Año: 13, Agosto 1971 No. 252

¿POR QUÉ NO TENGO BICICLETA?

Por Manuel F. Ayau

Niño: Dime, abuelo, ¿por qué somos pobres? ¿Por qué no tengo bicicleta?

Abuelo: ¿Por qué me dices eso Juanito? Aquí estamos muy contentos, tranquilos, gozando de esta pesca, del aire, del Sol... ¿Por qué crees que somos pobres?

Niño: Pues, paseando por algunas partes, he visto que otros niños tienen mejor casa, bicicleta y ropa nueva, y tú me has dicho que, por ahora, no podemos tener nada de eso.

Abuelo: Ellos también son pobres. No pueden hacer todo lo que quieren porque el día de ellos también tiene sólo 24 horas. Porque a su estómago no le cabe mucho más de lo que tú comes. Porque no tienen más cariño, cierto es que no tienen angustia económica y por eso tienen más cosas, pero en realidad, aunque la diferencia parezca muy grande, lo que debería decirte es que ellos son menos pobres que nosotros, pues hay mucho que ellos también desean y no pueden obtener.

Niño: Todo está muy bien abuelo, pero eso no contesta mi pregunta, y es nada más una manera bonita de decirme cosas para que no me sienta tan mal.

Abuelo: Mira Juanito, te voy a explicar: tu papá sí tenía bicicleta cuando era de tu edad y todo lo demás que dices que tienen esos chicos, pero los vaivenes de la vida nos han traído a esta situación. Tengo esperanzas de que tú, con tu educación y tu trabajo, puedas darle a tus hijos todas esas cosas.

Niño: Pero abuelo, de todo me dices, pero no me contestas. ¿Por qué, si tenías tanto, ahora ya no tenemos?

Abuelo: ¡Pues porque perdí mi fortuna!

Niño: ¿Por qué la perdiste?

Abuelo: Pues yo tenía la fábrica de candelas más importante de la comarca. Trabajaban en la fábrica muchos hombres y mujeres, y yo ganaba mucho dinero. Cuando vino la electricidad, al principio era muy cara, y aunque algunos la compraban, siempre era un lujo. La luz de las candelas todavía era más barata y por eso la gente prefería las molestias de la candela a lo caro de la electricidad. Y yo creí que la electricidad seguiría siendo una curiosidad accesible sólo para los ricos.

Pero, gastando tiempo y recursos que algunos estaban dispuestos a arriesgar -a especular-, poco a poco encontraron mejores combinaciones de métodos y materiales (recursos) para hacer la electricidad más barata.

Estos señores, en aquellos tiempos, nos parecían unos locos, unos ilusos, y yo preferí lo seguro, lo conocido, lo tradicional; me reí de ellos, y mis ahorros los invertí en mejorar mi fábrica de candelas.

De repente, ya muy tarde, me di cuenta de que me había equivocado. Me di cuenta de que, para seguir ganando dinero y conservar mi fortuna, en vez de comprar maquinaria para hacer candelas, debería de haber invertido en la compañía eléctrica. De ese modo hubiera trasladado capital de la fábrica de candelas a la fábrica de energía eléctrica.

Como siguieron las cosas, al cabo de corto tiempo había perdido todo y todos nuestros trabajadores estaban sin empleo.

Niño: ¿Y qué hiciste por toda esa gente que se quedó sin empleo?

Abuelo: ¡Pues qué podía hacer! Mi fábrica ya no valía nada. Me había gastado mi fortuna en resistir a la competencia. Invertí para mejorar la producción en algo que ya no valdría nada. No podía conseguir más capital. Yo estaba arruinado y la fábrica se cerró. Para pagar mis deudas vendí el terreno.

Niño: ¿Por qué no conseguías más capital, abuelo?

Abuelo: Porque los dueños de capital vieron que ganarían mas invirtiendo en electricidad que en candelas, y el capital se invierte donde las perspectivas de ganancias son mayores.

Niño: Eso está bueno, desde el punto de vista del dueño del capital, o del que lo maneja, pero, ¿corresponde eso a lo que más le conviene a todos? ¿Por qué debe el capital invertirse donde da más utilidad? ¿No debería el gobierno asegurarse de que se invierta donde más le conviene a la sociedad? ¡Fíjate cuántos trabajadores se quedaron sin empleo!

Abuelo: Pues, hijo, el progreso tiene su precio. ¿No crees que están mejor todos con electricidad? lmagínate el tiempo que todos se economizan sólo porque ya no usan candelas, y todo lo que todos pueden hacer debido a que existe electricidad.

Niño: Sí, pero aunque en ese caso específico resultó bien para los demás, no creo conveniente que el capital se invierta pera fines egoístas, sino que debe invertirse con fines sociales.

Abuelo: Pues así resulta automáticamente, hijo, porque los que produjeron electricidad dieron un mejor servicio a la sociedad que el que daba yo, y ganaban más. Entonces, por eso mismo, se invirtió más capital ahí. A todos les convenía, menos a mí.

