Año: 15, Febrero 1973 No. 287

El amor libre y la prostitución

Ludwig von Mises

N.D. Tomado del libro «EL SOCIALISMO» de Ludwig von Mises

El amor libre

La solución radical que los socialistas proponen para los problemas sexuales es el amor libre. La sociedad socialista hace desaparecer la dependencia sexual y económica de la mujer, reducida a sujetarse a los ingresos de su marido. Hombre y mujer disfrutan de iguales derechos económicos y tienen también las mismas obligaciones, a no ser que la maternidad de la mujer exija que se le conceda una posición especial. El presupuesto del gobierno asegura el sostenimiento y educación de los hijos. Por lo demás, éstos corresponden a la sociedad y no ya a los padres. Así, las relaciones de los sexos se sustraen a toda influencia económica y social. La pareja, que es la forma más sencilla de unión social, deja de ser el cimiento del matrimonio y de la familia. Esta última desaparece, y no quedan sino la sociedad, por un lado, e individuos por el otro. La elección en el amor es un acto completamente libre, y hombre y mujer se unen y separan como mejor les parece. El socialismo, se dice, no crea con ello nada nuevo, lo que hace es reemplazar «en un nivel de cultura más alto y en formas sociales nuevas, el estado de cosas que reinaba en todas partes, en un nivel de cultura primitiva y anterior al dominio de la propiedad privada sobre la sociedad»1

No son las demostraciones, unas veces untuosas y otras venenosas, de los teólogos y otros predicadores de moral las que tendrán fácil razón como respuesta a este programa. La mayor parte de los escritores que se han ocupado del problema de las relaciones entre los sexos están dominados por la idea ascética y monacal de los teólogos moralistas. Para ellos el instinto sexual es simplemente un mal; la sexualidad, un pecado, y la voluptuosidad, un obsequio del demonio. Todo lo que haga pensar en estas cosas les parece inmoral. ¿Se ratificará esta condenación absoluta del instinto sexual? Ello depende enteramente de las tendencias y estimaciones de cada individuo. Las tentativas de los profesores de ética para juzgar o condenar este instinto, desde el punto de vista científico, son trabajo en vano. Equivale a desconocer las fronteras de la investigación científica del conocimiento el hecho de atribuirle la capacidad de pronunciar juicios sobre los valores y de ejercer influencia sobre las acciones, no al demostrar claramente la eficacia de los medios, sino al ordenar los fines según cierta gradación. En sentido opuesto, pertenecería al campo de las investigaciones científicas de la ética mostrar que al rechazar de una vez por todas el instinto sexual como malo, se aleja toda posibilidad de llegar, al tener cuenta de ciertas circunstancias, a una aprobación moral o por lo menos a una tolerancia del acto sexual. La forma que usualmente condena el placer sexual en las relaciones entre hombre y mujer, pero que declara moral la realización del deber conyugal cuya finalidad es la procreación, proviene de una sofística muy pobre. Los casados se adaptan también a la sensualidad, y nunca ha sido engendrado y concebido un niño por deber cívico, con el propósito de procurar al Estado un recluta o un contribuyente más. Una ética que ha tratado el acto de la reproducción como acción vergonzosa, debería lógicamente pedir una continencia sin restricción alguna. Cuando quiere uno que la vida no se extinga, es necesario evitar que se haga un pantano de vicio de la fuente donde ella se renueva. Nada ha emponzoñado más la moral de la sociedad moderna que esta ética que no sabe condenar ni aprobar lógicamente, que hace confusas las fronteras entre el bien y mal y da al pecado un rutilante atractivo. Esta moral es la responsable de que en todas las cuestiones de moral sexual el hombre moderno se encuentre vacilante, sin punto de apoyo, sin comprender siquiera los grandes problemas de las relaciones entre los sexos.

En la vida del hombre, el problema sexual tiene menos importancia que en la vida de la mujer. Cuando ha satisfecho su deseo experimenta desahogo y se siente libre y ligero. La mujer, por su lado, se ve agobiada por el peso de la maternidad, que tiene ahora que sobrellevar. Su destino está circunscrito por la acción sexual, que en la vida del hombre sólo es un incidente. El hombre permanecerá siempre en un plano superior al plano sexual, independientemente del grado de ardor y sinceridad de su amor y de lo grandes que sean los sacrificios que está dispuesto a hacer por la mujer. Aun las mujeres acaban por dar la espalda, llenas de desprecio, al hombre para quien la familiaridad sexual significa todo y se consume y perece en ella. La mujer se agota en aras del instinto sexual como amante y como madre. Para el hombre a menudo es difícil, en medio de las luchas y zozobras de su profesión, conservar la libertad interior que le asegure el libre desarrollo de su individualidad. Su vida amorosa es para él un obstáculo de pequeñísima importancia. Para la individualidad de la mujer, el peligro se halla en el complejo sexual.

