condición necesaria de su modo especifico de supervivencia. Recordaré también que el derecho a la vida es la fuente de todos los derechos, incluso el derecho de propiedad.

En relación con la economía política, este último derecho requiere énfasis especial. El hombre tiene que trabajar y producir para sustentar su vida. Tiene que sustentarla por su propio esfuerzo y bajo la guía de su propia mente. Si no puede disponer del producto de su esfuerzo, no puede disponer de su esfuerzo; si no puede disponer de su esfuerzo no puede disponer de su vida. Sin derecho de propiedad ningún otro derecho puede ejercitarse.

Ahora, en presencia de estos datos, consideremos la cuestión: ¿qué sistema social es adecuado al hombre?

Un sistema social es un conjunto de principios morales, políticos y económicos incorporados en las leyes, las instituciones y el gobierno de una sociedad, que determina las relaciones, los términos de la asociación entre los hombres que viven en una determinada área geográfica. Es evidente que estos términos y relaciones dependen de la identificación que se haga de la naturaleza del hombre y serán diferentes si se aplican a una sociedad de seres racionales o a un hormiguero. Es claro que serán radicalmente diferentes si los hombres tratan entre sí como individuos libres e independientes, sobre la base de que cada uno es un fin en sí mismo, o si tratan como miembros de un conjunto en que cada uno considera a los demás como medios para sus propios fines y como medios para los fines del grupo como unidad total.

Hay sólo dos cuestiones fundamentales (o dos aspectos en la misma cuestión) que determinan la naturaleza de un sistema social. Son: ¿este sistema reconoce los derechos individuales? ¿Excluye la fuerza física de las relaciones humanas? La respuesta a la segunda pregunta será la realización práctica de la respuesta que se dé a la primera.

¿Es el hombre una entidad individual soberana, dueña de su persona, de su mente, de su vida, de su trabajo de sus productos, o es un objeto de propiedad e la tribu (Estado, sociedad, colectividad), que pueda disponer de él como le plazca, dictarle sus convicciones, reescribir el curso de su vida, controlar su trabajo y despojarlos de sus productos? ¿Tiene el hombre derecho de existir para sí mismo o nace en la esclavitud como siervo obligado a pagar por su vida con servicios prestados a la tribu, sin esperanza de emancipación? Esta es la primera cuestión que hay que resolver. Todo lo demás son consecuencias y aplicaciones prácticas. La cuestión básica es solamente: ¿Es libre el hombre?

En toda la historia de la humanidad, el capitalismo es el único sistema que responde: Sí.

El capitalismo es un sistema social basado en el reconocimiento de los derechos individuales, incluso el derecho de propiedad, en el que toda propiedad es poseída individualmente.

El reconocimiento de los derechos individuales lleva consigo la exclusión de la fuerza física de las relaciones humanas. Básicamente, los derechos sólo pueden ser violados por medio de la fuerza. En una sociedad capitalista, ningún hombre ni ningún grupo puede iniciar el uso de la fuerza física contra los demás La única función del gobierno en esta sociedad es la tarea de proteger los derechos del hombre, es decir, la tarea de protegerlo de la fuerza física. El gobierno actúa como agente del derecho de defensa del hombre y puede usar la fuerza sólo en represalia y sólo contra aquellos que inicien su uso. Así, el gobierno es el medio para colocar el uso en represalia de la fuerza bajo control objetivo.

Es el hecho metafísico básico de la naturaleza del hombre, de la relación entre su supervivencia y el uso de su razón, lo que el capitalismo reconoce y protege.

En una sociedad capitalista, todas las relaciones humanas son voluntarias. Los hombres son libres de cooperar o no, de tratar con otro o no tratar, según les dicte su propio juicio individual, sus convicciones y sus intereses. Pueden tratar entre sí sólo en términos y por medio de la razón, esto es, por medio de la discusión, la persuasión y el pacto voluntario por libre elección para beneficio mutuo. El derecho de consentir con otros no es problema en ninguna sociedad; lo que es crucial es el derecho de disentir. La institución de la propiedad privada protege y pone en práctica el derecho de disentir, y así deja abierto el camino para el más valioso atributo del hombre (valioso, personal, social y objetivamente): la mente creadora. Esta es la diferencia radical entre el capitalismo y el colectivismo.

