Año: 15, Enero 1973 No. 286

Los problemas de la vida conyugal

Ludwig von Mises

N.D.: El socialismo imposibilitado de crear un sistema económico social que funcione trata a toda costa de destruir al vigoroso «capitalismo». Sus triunfos más efectivos han sido crear confusión de ideas dentro de la sociedad libre. Ludwig von Mises, autor del presente articulo y una de las personalidades más eminentes del presente siglo, explica aquí algo del orden social y constitución familiar de ambas sistemas.

En el matrimonio contractual moderno, nacido de la voluntad del hombre y de la mujer, se juntan matrimonio y amor. El matrimonio no parece justificado moralmente, a no ser que se haya contraído por amor. Si los prometidos no se aman, esto nos parece indebido. Los matrimonios entre príncipes, hechos a distancia, están, por lo demás, como todos los pensamientos y acciones de las casas reinantes, impregnados por completo de los conceptos de la época despótica. Si para el público se efectúan en estos casos «matrimonios de amor», quiere decir que aun las casas reales se ven obligadas a permitir esta concesión al ideal burgués del matrimonio.

Los conflictos de la vida conyugal moderna provienen, ante todo, del hecho de que la pasión amorosa no tiene duración ilimitada, mientras que el matrimonio se lleva a cabo para toda la vida. «La pasión huye y el amor debe quedar», dijo Schiller, el intérprete de la vida conyugal burguesa.

En la mayor parte de los matrimonios con hijos el amor entre esposos desaparece lentamente, para ser reemplazado por un amigable afecto, interrumpido todavía durante algún tiempo por chispas que reavivan brevemente el amor de antaño. La vida en común se hace un hábito. Los hijos ocasionan que los padres vuelvan a vivir su juventud, y esto les consuela del renunciamiento obligado que la edad viene a imponerles, con la desaparición progresiva de sus propias fuerzas. Existen muchos caminos que conducen al hombre a someterse a su efímero destino. Al creyente la religión le lleva consuelo y alivio, cuando liga su existencia individual con el curso infinito de la vida eterna; ella le asigna un lugar seguro en el plan eterno de Aquel que creó y mantiene a los mundos. Así, la religión lo levanta, más allá del tiempo y el espacio, de la vejez y la muerte, a las regiones divinas. Otros buscan consuelo en la filosofía, y renuncian al apoyo de todas las hipótesis que contradicen la experiencia y desprecian los consuelos fáciles. No buscan edificar imágenes y representaciones arbitrarias, destinadas a hacernos creer en otro orden del mundo diferente de aquel que estamos obligados a reconocer a nuestro derredor. Pero la gran masa de los hombres, finalmente, sigue una tercera senda. Tristes y apáticos, se engolfan en la rutina diaria sin pensar en el mañana, y se convierten en esclavos de sus costumbres y sus pasiones.

Entre éstos existe un cuarto grupo que ignora en dónde y cómo encontrar la paz. Esos no pueden ya creer, porque han saboreado los frutos del árbol del conocimiento; no se pueden enterrar en una triste indiferencia, porque se insubordina su naturaleza. Son demasiado inquietos y poco mesurados para adaptarse filosóficamente a su situación. Quieren luchar para conquistar a todo precio la felicidad y conservaría. Al poner en esto toda su fuerza, sacuden las rejas que aprisionan sus inclinaciones. No pretenden contentarse con poco, desean lo imposible; no buscan la felicidad en el esfuerzo para alcanzarla, sino en su plenitud; no en los combates, sino en la victoria.

Son estas naturalezas las que no pueden ya tolerar el matrimonio cuando el fuego salvaje del primer amor comienza a extinguirse. Piden al amor que satisfaga las exigencias más perentorias, no conocen límites a la estima exagerada del objeto sexual, y por razones fisiológicas y mucho más rápidamente que quienes han sabido usar de mesura, experimentan desilusiones en la intimidad conyugal, que cambian en su contra algunas veces los primeros sentimientos. El amor se convierte en odio y la vida conyugal en tormento. No está hecho para el matrimonio el que no sabe contentarse con poco, que no quiere moderar el entusiasmo que lo animaba al principio del matrimonio de amor, el que no sabe trasladar a sus hijos, purificada, la parte de amor que el matrimonio no puede ya satisfacer. Del matrimonio se dirigirá hacia otros fines amorosos, para volver a sentir cada vez en estas nuevas relaciones las viejas experiencias.

