Año: 14, Mayo 1972 No. 270

LA LIBERTAD Y LA CIVILIZACION OCCIDENTAL

Ludwig von Mises

N.D. Tomado del libro «LA MENTALIDAD ANTICAPITALSTA», L. von Mises, que puede obtenerse en el CEES en Inglés o español.

Están en lo cierto quienes critican el concepto jurídico y político de la libertad, así como aquellas instituciones que la amparan en la práctica, cuando afirman que impedir la arbitrariedad gubernamental no es bastante por sí solo para garantizar la libertad individual. Pero al insistir en verdad tan evidente es como si quisieran forzar una puerta abierta. Por cuanto ningún partidario de la libertad supuso jamás que el impedir la arbitrariedad gubernamental bastaba para implantar la libertad ciudadana. El funcionamiento de la economía de mercado concede al individuo toda la libertad compatible con el orden social. Las constituciones políticas y las declaraciones de derechos humanos no engendran por si solas la libertad. Simplemente sirven para proteger la libertad que el orden económico de competencia concede al individuo contra los abusos del poder policiaco.

En la economía de mercado la gente tiene oportunidad para perseguir la posición ambicionada dentro del orden basado en la división social del trabajo. Cualquiera es libre para elegir la manera de servir a sus conciudadanos. En una economía planificada tal derecho no existe. Las autoridades determinan la ocupación de cada uno. La autoridad puede discrecionalmente elevar al individuo a una mejor posición o denegarle tal ascenso. El individuo depende por completo del capricho de quienes detentan el poder. Ahora bien, bajo el capitalismo cualquiera es libre para enfrentarse con quienes ocupan las mejores posiciones. Si se cree capaz de servir al público de un modo mejor o más barato de como lo hace el resto de la gente, es libre para intentarlo. La falta de dinero no puede frustrar sus proyectos, ya que los capitalistas constantemente buscan al hombre que sea capaz de invertir su dinero de la manera más provechosa. El triunfo en las actividades mercantiles depende única y exclusivamente de los consumidores, que compran sólo aquello que más les atrae. El asalariado, por su parte, tampoco queda a la merced del patrono. El empresario que no acierta a contratar los trabajadores más idóneos para la finalidad perseguida y no se decide a pagarles suficientemente al objeto de apartarlos de otras ocupaciones, ve minimizados sus ingresos. El patrono no hace favor alguno al obrero facilitándole trabajo. Le contrata porque constituye factor indispensable para el éxito de su empresa, de igual manera que adquiere materias primas y equipo industrial. El trabajador es libre para encontrar el empleo que mejor le convenga.

La economía de mercado opera continuamente un proceso de selección social que determina la posición y los ingresos de cada uno. Grandes fortunas se reducen y esfuman, mientras gentes nacidas en la pobreza escalan puestos preeminentes, percibiendo importantes ingresos. Cuando no se autoriza ninguna posición de privilegio y cuando el Estado no ampara las situaciones consagradas frente al embate de nuevos empresarios con eficacia mayor, quienes ayer adquirieron riquezas se ven forzados a reconquistarías diariamente en constante competencia con el resto de la población.

En el marco de la cooperación social basada en la división del trabajo, la posición de cada uno depende del aprecio concedido a sus personales servicios por el público comprador, del cual el propio interesado forma parte. Cada uno, al comprar o abstenerse de comprar, se constituye en miembro de aquel supremo organismo que asigna a todos, y también a él, categoría definida en la sociedad. Todo el mundo interviene en el proceso, por cuya virtud unos tienen ingresos mayores y otros menores. Cualquiera puede aportar aquellos servicios que los demás ciudadanos recompensan mediante mayores ganancias. La libertad bajo el capitalismo significa: No depender de la discreción ajena en mayor proporción de la los demás dependen de la propia. Mayor libertad no cabe cuando la producción se realiza bajo el signo de la división del trabajo, no siendo posible una perfecta autarquía económica individual.

No precisa insistir en que el argumento principal en favor del capitalismo y en contra del socialismo no estriba en resaltar que el último sistema por fuerza abolirá todo trazo de libertad, convirtiendo a las gentes en esclavos de quienes detentan el poder. El socialismo como sistema económico es irrealizable por cuanto a dicha organización social resúltale imposible el cálculo económico. De ahí que no pueda ser considerado como un sistema de organización económica de la sociedad. En realidad sólo sirve para desintegrar la cooperación social, provocando la pobreza y el caos.