Niño: ¿Entonces quiere eso decir que hubo un traslado de capital guiado por la utilidad?

Abuelo: Sí hijo, y eso es un continuo proceso. ¡Aunque los dueños de capital no lo quieran! El uso de capital se guía por la posible utilidad, siempre que alguien no lo evite, usando coacción, por supuesto. Las ganancias sirven para dos cosas: por un lado, pera guiar la inversión, y por el otro, como fuente de capital, pues si no hay ganancias, nada queda para invertir.

Niño: ¿Pero quién es el dueño de las ganancias? ¿No debería la sociedad ser el dueño?

Abuelo: Hijo, la sociedad es la dueña, si se ve bien el asunto al fin de cuentas. El «propietario» decide cómo invertir sus ganancias, solamente mientras lo haga acertadamente. Si se equivoca, la «sociedad» lo quita y se lo da a otro más acertado.

Cuando lo haga tan bien como lo hace otro, la «sociedad» (los clientes) le darán las utilidades a otro, y éste las manejará, mientras lo haga bien según «la sociedad». Mientras lo haga bien, sus hijos tendrán las bicicletas.

Niño: Pero yo conozco a algunos que por pura suerte han acertado, pues en inteligencia no descuellan.

Abuelo: A «la sociedad» no le interesa la razón del éxito; si un señor acierta por suerte, eso también lo reconoce la sociedad, otorgándole mayores utilidades.

Niño: ¿Y los que son ricos, por qué heredaron su riqueza?

Abuelo: Pues hijo, eso se lo deben a que su abuelo no se equivocó o tuvo suerte. Pero si el que heredó el dinero no lo maneja bien, o no tiene suerte, pronto habrá «redistribuido» la fortuna.

Niño: Regresamos a lo que me decías antes porque, según me han contado, tu fábrica no era de candelas, sino de alfombras. Yo nunca había oído de esa fábrica de candelas.

Abuelo: Me olvidaba hijo, tienes razón. La fábrica de candelas fue hace mucho tiempo y efectivamente, ya a todos (menos a mí) se les ha olvidado.

Niño: ¿Qué pasó entonces?

Abuelo: Después del fracaso de la fábrica de candelas, yo decidí probar fortuna, y me fui a otro país donde aprendí el negocio de alfombras. Me llevé a tu papá y tus tías y, después de muchas penurias y sacrificios, salimos adelante.

Después nos regresamos, y convencí a unas personas a invertir su capital en una fábrica de alfombras. Tuvimos mucho éxito y nuevamente hicimos fortuna. Tu papá ya estaba más grande y, aunque no habla ido al colegio porque éramos muy pobres, con el tiempo se volvió experto en alfombras. Como le gustaba leer, se autoeducó y, a medida que yo me ponía viejo, él se encargaba más y más del negocio que crecía muy bien.

Niño: ¿Y qué pasó esta vez?

Abuelo: Nosotros usábamos más que todo lana importada. La comprábamos barata. Comprábamos, sin embargo, un poquito de la lana del país, pero esto era poco porque, a los precios que la comprábamos, sólo algunos estaban dispuestos a producirla.

Niño: ¿Por qué sólo algunos?

Abuelo: Porque los métodos y sistemas de ganadería bovina eran poco eficientes, y muy pocos ganaban en ese negocio. Así, el capital no se invertía en producir lana, sino preferentemente en otras cosas, por eso teníamos, y nos convenía, importar la mayoría de la lana.

Niño: Y si aquí hubieran pagado más por la lana, ¿no se hubiera producido más en el país?

Abuelo: Sí, pero entonces las perspectivas de utilidades hubieran bajado y no hubiéramos podido conseguir el capital necesario para la fábrica. La fábrica costó 750,000 quetzales y con eso empleamos 150 trabajadores y trabajadoras.

Niño: ¿Quiere decir que se necesitaron 5,000 quetzales por cada plaza de trabajo?

Abuelo: Sí.

Niño: ¿Y tuvieron buenas utilidades?

Abuelo: ¡Muy buenas!

Niño: ¿Y qué hicieron los accionistas con ellas?

Abuelo: Pues, en primer lugar, sin duda gastaron en su familia, mejorando su casa y su carro, vendiendo los viejos carros a gente que no puede comprar nuevos y, después de eso, invirtieron en otras cosas.

Niño: ¿Y no acapararon ese dinero?

Abuelo: Pues hijo, no es posible acaparar, aunque uno quiera.

Niño: ¿Cómo que no? ¿No pueden ir depositando y depositando en una cuenta bancaria, y ganando intereses, sin invertir el dinero?