La justificación moral del capitalismo no radica en el argumento altruista de que representa el mejor medio de realizar el «bien común». Es cierto que el capitalismo es, indudablemente, el mejor medio de realizar ese bien común (si acaso este término tiene algún sentido); pero esto es solamente una consecuencia secundaria. La justificación moral del capitalismo radica en el hecho de que es el único sistema adecuado a la naturaleza racional del hombre, que protege la supervivencia del hombre en tanto que hombre y cuyo principio rector es la justicia.

Todo sistema social está basado expresa o implícitamente en alguna teoría ética. La noción tribal del bien común ha servido de justificación moral a la mayor parte de los sistemas sociales y a todas las tiranías de la historia. El grado de esclavitud o de libertad de una sociedad corresponde al grado en que este principio tribal ha sido invocado o ignorado.

El bien común (o el interés público) es un concepto indefinido e indefinible. No existe una entidad real que sea la tribu o el público. La tribu (o el público o la sociedad) no es sino un cierto número de individuos humanos. Nada puede ser un bien para la tribu como tal; bien y valor corresponden sólo a un organismo vivo, a un organismo vivo individual y no a una incorpórea red de relaciones.

El bien común es un concepto carente de sentido, a menos de que se tome literalmente; y en este caso, su único significado posible es: la suma de los bienes de todos los individuos. Pero entonces el concepto carece de sentido como criterio moral, porque deja abierta la cuestión acerca de cuál es el bien de los individuos y cómo se determina..

Pero es que el término no se usa generalmente en su sentido literal. Se le acepta y se le usa precisamente por su carácter elástico, indefinible y místico, que sirve, no como la moral, sino como evasión de la moralidad. Puesto que el bien no es algo aplicable a lo incorpóreo, el término viene a. ser simplemente un cheque moral en blanco a. favor de quienes presumen de encarnar ese bien.

Cuando el bien común de una sociedad es considerado como algo distinto y por encima del bien individual de sus miembros, significa que el bien de algunos adquiere preferencia sobre el bien de otros, condenando a estos otros el estado de víctimas sacrificiales. En estos casos, se presupone tácitamente que el bien común significa el bien de la mayoría en contra de la minoría o del individuo. Obsérvese el hecho significativo de que esta presunción es tácita. Aun las mentalidades más colectivizadas parecen percibir la imposibilidad de justificar esto moralmente. Pero el bien de la mayoría es sólo un pretexto y un engaño, porque, de hecho, la violación de los derechos de un individuo significa la abrogación de todos los derechos y deja a la inerme mayoría en poder de cualquier pandilla que proclame ser la voz de la sociedad y se ponga a. gobernar por la fuerza física, hasta que se vea depuesta por otra pandilla que emplee los mismos medios.

¿Qué es lo que permite que las víctimas y, lo que es peor, los observadores, acepten ésta y otras atrocidades históricas semejantes y todavía se aferren al mito del bien común? La respuesta está en la filosofía, en las teorías filosóficas sobre la naturaleza de los valores morales.

Hay, en esencia, tres escuelas de pensamiento acerca de la naturaleza del bien: la intrínseca, la subjetiva y la objetiva. La teoría intrínseca sostiene que el bien es inherente a ciertas cosas o a ciertas acciones como tales, independientemente de sus circunstancias y de sus consecuencias, independientemente de los beneficios o daños que puedan causar a los sujetos afectados. Es una teoría que separa el concepto del bien del beneficiario y el concepto de valor de todo valuador y de todo propósito, afirmando que el bien es bien en sí mismo y por sí mismo.

La teoría subjetivista sostiene que el bien no guarda relación con los hechos de la realidad, que es el producto de la conciencia del hombre, creado por sus sentimientos, sus deseos, sus intuiciones o sus caprichos, y que es meramente un «postulado arbitrario», o un «compromiso emocional».

La teoría intrínseca sostiene que el bien reside en alguna forma de realidad independiente de la conciencia del hombre; la teoría subjetivista sostiene que el bien reside en la conciencia del hombre, independientemente de la realidad.

