Año: 11, Octubre 1969 No. 207

Perspectivas Del Ahorro Y La Inversión

[i]

Ludwig Von Mises

1. Escribiendo en 1817. David Ricardo observaba en sus Principios de Economía Política y Tributación que «la inseguridad real o supuesta del capital que no se encuentra bajo el inmediato control de su propietario» frena la emigración de capital. Así, la mayor parte de los hombres prefieren una baja tasa de beneficio en su propio país que un empleo más ventajoso de su riqueza en países extranjeros[ii]. Esto se dijo, precisamente, en la víspera de la época que será recordada en la historia como el periodo en el cual el aislamiento de los diversos mercados locales y nacionales cedió el paso a la formación de un comercio mundial efectivo, no sólo de bienes de consumo sino también de bienes capital. Los capitalistas británicos iniciaron los nuevos sistemas de inversión extranjera. Fueron prontamente seguidos por los empresarios de Europa Occidental y Central y de los Estados Unidos. Ello produjo un mejoramiento sin precedentes en el nivel medio de vida. Observando los beneficios que este sistema produjo a los inversionistas y a los pueblos de los países en los cuales se hacían las inversiones, los espíritus optimistas concibieron, esperanzadamente, la llegada de una era de paz perpetua y de buena voluntad entre todas las naciones. Fueron malos profetas.

Sobreestimaron la capacidad intelectual y subestimaron los sentimientos malévolos, no sólo de las masas incultas sino, también, en grado no menor, del tropel de supuestos intelectuales. No previeron que, a la luz de doctrinas elaboradas en Inglaterra y en Francia y perfeccionadas en Alemania y en Rusia, los inversionistas extranjeros aparecerían como los peores enemigos de las gentes honestas, como explotadores y usureros. No pudieron adivinar la impetuosa vehemencia de las pasiones desatadas por demagogos sin escrúpulos. Los americanos y los ingleses son odiados en los países económicamente subdesarrollados porque han suministrado el capital para inversiones que los habitantes eran incapaces de suministrar.

Toda consideración de la historia de la cultura moderna debe, ante todo, distinguir entre dos grupos de naciones, aquellas que establecieron un sistema que hizo posible el ahorro interno y la acumulación de capital en gran escala y aquellas que no lo hicieron. El fracaso lamentable de todas las doctrinas económicas «izquierdistas», desde el sansimonismo y explicarse el marxismo hasta la teoría del «imperialismo» de Luxemburgo, Lenin y Hilferding y keynesianismo, debe precisamente por haber interpretado erróneamente la significación del ahorro, la acumulación de capital y la inversión. En la gran controversia ideológica del siglo XIX, los liberales y sus portavoces los criticados «economistas vulgares» tenían razón al proclamar, como tesis principal, que sólo hay un medio de mejorar las condiciones materiales del conjunto de la población, a saber: acelerar el ritmo de acumulación de capital en relación con el ritmo de incremento de la población.

La época floreciente de la inversión extranjera tuvo un triste final cuando los doctrinarios del siglo XX dejaron de percibir diferencias entre la devastación de un país por la acción militar y la inversión de capital extranjero en la construcción de plantas, talleres e instalaciones de transporte. Se califica igualmente como conquista e imperialismo a estos dos modos opuestos de proceder. Se denomina «liberación» a la expropiación de la inversión extranjera; y sólo es objeto de criticas moderadas, si es que lo es, por parte de los juristas y economistas del «sector capitalista» del mundo. No puede extrañar que desapareciese, en esas condiciones, el afán de invertir en países extranjeros. La ayuda extranjera trata, hoy, de llenar ese vacío. Como ha expuesto Ayn Rand, la nueva doctrina exige que nuestra riqueza sea cedida a los pueblos de Asia y de Africa «con excusas por el hecho de que nosotros la hemos producido y ellos no» [iii]

2. El efecto conjunto de las ideas socialistas y nacionalistas no sólo ha suprimido casi enteramente el ahorro y la acumulación de capital (para propósitos no militares) en los países comunistas y en la órbita de las naciones, comúnmente llamadas hoy, subdesarrolladas. Ha inducido a los países de Europa Occidental y Central y de Norteamérica a adoptar criterios cuya aplicación ha de ocasionar, antes o después, la total cesación de cualquier ahorro voluntario y formación de capital, por parte de los ciudadanos individuales.