Cuando tratamos de la libertad no se pretende aludir al problema económico básico que separa al capitalismo del socialismo. Simplemente se quiere hacer resaltar que al hombre occidental, a diferencia del asiático, es consustancial una manera de vivir sin trabas, puesto que se ha formado bajo la égida de la libertad. Las civilizaciones de China, Japón, India y los países mahometanos del Próximo Oriente no cabría tenerlas por bárbaras antes de sus contactos con las formas de vida occidental. Estos pueblos, hace ya siglos y aun milenios, alcanzaron un alto grado de perfección en las artes industriales, la arquitectura, la literatura y la filosofía y fueron capaces de desarrollar escuelas y sistemas de enseñanza. Fundaron y organizaron poderosos imperios. Pero más tarde quedó detenido su esfuerzo, sus culturas quedaron anquilosadas y adormecidas, careciendo de capacidad para afrontar con éxito los problemas económicos. Su genio intelectual y artístico se desvaneció. Sus artistas y escritores redujéronse a la copia servil de las formas tradicionales. Sus teólogos, filósofos y juristas limitaron su actividad a una exégesis rutinaria de las obras del pasado. Los monumentos erigidos por los antecesores transformáronse en ruinas. Desintegráronse aquellos imperios. Las gentes, sin vigor y energía, apáticamente contemplaban la progresiva decadencia y empobrecimieíto general.

Las antiguas obras de la filosofía y poesía orientales soportan el parangón con los mejores trabajos de Occidente. Pero desde hace muchos siglos el Oriente no ha producido ningún libro de importancia. La historia intelectual y literaria de las épocas modernas apenas si registra algún nombre oriental. El Oriente ha dejado de contribuir al esfuerzo intelectual de la humanidad. El Oriente desconoció los problemas y controversias que agitaban a los pueblos occidentales. Mientras Europa se agitaba, el Oriente permanecía sumido en el estancamiento, la indolencia y la indiferencia.

La causa de todo esto es obvia. El Oriente careció de lo principal: de la idea de libertad frente al Estado. Nunca alzó la bandera de la libertad ni intentó asegurar los derechos del individuo frente al gobernante. Jamás quiso ponderar ni enjuiciar el hecho de la arbitrariedad del déspota. Y, consiguientemente, no supo montar el mecanismo legal que protegería la riqueza privada del ciudadano contra su confiscación por parte del tirano. Por el contrario, aquellos pueblos, ofuscados por la idea de que la riqueza de los ricos es causa de la pobreza de los pobres, acogían con entusiasmo, la expoliación por parte del gobierno del comerciante enriquecido. De esta suerte se imposibilitó la acumulación de capital) en gran escala y aquellos países hubieron de prescindir de las ventajas derivadas de una inversión seria de capital. Fue imposible la aparición de la «burguesía» y, consiguientemente, no hubo demanda que estimulara a escritores, artistas e inventores. El hombre común no veía abierto mas que un camino de prosperidad: el servicio del príncipe. La sociedad occidental era una comunidad cuyos individuos competían entre sí por la consecución de los mejores premios. En cambio, la sociedad oriental era un conglomerado de seres todos dependientes del favor de sus soberanos. La despierta juventud occidental considera al mundo como un campo de acción donde le cabe conquistar la fama, la eminencia, los honores y la riqueza; nada considera difícil a su ambición. La débil progenie oriental no sabe actuar de otro modo que entregándose a los rutinarios cometidos preestablecidos. Aquella noble confianza del hombre occidental en su propio esfuerzo quedó magistralmente reflejada en los ditirambos de Sófocles, cantados por el coro de Antígona, en exaltación del hombre y su capacidad creadora o en la maravillosa Novena Sinfonía de Beethoven. Nada semejante escuchó jamás el Oriente.

¿Es posible que los herederos de quienes crearon la civilización del hombre blanco renuncien a su libertad convirtiéndose voluntariamente en vasallos de la omnipotencia gubernamental? ¿Que limiten sus aspiraciones a vegetar bajo un sistema que les convierte en pieza insignificante de la inmensa maquina ideada y gobernada por el todopoderoso planificador? ¿Será posible que la mentalidad que caracteriza a las civilizaciones fosilizadas barra y aparte aquellos nobles ideales por cuyo triunfo millones de seres ofrendaron su vida?

Ruere in servitium sumergiéronse en la esclavitud, observaba Tácito con tristeza refiriéndose a los romanos de la época de Tiberio.