Por su parte, la teoría objetiva sostiene que el bien no es un atributo de las «cosas en sí mismas» ni de los estados emocionales del hombre, sino una valuación de los hechos de la realidad por la conciencia del hombre, de acuerdo con un patrón racional de valor. (Racional en este caso significa: derivado de los hechos de la realidad y validado por un proceso de la razón). La teoría objetiva sostiene que el bien es un aspecto de la realidad en relación con el hombre que debe ser descubierto, no inventado, por el hombre. Para una teoría objetiva de los valores es fundamental la cuestión: ¿valor para quién y para qué? Una teoría objetiva no permite omitir la circunstancia ni sustraer el concepto; no permite separar el valor del propósito, el bien del beneficiario y las acciones del hombre, de su razón.

De todos los sistemas sociales en la historia de la humanidad, el capitalismo es el único sistema basado en una teoría objetiva de los valores.

La teoría intrínseca y la teoría subjetivista, o una mezcla de ambas, son la base indispensable de toda dictadura, de toda tiranía y de todas las variantes del Estado absoluto. Sea que estas teorías sean sostenidas en una forma consciente o en una forma subconsciente, ya sea en la forma expresa de un tratado filosófico o en el confuso caos de los ecos de éste en los sentimientos del hombre común, estas teorías hacen posible para un hombre creer que el bien es independiente de la mente humana y que puede ser realizado por la fuerza física.

Si un hombre cree que ciertos actos son en sí intrínsecamente buenos, no dudará en forzar a. otros a ejecutarlos. Si cree que el beneficio o el daño causado a los hombres por tales actos carece de importancia, verá un mar de sangre como algo carente de importancia. Si cree que los beneficiarios de esos actos carecen de significación propia o que son sustituibles unos por otros, considerará las matanzas en masa como su deber moral en servicio de un bien «más alto». Ha sido la teoría intrínseca de los valores la que produjo un Robespierre, un Lenin, un Stalin, un Hitler. No es mera casualidad el que Eichmann fuera kantiano.

Si otro hombre cree que el bien es fruto de una elección subjetiva arbitraria, la disyuntiva entre el bien y el mal se convertirá para él en ésta: mis sentimientos o los de los otros. Con este hombre no hay medio de comunicación o de entendimiento. La razón es el único medio de comunicación entre los hombres, y la realidad objetivamente perceptible su único cuadro de referencia. Cuando éstos se invalidan o se estiman insignificantes en el campo de la moral, la fuerza viene a ser el único medio de trato entre los individuos. Cuando el subjetivista propugna la realización de su ideal social, se siente autorizado moralmente a subyugar a los demás «por su bien» (de ellos), puesto que siente que él posee el bien y que a su realización sólo se ponen los equivocados sentimientos de los otros.

Así, en la práctica, los sostenedores de la teoría intrínseca y los de la teoría subjetivista se mezclan y confunden. Y también se confunden en términos de su psico-epistemología. Porque ¿cómo descubren los moralistas de la escuela intrínseca, su «bien trascendental» si no por medio de sus personales intuiciones y revelaciones no racionales, es decir, por medio de sus sentimientos?

Es dudoso que alguien pueda sostener cualquiera de estas teorías como una expresa, aunque equivocada convicción; pero ambas sirven como racionalizaciones del afán de poder y de gobierno por la fuerza bruta, dejando suelto al tirano en potencia y desarmando a sus víctimas.

La teoría objetiva de los valores es la única teoría moral incompatible con el régimen de la fuerza. Y el capitalismo es el único sistema basado implícitamente en una teoría objetiva de los valores. La tragedia es que esto no se ha puesto nunca en claro.

Si uno sabe que el bien es objetivo, esto es, determinado por la naturaleza de la realidad, pero que tiene que ser descubierto por la mente del hombre, se da uno cuenta de que cualquier intento de realizar el bien por la fuerza física es una monstruosa contradicción, que niega de raíz la moralidad, destruyendo la capacidad del hombre para reconocer el bien; esto es, su capacidad de valuar. La fuerza invalida y paraliza el juicio humano, exigiendo al hombre que actúe en contra de su juicio y haciéndolo con esto moralmente impotente. Un valor que está uno forzado a aceptar al precio de anular su propia mente no es un valor para nadie. Pretender hacer el bien por la fuerza es como dotar a un hombre de una galería de pinturas al precio de sacarle los ojos. Los valores no pueden existir (no pueden ser valuados) sin atender al conjunto total de la vida, las necesidades, los propósitos y los conocimientos del hombre.