Nada de esto tiene que ver con las condiciones sociales del matrimonio. Si los matrimonios desgraciados resultan mal, no es porque el esposo y su mujer vivan en una sociedad capitalista donde existe la propiedad privada de los medios de producción. El mal en estos matrimonios no viene de afuera, sino de adentro, es decir, de las respectivas disposiciones de los cónyuges. Si estos conflictos no existieron en la sociedad precapitalista, no es porque el matrimonio ofreciera en su plenitud lo que falta a estos matrimonios enfermizos, pues en esa época amor y matrimonio estaban separados y no se pedía al segundo una felicidad despejada y eterna. Únicamente la consecuencia lógica de la idea de contrato y de consentimiento hace que los esposos pidan a su unión satisfacer duraderamente su deseo de amor. Esto significa que esperan de dicho vínculo una exigencia que no le es posible cumplir. La felicidad del amor está en la lucha para obtener los favores del ser amado y en el deseo realizado de unirse a él. ¿Puede durar la felicidad de un amor al que se ha rehusado la satisfacción fisiológica? La pregunta queda pendiente. La verdad es que el amor, cuando ha llegado a ejecutar sus fines, se enfría más o menos pronto y sería inútil eternizar el placer pasajero de la hora del amante. Tampoco puede el matrimonio tornar la vida en una cadena infinita de días venturosos, de días llenos de las delicias maravillosas del amor. Nada pueden hacer en esto ni el matrimonio ni las circunstancias del medio social.

Los conflictos de la vida conyugal que ciertas situaciones sociales producen, son de interés secundario. Se hacen matrimonios sin amor, simplemente por razón de la dote de la mujer o la fortuna del marido; por causas económicas muchos matrimonios terminan desgraciadamente; pero esto no reviste la importancia que podría creerse si se les juzga por las innumerables obras de literatura que tratan de estos problemas. Por poco que se pretenda buscar un medio para salir de estos conflictos, es fácil encontrarlo.

Como institución social, el matrimonio es una incorporación del individuo al orden de la sociedad, que le asigna un campo de actividad preciso en sus obligaciones y tareas. Naturalezas fuertes, cuyas facultades exceden en mucho el promedio, no pueden soportar la coerción que esta incorporación significa en los marcos de vida de la masa. El que se siente capaz de inventar y llevar a cabo grandes cosas, y se encuentra dispuesto a dar su vida antes que ser infiel a su misión, jamás pensará en renunciar a esto por el amor de una mujer o de sus hijos. En la vida del hombre de genio, por muy capacitado que se encuentre para el amor, la mujer y todo lo que con ella se relaciona, ocupan un lugar secundario. Hacemos abstracción aquí de esos grandes espíritus, como Kant, en quienes las preocupaciones sexuales se habían como sublimado en otro esfuerzo, y también de aquellos hombres cuyo espíritu ardiente se consume en una persecución insaciable del amor y quienes, al no poderse adaptar a la desilusión inevitable de la vida conyugal corren, sin tregua ni reposo, de un amor al otro. Igualmente, el hombre de genio cuya vida en el matrimonio parece al principio seguir un curso normal y que desde el punto de vista de la vida sexual no se distingue de otras personas, no puede a la larga sentirse atado por el matrimonio sin hacerse violencia a sí mismo. En la realización de sus propósitos, el hombre de genio no se detiene por consideración alguna que interese a la comodidad de los otros hombres, aun de los que le tocarían de muy cerca. Las ligas del matrimonio se le convierten en cadenas insoportables que trata de romper o de apartar para marchar a la cabeza libremente El matrimonio es un viaje que emprenden dos personas en las filas de la gran columna de la multitud. Quien desea continuar su propia senda debe separarse. Rara vez tiene la suerte de encontrar una mujer capaz de acompañarlo en su camino solitario.