La lucha de la mujer por su personalidad constituye el fondo del feminismo. Este problema no interesa únicamente a las mujeres, y no es menos importante para los hombres que para ellas, porque hombres y mujeres no alcanzarán la cima de la cultura individual si no han recorrido juntos el camino. El hombre no podrá, a la larga, desarrollarse libremente si la mujer lo arrastra a las bajas regiones de la servidumbre interior. El verdadero problema del feminismo es asegurar a la mujer la libertad de su vida interior y constituye un capítulo de las cuestiones culturales de la humanidad.

El Oriente ha sido incapaz de resolver este problema, que fue su ruina. Para el Oriente, la mujer es un instrumento de placer del hombre, una productora de hijos, una nodriza. Cada impulso que la cultura personal parecía tomar en Oriente quedaba frustrado, porque el elemento femenino rebajaba sin cesar al hombre a la pesada atmósfera del harén. En la actualidad, nada separa más al Oriente del Occidente que la situación de la mujer en la sociedad y la posición del hombre hacia la mujer. A menudo se pretende que la sabiduría de los orientales ha concebido mejor los más altos problemas de la existencia que la filosofía europea. En todo caso, el Oriente no ha podido resolver el problema sexual, y esto ha dado el golpe de muerte a sus civilizaciones. Entre Oriente y Occidente hemos visto crecer una civilización original, la de los antiguos griegos. Pero la civilización antigua no logró elevar a la mujer a la misma altura que al hombre. La civilización griega no tomaba en cuenta a la mujer casada. La esposa permanecía en el gineceo, separada del mundo. Para el hombre, la mujer no era sino la madre de sus herederos y la encargada de su casa. El amor del griego se dedicaba solamente a la hetaira; pero al no encontrar placer suficiente en este comercio, el heleno caía finalmente en el amor homosexual. Platón ve la pederastia transfigurada por la armonía intelectual de quienes se aman y por el vuelo gozoso hacia la belleza del alma y del cuerpo. El amor con la mujer no es para él sino la satisfacción groseramente sexual del deseo.

Para el occidental, la mujer es una compañera; para el oriental, una concubina. La europea no siempre ha ocupado la posición que le corresponde ahora, pues la ha conquistado gradualmente en el curso de la evolución del principio despótico al principio contractual. Esta evolución le ha dado jurídicamente completa igualdad de derechos, y el hombre y la mujer son iguales ante la ley en nuestros días. Las pequeñas diferencias que aún subsisten en el derecho privado carecen de importancia práctica, y que la ley obligue a la mujer a obedecer al hombre no tiene gran interés. Mientras subsista el matrimonio, uno de los cónyuges estará obligado a someterse al otro; y que el hombre o la mujer sea el más fuerte, jamás lo decidirán las disposiciones de los códigos. Las mujeres se encuentran todavía a menudo bajo restricciones en el ejercicio de sus derechos políticos; el derecho a votar, los empleos públicos aún se le niegan, y esto puede herir su honor personal, pero fuera de tal consideración todo ello tiene poca importancia. La situación de las fuerzas políticas en un país casi no se modificará porque se conceda el derecho de voto a la mujer. Las mujeres de los partidos que tengan que sufrir cambios, que se pueden prever como cambios poco importantes, sin duda, deberían ser más bien opositoras del voto femenino, por la razón misma de sus intereses políticos. No son tanto los límites legales que fijan sus derechos, sino las particularidades de su carácter femenino, lo que priva a las mujeres de la posibilidad de ocupar cargos públicos. Sin despreciar la lucha de las feministas para aumentar los derechos cívicos de la mujer, hay suficiente base para afirmar que algunas restricciones impuestas a sus derechos por la legislación de los Estados civilizados no provocan daños serios ni a la mujer ni a la colectividad.

En las relaciones sociales, en general, el principio de igualdad ante la ley había dado lugar a un mal entendimiento que se reprodujo también en la esfera particular de las relaciones entre los sexos. Del mismo modo que el movimiento seudo democrático se esfuerza en limitar por decreto las desigualdades naturales o sociales, con el deseo de igualar a los fuertes y a los débiles, al favorecido por la naturaleza como al desfavorecido, a los sanos y a los enfermos, de igual modo el ala radical del movimiento feminista quiere hacer iguales a los hombres y a las mujeres2. No se puede, en verdad, imponer al hombre la mitad de la carga física de la maternidad, pero se quiere nulificar el matrimonio y la vida familiar para conceder a la mujer todas las libertades que parecen todavía compatibles con la maternidad. Sin miramiento alguno hacia marido e hijos, la mujer debe gozar de completa libertad de acción para poder vivir su vida y desarrollar su personalidad.

Pero no pueden cambiarse mediante decreto las diferencias de carácter y destino de los sexos, como tampoco las otras diferencias entre los seres humanos. Para que la mujer pueda igualar al hombre en acción e influencia le faltan muchas cosas que las leyes jamás podrán darle. El matrimonio no priva a la mujer de su libertad interior pero ese rasgo de su carácter hace que tenga necesidad de entregarse a un hombre y que el amor a su marido y a sus hijos consuma lo mejor de sus energías. Si la mujer cree hallar la felicidad en una profesión, ninguna ley humana le impedirá renunciar al amor y al matrimonio. En cuanto a las que no quieren renunciar a estos últimos, no les quedan ya demasiadas energías disponibles para dominar la vida, como hace el hombre. Ni el matrimonio ni la familia estorban a la mujer, sino la fuerza que sobre ella ejerce la influencia sexual. Con suprimir el matrimonio no se haría ni más libre ni más feliz a la mujer; se le privaría simplemente de lo que en su vida es substancial, sin darle nada en cambio.