La teoría objetiva de los valores impregna la estructura toda de una sociedad capitalista.

El reconocimiento de los derechos individuales implica el reconocimiento del hecho de que el bien no es una inefable abstracción en alguna dimensión sobrenatural, sino un valor perteneciente a la realidad, a esta tierra, a las vidas de seres humanos individuales. (Recuérdese el derecho a la búsqueda de la felicidad). Implica que el bien no puede ser separado de la idea del beneficiario, que los hombres no pueden ser considerados intercambiables y que nadie, ni el individuo ni la tribu, puede pretender realizar el bien de algunos al precio de la inmolación de otros.

El mercado libre representa la aplicación social de una teoría objetiva de los valores. Como los valores tienen que ser descubiertos por la mente humana, los hombres deben ser libres para descubrirlos, para pensar, para estudiar, para traducir su conocimiento a formas físicas, para ofrecer sus productos en intercambio, para justipreciarlos y para elegirlos, trátese de bienes materiales o de ideas, lo mismo una pieza de pan que un tratado filosófico. Puesto que los valores tienen que ser establecidos en relación con las circunstancias, cada hombre debe juzgar por sí mismo, dentro del ámbito de sus propios conocimientos, intereses y propósitos. Puesto que los valores están determinados por la realidad de la naturaleza, es esta realidad la que sirve como árbitro final de los hombres. Si el juicio del hombre es correcto, la recompensa será suya; si es incorrecto, él será la víctima.

En relación con un mercado libre, es particularmente importante entender la distinción entre los conceptos de valor intrínseco, subjetivo y objetivo. El valor de mercado de un producto no es un valor intrínseco, no es un «valor en sí mismo» suspendido en el vacío. Un mercado libre no pierde nunca de vista la cuestión: ¿valioso para quién? Dentro del amplio campo de la objetividad, el valor de mercado de un producto no refleja su valor filosóficamente objetivo, sino sólo su valor socialmente objetivo.

Por filosóficamente objetivo entiendo un valor estimado desde el punto de vista de lo óptimo posible al hombre, es decir, estimado por el criterio de la mente más racional poseedora de los mayores conocimientos en una categoría dada en un periodo determinado y en una circunstancia definida. (Nada puede ser estimado en relación con circunstancias indefinidas). Por ejemplo, puede probase por razón que el aeroplano es objetivamente de mucho mayor valor para el hombre (para el hombre ideal) que la bicicleta; puede demostrarse que las obras de Víctor Hugo son objetivamente más valiosas que las revistillas de «confidencias». Pero si la capacidad intelectual de un hombre determinado le permite apenas disfrutar de estas revistillas, no hay ninguna razón para exigirle que gaste sus escasos recursos (que son el producto de su esfuerzo) en adquirir libros que no es capaz de leer; ni hay por qué imponerle que contribuya al sostenimiento de la industria aeronáutica, si sus necesidades de transporte no van más allá del alcance de una bicicleta. Y, por otro lado, tampoco hay ninguna razón para que el resto de la humanidad haya de ser retenido al nivel del gusto literario, de la capacidad industrial y de la potencialidad económica de este hombre. Los valores no se determinan por decreto ni por voto mayoritario.

Así como el número de sus adeptos no es prueba de la verdad o falsedad de una idea, ni del mérito o demérito de una obra de arte ni de la eficacia o ineficacia de un producto, así también el valor de mercado de los bienes y servicios no representa necesariamente su valor filosóficamente objetivo, sino sólo su valor socialmente objetivo, esto es: la suma de los juicios individuales de todos los hombres comprendidos en un momento dado en el tráfico de esos bienes o servicios, la suma de lo que ellos valúan, cada uno dentro de la circunstancia de su propia vida.