Abuelo: Para ellos así resulta, pero para la sociedad no, porque son precisamente esos depósitos los que los bancos prestan para que, a su vez, otros inviertan. Otros que no tienen suficiente dinero para lo que quieren hacer, pero sí suficiente para que el banco vea que las cosas iban en serio. De modo que, para el dueño del dinero, está sólo «guardado», pero, en realidad, está invertido, y bien invertido, porque como lo que presta el banco no es del banco, éste tendrá mucho cuidado de que no sea mal invertido y se pierda.

Niño: ¿Pero qué pasó con lo de la lana?

Abuelo: ¡Que el gobierno decidió fomentar la producción de lana!

Niño: ¿Y eso no es bueno?

Abuelo: No. ¡Espérate! «Fomento» quiere decir «ayuda». Pero «fomento» a un grupo en particular, generalmente significa ayudar a algunos a costillas de otros.

Niño: ¿Y no es el gobierno el que les da algo a los que fomenta?

Abuelo: El gobierno sólo tiene lo que los ciudadanos le dan a través de los impuestos. El gobierno sólo puede fomentar dándole a algunos lo que recibió de otros, o también obligando a algunos a darle a otros más de lo que libremente les darían.

Niño: La primera parte la entiendo, pero la segunda... no comprendo cómo el gobierno puede obligar a unos a darle más a otros.

Abuelo: Pues eso es lo que pasó con la lana: subieron los impuestos de importación de lana y, como entonces nos salía más caro importarla que comprarla aquí, en el país se invirtió capital para abastecernos de lana. Así se fomentó la producción de lana.

Niño: ¡Pero eso es bueno! Dio más trabajo a mucha gente.

Abuelo: No, porque ese capital se sustrajo de otras inversiones que también darían trabajo y que, aunque hubiesen sido lucrativas, no lo eran tanto como el negocio protegido de la lana. El impuesto se estableció, precisamente, para distraer la inversión hacia la producción de lana. Las plazas de trabajo, en vez de estar en esas otras cosas, se fueron a la lana.

Niño: ¿Y qué pasó entonces?

Abuelo: Que le tuvimos que subir el precio a nuestras alfombras. Entonces el gobierno subió los impuestos de importación de alfombras para que no cerráramos la fábrica, pues las alfombras importadas salían más baratas que las nuestras a nuestro nuevo costo. Desde luego, perdimos nuestro mercado de exportación, del cual dependía buena parte de nuestro negocio. Y nuevamente nos quedamos pobres. El gobierno todavía intentó salvarnos, subiendo más los impuestos de las alfombras importadas, para que pudiéramos, así, subir nuestros precios y vender en el país.

Estaba obligando, a los que querían alfombras, a pagarnos más de lo que realmente les costarían, y muchos así lo hicieron. Por esta razón, para mantenernos a nosotros, dejaron de comprar o gastar en otras cosas. Y así es que todos tenían menos dinero disponible, excepto los que invirtieron en ganadería bovina. ¡Como todos los demás tenían menos con qué adquirir, eso evitó poner otras empresas por falta de mercado! Al fin de cuentas, tuvimos que cerrar la fábrica, porque menos gente quería alfombras y, para colmo de males, guiados por la falsa utilidad de la ganadería bovina, nosotros también habíamos invertido en nuestro propio rebaño creyendo en eso del fomento. ¡Hijo, comimos chivo por mucho tiempo!

Niño: ¿Y por eso no tengo bicicleta?

Abuelo: No te preocupes, hijo, la tendrás.

Niño: ¿Y cómo hago?

Abuelo: Sólo hay una manera, hijo. Aprende a prestar a los demás el servicio que más aprecien, a producir lo que ellos valoren más. La gente te dará ganancias mientras le sirvas mejor, es decir, mientras ellos obtengan mayores satisfacciones. En el grado que tú aciertes, en ese grado serás más rico, porque habrás servido más a «la sociedad», a tus clientes.

No dependas de los gobiernos para resolver tus problemas económicos. Lo que hacen lo cambian por intereses políticos o por razones baladíes de la noche a la mañana. Prefiere siempre la incertidumbre del mercado a las promesas de seguridad del gobierno.

Y, sobre todo, comprende que el progreso significa cambio: dejar de hacer las cosas de un modo para hacerlas mejor, lo cual, al mismo tiempo, es la definición de inseguridad, de inestabilidad. El progreso es inestabilidad: es cambio. Y si eres capaz y bueno según la estimación de los demás, entonces, y sólo entonces, tendrán tus hijos una bicicleta honradamente devengada por su padre.

Niño: ¿Y si no tengo la suerte de convertirme en empresario?

Abuelo: No importa: Entonces, ayuda al que sí lo es. Sírvele bien para que por su medio sirvas a los demás. Él sirve bien, porque tú le sirves bien. Cuando él no sirve bien, otro será tu jefe, ya sea porque tú cambiaste de empleo o porque otro se quedó con la empresa que de ahí en adelante empleará a la gente. Pero una cosa será siempre cierta: mientras más empresarios haya, más demanda habrá por tu trabajo. Mientras mayores sean las utilidades, más empresarios habrá, y más alto será tu salario.

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