Hace tiempo que lo anterior se había confirmado y era una idea de tal manera extendida en la masa, que todos los hombres encontraban en tal idea una justificación para engañar a su mujer. Pero los genios son raros, y no es porque algunos hombres excepcionales no puedan adaptarse a una institución social por lo que ésta pierde su razón de ser. Por este lado la institución del matrimonio no corre peligro alguno.

Los ataques del movimiento feminista contra el matrimonio durante el siglo XIX parecían mucho más graves. Se alegaba que el matrimonio obliga a la mujer a renunciar a su personalidad. Mientras que al hombre le concede amplio campo para el desarrollo de sus fuerzas, a la mujer le niega toda libertad. Esto se halla en la naturaleza misma del matrimonio, que unce juntos al hombre y a la mujer y rebaja así a esta última, ser más débil, al papel de servidora del marido. Ninguna reforma podría cambiar estas condiciones, y sólo suprimir el matrimonio traería un remedio a la situación. No solamente para vivir su vida sexual, sino para hacer evolucionar su individualidad, la mujer, se dice, debe aspirar a liberarse de este yugo y en lugar del matrimonio sería preciso que hubiera uniones libres que aseguraran su entera libertad a ambas partes.

El ala radical del movimiento feminista, que defiende este criterio, olvida que no es la institución del matrimonio la que estorba el desenvolvimiento de la personalidad de la mujer. Lo que la perjudica en el desarrollo de sus fuerzas y de sus facultades no es que se halle unida a su marido y a sus hijos, al hogar, sino el hecho de que la función sexual exige mucho más del cuerpo de la mujer que del cuerpo del hombre. El embarazo, la lactancia, gastan los mejores años de la mujer, años durante los cuales el hombre puede concentrar sus energías en tareas muy grandes. Puede deplorarse la injusticia que la naturaleza ha cometido al repartir desigualmente las cargas de la reproducción; puede pensarse que es indigno de la mujer el hecho de ser procreadora de hijos y nodriza; pero esto no cambia las condiciones establecidas por la naturaleza. La mujer tiene, quizá, la facultad de elegir entre renunciar a la felicidad más profunda: la maternidad, o renunciar a la evolución de su personalidad, para actuar y contender como los hombres. ¿Pero se le permite, en el fondo, una elección de esta clase, si la supresión de la maternidad le causa un daño, que recae sobre todas las otras funciones vitales? Sin duda, si se convierte en madre, con o sin matrimonio, se ve impedida de llevar una vida libre o independiente como el hombre. Han existido mujeres notables que, a despecho de la maternidad, han realizado cosas excelentes en muchos campos de acción. Pero si los grandes hechos, si el genio no ha sido el destino del sexo débil, ello se debe precisamente al sitio que la sexualidad ocupa en su vida.

Mientras el movimiento feminista se limite a igualar los derechos jurídicos de la mujer con los del hombre, a darle seguridad sobre las posibilidades legales y económicas de desenvolver sus facultades y de manifestarías mediante actos que correspondan a sus gustos, a sus deseos y a su situación financiera, sólo es una rama del gran movimiento liberal en donde encarna la idea de una evolución libre y tranquila. Si, al ir más allá de estas reivindicaciones el movimiento feminista cree que debe combatir instituciones de la vida social con la esperanza de remover, por este medio, ciertas limitaciones que la naturaleza ha impuesto al destino humano, entonces es ya un hijo espiritual del socialismo. Porque es característica propia del socialismo buscar en las instituciones sociales las raíces de las condiciones dadas por la naturaleza, y por tanto sustraídas a la acción del hombre, y pretender, al reformarlas, reformar la naturaleza misma.

«El incremento del consumo «per cápita» en los Estados Unidos comparado con las condiciones hace un cuarto de siglo, no fue logrado con leyes ni órdenes ejecutivas. Fue logrado por los hombres de negocios que crecieron el tamaño de sus fábricas o edificaron otros nuevas».

Ludwig von Mises