De este modo, un manufacturero de lápices labiales puede amasar una fortuna mucho mayor que la de un fabricante de microscopios, aun cuando pueda racionalmente demostrarse que los microscopios son científicamente mucho más valiosos que los lápices labiales. Sí, pero valiosos ¿para quién? Un microscopio no es valioso generalmente para una modesta taquígrafa que lucha por ganarse la vida con su trabajo, y, en cambio, un lápiz labial sí lo es. Un lápiz labial puede significar para ella la diferencia entre la confianza en sí misma y la desconfianza entre el esplendor y el sudor.

Pero esto no significa, sin embargo, que los valores que rigen el mercado sean subjetivos. Si esta taquígrafa gasta todo su dinero en cosméticos, sin reservar nada para el uso de un microscopio en el momento en que lo necesite (cuando tenga que pagar por ello con ocasión de un análisis de laboratorio para su salud), aprenderá que debe hacer una mejor distribución de sus ingresos. El mercado libre le servirá de preceptor: no tendrá manera de hacer pagar a otros por los errores de ella. Si ha actuado con prudencia, tendrá a su disposición el microscopio para sus propias y especiales necesidades y no más; pagará por él en la medida en que le importa y no tendrá que tributar para sostener todo un hospital, ni un laboratorio de investigaciones, ni el viaje a la Luna de una cápsula espacial. Dentro de su propia capacidad productiva, pagará una parte del costo de los adelantos científicos, en la ocasión y en la medida en que los necesite. No tiene ningún deber social; su propia vida es su propia responsabilidad, y la única cosa que el sistema capitalista le exige es la única cosa que la naturaleza exige: racionalidad, esto es: que viva y obre de acuerdo con lo mejor de su propio juicio.

Dentro de cada categoría de bienes y servicios ofrecidos en un mercado libre, es el proveedor del mejor producto al más bajo precio el que obtiene el mayor rendimiento económico en ese campo; no automática ni inmediatamente ni por decreto, sino por virtud del libre mercado, que enseña a cada participante a buscar lo mejor objetivo dentro de la categoría de su propia competencia y castiga a los que actúan por consideraciones irracionales.

Y adviértase aquí que un mercado libre no nivela a todos los hombres con un rasero, que los criterios intelectuales de la mayoría no rigen ni un mercado libre ni una sociedad libre, y que los hombres excepcionales, los innovadores, los gigantes intelectuales no se ven detenidos por la mayoría. De hecho, son los miembros de esta minoría selecta los que elevan a toda una sociedad libre al nivel de sus propias realizaciones, en tanto que ellos siguen ascendiendo más y más.

Un mercado libre es un proceso continuo que no puede ser detenido, es un proceso progresivo que exige lo mejor (lo más racional) de cada hombre y lo retribuye en proporción. Cuando la mayoría estaba asimilando apenas el valor del automóvil, la minoría creadora introdujo el aeroplano. La mayoría aprende por demostración; la minoría es libre de demostrar. El valor filosóficamente objetivo de un nuevo producto sirve como preceptor de quienes están dispuestos a ejercer su facultad racional, cada uno en la medida de su habilidad. Los que no están dispuestos, pierden la recompensa, lo mismo que los que aspiran a más de lo que su habilidad puede producir. El inerte, el irracional, el subjetivista, carecen de poder para detener a sus mejores.

La pequeña minoría de los adultos que, aunque estén dispuestos, son incapaces de trabajar, tiene que depender de la caridad voluntaria. La mala fortuna no es un título para imponer la servidumbre. No hay eso del derecho a consumir; la necesidad no da derecho a controlar y a destruir a aquellos sin los cuales uno sería incapaz de sobrevivir. (En cuanto a las depresiones y al desempleo en masa, hay que advertir que no son causados por el mercado libre, sino por la interferencia de los gobiernos en la economía).

Los parásitos mentales, los imitadores que tratan de proveer a lo que consideran que es el gusto conocido del público, se ven constantemente superados por los innovadores, cuyos productos elevan el conocimiento y el gusto del público a más altos niveles. Y es por esto por lo que puede afirmarse que un mercado libre está regido no por los consumidores sino por los productores. Los más prósperos son los que descubren nuevos campos de producción, campos cuya existencia se ignoraba.