Así, la doctrina oficial de los Estados Unidos opera con un concepto, de productividad del trabajo, definido como el valor de mercado (en términos monetarios) agregado a los productos en el proceso productivo (de la empresa en cuestión o del conjunto de empresas de la rama industrial), dividido por el número de trabajadores empleados. O sea, en otras palabras, el producto por hora-hombre de trabajo. Pretende que cualquier aumento de esta cifra constituye un incremento «incremento de la productividad del trabajo», que es imputable al esfuerzo de los trabajadores y les corresponde enteramente por derecho. En las negociaciones de salarios, los sindicatos reclaman este «aumento de productividad» como el legitimo derecho de sus miembros. Las empresas no objetan, generalmente, este concepto de productividad del trabajo ni se oponen a las reclamaciones consiguientes de los sindicatos. Lo aceptan implícitamente, al observar ocasionalmente que los salarios han aumentado ya en la cuantía del aumento de productividad, computada de acuerdo con este método. El Gobierno, al formular directrices (guide lines) para la fijación de los tipos de salarios y de los precios de los productos, adopta el punto de vista de los sindicatos.

Es evidente que, la teoría sobre la cual se basa esta doctrina, desfigura radicalmente los hechos esenciales relativos a la producción industrial. La diferencia entre la «productividad» de un trabajador que maneja herramientas propias de una tecnología anticuada y de otro que trabaja en una planta equipada con la maquinaria más moderna no se debe a las cualidades personales y al esfuerzo del trabajador sino a la calidad del equipo industrial. Si el trabajador ha de recibir todo el «incremento de productividad» logrado con la inversión de capital adicional, no quedará nada para aquellos cuyos ahorros crearon ese capital e hicieron posible su inversión. (Por razones de simplicidad, no nos referimos a la función de los empresarios y a la de los gerentes y tecnólogos). El ahorro, la acumulación de capital y la inversión cesarán de ser remuneradores y acabarán por desaparecer. Con ello cesará también todo pro­greso económico[iv]

3. No puede negarse que en los países no comunistas prevalece también una franca tendencia anticapitalista en la política fiscal. La tributación sobre los ingresos personales, los ingresos de las compañías y las sucesiones tiende, más o menos abiertamente, hacia una completa confiscación de esas procedencias que se califican de «no ganados». Los efectos conjuntos de esas medidas anticapitalistas están, todavía en cierta medida, encubiertos por políticas monetarias y bancarias inflacionistas. Sin embargo, más pronto o más tarde, se hará visible el problema principal: el medio de proveer inversiones adicionales si se impide a los individuos y a las compañías por métodos tributarios o por aquellos que se aplican en la determinación de los salarios derivar beneficio alguno del ahorro y de la inversión de capital.

«Los capitales en el mundo son limitados y, en cambio, las necesidades son relativamente ilimitadas. Nos encontramos en el momento actual, y éstas son las cosas que debemos ver, pesar y meditar como hombres prácticos, que si deseamos atraer inversión foránea para acelerar nuestro proceso de desarrollo e incrementar a una rata suficiente nuestro volumen de producción, tenemos que empezar por competir con los países desarrollados, tradicionalmente exportadores de capitales donde, a causa de una revolución tecnológica, se han creado oportunidades de inversión que no existían hace diez o quince años».

PEDRO R. TINOCO, hijo, Las inversiones extranjeras en Venezuela.


[i] Tomado, con permiso del autor, de la revista «Orientación Económica» número 29.

[ii] Ricardo Works, ed. por McCulloch, 2a. ed., Londres 1852, p 77

[iii] Ayn Rand, For the New Intellectual, New York 1961 p. 4.

[iv] Véase mi obra Human Action, Nueva edición, págs 608-610