Puede ocurrir que un producto nuevo no sea debidamente apreciado desde luego, sobre todo si constituye una innovación demasiado radical; pero salvo casos excepcionales, se impondrá a la larga. Y en este sentido puede decirse que el mercado libre no está regido por el criterio intelectual de la mayoría, la que prevalece sólo en un momento dado. El mercado libre está regido por aquellos que son capaces de ver y de planear a largo alcance; y mientras más fina la mente, más largo el alcance.

El valor económico del trabajo de un hombre en un mercado libre está determinado por un solo principio: por el consentimiento voluntario de aquellos que están dispuestos a darle en cambio su trabajo o sus productos. Este es el sentido moral de la ley de la oferta y la demanda: representa el repudio total de dos doctrinas viciosas: el principio tribal y el altruismo. Representa el reconocimiento del hecho de que el hombre no es propiedad ni siervo de la tribu, que el hombre trabaja para sostener su propia vida (que es a lo que está obligado por su propia naturaleza), que ha de ser guiado por su propio interés racional y que si quiere tratar con Ios otros, no puede esperar que ellos sean sus víctimas sacrificiales, no puede esperar recibir de ellos valores sin darles en cambio valores equivalentes. Y el solo criterio de lo que es equivalente, a. este respecto, es el juicio libre, voluntario y exento de coacción de los contratantes.

La mentalidad tribal ataca este principio por dos lados aparentemente opuestos. Por un lado, se alega que el mercado libre es injusto para el genio y, por otro, que lo es para el hombre común. La primera objeción se expresa generalmente con una pregunta como ésta: ¿por qué Elvis Presley gana más dinero que Einstein? La respuesta es: porque los hombres trabajan para sostener su vida y disfrutar de ella, y si muchos encuentran un valor en Elvis Presley, tienen todo el derecho de gastar su dinero en obtener su propia satisfacción. La fortuna que tiene Presley no se la ha quitado a los que no gustan de su trabajo (yo soy de ellos) ni se la ha arrebatado a Einstein, ni estorba la actividad de Einstein. ni impide que Einstein logre la estimación y el sostén que merece en una sociedad libre en el nivel intelectual apropiado.

Consideremos ahora la segunda objeción, la que alega que un hombre de aptitud común está en injusta desventaja en un mercado libre.

Ved más allá del alcance del momento, vosotros los que clamáis que teméis competir con hombres de inteligencia superior, los que decís que la inteligencia de los más aptos es una amenaza a vuestras vidas, que el fuerte no deja oportunidad al débil en un mercado de trato voluntario. Cuando vivís en una sociedad racional, donde los hombres son libres para contratar, estáis recibiendo un beneficio incalculable: el valor material de vuestro trabajo está determinado no sólo por vuestro esfuerzo, sino por el esfuerzo de las mejores mentes productivas que existen en el mundo que os rodea.

La máquina, esta forma materializada de la inteligencia viva, es la fuerza que expande la potencia de vuestras vidas, elevando la productividad de vuestro tiempo. Cada hombre es libre para elevarse tan alto como quiera y pueda; pero sólo la medida en que piense determinará la altura a que llegue.

La labor física, como tal, no se extiende más allá del alcance del momento. El hombre que no hace sino trabajo material, consume el equivalente de valor material de su propia contribución al proceso de la producción y no deja ningún valor excedente ni para sí mismo ni para los demás. Pero el hombre que produce una idea en cualquier campo de la actividad racional, el hombre que descubre nuevos conocimientos, es el benefactor permanente de la humanidad. Sólo el valor de una idea puede ser compartido con un número ilimitado de hombres haciendo a todos los partícipes, más ricos, sin pérdida ni sacrificio de ninguno, elevando la capacidad productiva de cualquier labor que ejecuten.

En proporción a la energía mental que gasta el hombre que crea un nuevo invento, no recibe sino un mínimo porcentaje de su valor en términos de pago material, cualquiera que sea la fortuna que logre, cualquiera que sea el número de millones que gane. Pero el hombre que trabaja de portero en una fábrica que produjo ese invento, recibe un pago enorme en proporción al esfuerzo mental que su trabajo requiere de él. Y lo mismo es cierto de todos los hombres colocados en la escala en cualquier nivel de ambición o habilidad. El que está en la cúspide de la pirámide intelectual contribuye más que ningún otro al bien de todos los que están debajo de él y, sin embargo, no obtiene nada fuera de su pago material, no recibe de los demás ningún beneficio intelectual que añadir al valor de su tiempo. El hombre colocado en el punto ínfimo de la escala, que abandonado a sí mismo perecería en su ineptitud sin esperanza, no contribuye en nada para los que están arriba de él y recibe, sin embargo, el beneficio de los cerebros de todos.

Tal es la competencia entre el fuerte y el débil intelectual. Tal es el sistema de «explotación» por el que habéis condenado al fuerte.

Y ésta es la relación del capitalismo con la mente y con la supervivencia del hombre.

El magnífico progreso realizado por el capitalismo en un breve periodo de tiempo, el mejoramiento espectacular de las condiciones de la existencia humana sobre la Tierra, es un hecho histórico que no puede ser ocultado, evadido ni desfigurado por toda la propaganda de los enemigos del capitalismo. Pero lo que hay que hacer notar con especial énfasis es el hecho de que este progreso fue logrado por medios no sacrificiales.

El progreso no puede obtenerse por privaciones forzadas, exprimiendo un «excedente social» de víctimas desfallecientes. El progreso proviene sólo del excedente individual, es decir, del trabajo, de la energía, de la superabundancia creadora de aquellos hombres que son capaces de producir más de lo que su consumo personal requiere, de aquellos que son intelectual y económicamente capaces de buscar lo nuevo, de mejorar lo conocido, de ir hacia adelante. En una sociedad capitalista en que tales hombres son libres de funcionar y de tomar sus propios riesgos, el progreso no exige un sacrificio para algún remoto futuro; es parte de la vida presente, es lo normal y lo natural, es logrado al mismo tiempo y en la medida en que los hombres viven y disfrutan de sus propias vidas.

Considérese ahora la otra alternativa: la sociedad tribal, donde todos los hombres ponen sus esfuerzos, sus valores, sus ambiciones y sus anhelos en una olla común, esperando hambrientos alrededor del borde, mientras el capataz de una banda de cocineros la menea, con una bayoneta en una mano y un cheque en blanco sobre las vidas de todos en la otra. El más claro ejemplo de este sistema es la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas.

Hace medio siglo, los capataces soviéticos ordenaron a sus súbditos ser pacientes, aceptar privaciones y hacer sacrificios para la industrialización del país, prometiéndoles que esto sería sólo temporal, que la industrialización les traería la abundancia y que el progreso soviético sobrepasaría al del occidente capitalista.

Hoy, la Rusia soviética sigue siendo incapaz de alimentar a su pueblo, aunque los cabecillas se atropellan por copiar, tomar o robar los adelantos técnicos del occidente. La industrialización no es una meta estática; es un proceso dinámico con un rápido índice de obsolescencia. Por esto, los infelices siervos de una economía tribal planificada, que desfallecían de hambre esperando generadores eléctricos y tractores, están ahora muriendo de hambre en espera de fuerza atómica y viajes interplanetarios. En un «Estado del Pueblo», el progreso de la ciencia es una amenaza para el pueblo y cada adelanto se obtiene extrayéndolo del enjuto pellejo del pueblo.

No es ésta la historia del capitalismo.

La abundancia de Estados Unidos de América no fue creada por sacrificios públicos al bien común, sino por el genio productivo de hombres libres que buscaron sus propios intereses personales, labrando sus propias fortunas privadas. No hambrearon al pueblo para pagar por la industrialización. Dieron al pueblo mejores ocupaciones, salarios más altos y mercancías más baratas con cada nueva máquina que inventaron, con cada nuevo descubrimiento científico y cada nuevo adelanto técnico, y así todo el país avanzó paso a paso en la senda del progreso, lucrando y no padeciendo.

Pero, ¡cuidado con invertir la relación de causa a efecto! El bien de la nación fue posible, precisamente, porque no fue impuesto sobre nadie como deber moral; resultó meramente como efecto. La causa fue el derecho del hombre a procurar su propio bien. Es este derecho y no sus consecuencias lo que representa la justificación moral del capitalismo.

Pero este derecho es incompatible con la teoría intrínseca y con la teoría subjetiva de los valores, con la moral altruista y con el principio tribal. Bien claro se ve cuál es el atributo humano que se rechaza cuando se rechaza la objetividad: y a la vista de los éxitos del capitalismo, bien claro se ve contra qué atributo humano están coludidos la moral altruista y el principio tribal: contra la mente del hombre, contra la inteligencia y especialmente contra la inteligencia aplicada a los problemas de la supervivencia humana, esto es, contra la habilidad productiva. Mientras el altruismo trata de despojar a la inteligencia de sus logros, sosteniendo el deber moral del apto de servir al inepto y de sacrificarse por las necesidades de cualquiera, el principio tribal da un paso más allá: niega la existencia de la inteligencia y su función en la producción de la riqueza.

Es inmoral considerar la riqueza como un anónimo producto tribal y hablar de redistribuirla. La idea de que la riqueza es resultado de algún confuso proceso colectivo en el que todos pusieron algo sin que pueda determinarse qué hizo cada quien (de donde pudiera surgir la necesidad de alguna forma de equitativa distribución), podría quizá ser adecuada en la jungla para una horda salvaje transportando piedras por bruta fuerza física (aunque, aun allí, alguien tuvo que haber iniciado y organizado el transporte); pero sostener esta idea en una sociedad industrial, donde la labor individual está pública y precisamente identificada, es tan crasa falsedad que aun concederle el beneficio de la duda resulta indecoroso.

Cualquiera que haya sido alguna vez empleador o empleado, que haya visto a los hombres trabajando o haya ejecutado él mismo una sola honrada jornada de labor, sabe la importancia crucial que en todos y cada uno de los géneros de trabajo, desde el más bajo hasta el más alto, tienen la habilidad, la inteligencia, la mente competente y concentrada. Y sabe que la habilidad, o la falta de habilidad (real o simulada), constituye una diferencia de vida o muerte en cualquier proceso productivo. La evidencia de esto es tan clara y abrumadora -teórica y prácticamente, lógica y empíricamente, en los acontecimientos de la historia y en los sucesos cotidianos de la vida de cada quien que nadie puede alegar ignorancia. Errores de tal magnitud nunca son inocentes. Cuando los grandes industriales amasan fortunas en un mercado libre (esto es, sin el uso de la fuerza y sin asistencia o interferencia del gobierno) crean riqueza nueva; no se la quitan a los que la han creado. ¡Y si lo dudáis, echad una mirada al «producto social total» y al estándar de vida de aquellos países donde a esos hombres no se les ha permitido existir!

Obsérvese cuán raras veces y de qué manera tan inapropiada se trata de la inteligencia humana en los escritos de los teorizantes de la posición tribal-estatista-altruista. Obsérvese cómo los partidarios actuales de una economía mixta evaden y evitan cuidadosamente toda mención de la inteligencia y de la habilidad en sus análisis de las cuestiones político-económicas, en sus alegatos, en sus exigencias por los grupos de presión para el saqueo del «producto social total».

Con frecuencia se pregunta: ¿por qué el capitalismo ha sido destruido, a pesar de sus incomparables beneficios? La respuesta radica en el hecho de que la savia vital que nutre a todo sistema social es la filosofía dominante en la cultura de ese sistema, y el capitalismo ha carecido de una base filosófica. Fue el producto final y teóricamente incompleto de la influencia aristotélica. Cuando una nueva ola de misticismo inundó la filosofía del siglo XIX, el capitalismo quedó abandonado en un vacío intelectual, rota su vena nutricia. Ni su sentido moral, ni aun sus principios políticos, han sido cabalmente entendidos y definidos. Sus supuestos defensores lo consideraron compatible con los controles gubernamentales, es decir, con la interferencia del gobierno en la economía, ignorando el sentido y las implicaciones del concepto de «laissez faire». Y así, lo que en la práctica existió en el siglo XIX no fue el capitalismo puro, sino varias economías mezcladas en diversos grados. Y como los controles requieren y engendran nuevos controles, fue el elemento estatista de las mezclas el que las arruinó y fue el elemento capitalista libre el que cargó con la culpa.

El capitalismo no puede sobrevivir en una cultura dominada por el misticismo y por el altruismo, por la dicotomía alma-cuerpo y por el principio tribal.

Ningún sistema social, ninguna institución, ninguna actividad humana puede sobrevivir sin una base moral.