La lucha de la mujer para afirmar su personalidad en el matrimonio no es sino parte de esta lucha por la integridad personal, que caracteriza a la sociedad racionalista, cuya base económica reposa en la propiedad privada de los medios de producción. No se trata de un interés particular de la mujer, y por lo demás nada es más insensato que oponer los intereses masculinos a los femeninos, como lo pretenden las feministas radicales. Si las mujeres no llegaran a desarrollar su yo, de manera de unirse al hombre como compañeras libres y de igual rango, toda la humanidad sufriría las consecuencias.

Se arrebata a la mujer parte de su vida si se le quitan sus hijos para educarlos en establecimientos públicos, y a los hijos se les priva de la mejor escuela de su vida al arrancarlos del seno de la familia. Apenas muy recientemente la doctrina de Freud, el genial investigador del alma humana, ha puesto de manifiesto cuán profunda es la impresión que ejerce la casa paterna en los niños, quienes aprenden de sus padres a amar, y así reciben de ellos la fuerza que les permitirá crecer y convertirse en hombres sanos. Los internados son escuelas de homosexualidad y de neurosis. Parece una casualidad que haya sido Platón quien propuso tratar absolutamente de igual manera a los hombres y a las mujeres, y él mismo quien propuso que el Estado regule las relaciones entre los sexos y que los recién nacidos se envíen inmediatamente a instituciones públicas y que los padres y los hijos permanezcan totalmente desconocidos los unos de los otros, y esto ha sido así porque para Platón las relaciones entre los sexos sólo eran la satisfacción de una necesidad corporal.

La evolución que va del principio despótico al principio contractual ha puesto en la raíz de las relaciones entre los sexos la libre elección, dictada por el amor. La mujer puede rehusarse a todos, y tiene el derecho de exigir fidelidad y constancia del hombre a quien se entrega. Este ha sido el cimiento sobre el cual se fundó el desarrollo de la individualidad femenina. Cuando el socialismo desconoce conscientemente el principio del contrato, para regresar al principio despótico, satisfecho de una repartición igual del botín, finalmente se ve obligado, en lo que toca a las relaciones entre los sexos, a reivindicar la promiscuidad.

La prostitución

El Manifiesto Comunista declara que «la familia burguesa halla su complemento» en la prostitución pública. «Con la desaparición del capital desaparecerá también la prostitución»3. En el libro de Bebel acerca de la mujer, un capitulo lleva por título «La prostitución, institución social necesaria del mundo burgués». El autor demuestra que para la sociedad burguesa la prostitución es tan necesaria como «la policía, el ejército permanente, la Iglesia, el patronato industrial»4. Esta idea de la prostitución, producto del capitalismo, no ha dejado desde entonces de extenderse. Debido a que todos los moralistas no cesan de deplorar la decadencia y acusan a la civilización moderna de haber creado el desenfreno, todo el mundo acaba por persuadirse de que lo que hay de reprensible en las relaciones sexuales es un fenómeno de la decadencia particular de nuestra época.

A esto es fácil contestar, es fácil demostrar que la prostitución es tan vieja como el mundo y que se encuentra en todos los pueblos5. Es un vestigio de las antiguas costumbres y no el signo de la decadencia de una alta cultura. El factor que lucha actualmente con mayor eficacia contra la prostitución es la solicitud hecha al hombre para abstenerse de las relaciones sexuales fuera del matrimonio, en virtud del principio de la igualdad moral de los derechos entre mujer y hombre, que es un ideal exclusivo de la época capitalista. La época del despotismo exigía la pureza sexual solamente de la prometida y no del prometido. Las circunstancias que hoy favorecen la prostitución nada tienen que ver con la propiedad privada ni con el capitalismo. El militarismo, que aparta a los jóvenes del matrimonio más tiempo del que ellos desearían, no es por ningún motivo un producto del pacífico liberalismo. Que algunos funcionarios del Estado u hombres que ocupan función semejante sólo pueden efectuar matrimonios de interés, porque de otro modo no podrían vivir «conforme a su rango», es un resto de las ideas precapitalistas, como todo aquello que se refiere al rango. El capitalismo no conoce la noción del rango ni la conformidad con él, pues en este régimen cada quien vive con los medios de que dispone.

Hay mujeres que se prostituyen porque les gusta el macho, y otras por motivos económicos. Muchas de ellas por ambas razones. Es preciso reconocer que en una sociedad donde no exista diferencia alguna en la importancia de los ingresos, el motivo económico desaparecería por completo, o al menos se reduciría a un mínimo. Sería ocioso preguntarse si en una sociedad en donde todos los ingresos fuesen iguales nuevos motivos sociales pudieran favorecer la prostitución. En todo caso, nada autoriza para creer a priori que la moralidad sexual sería más satisfactoria en una sociedad socialista que en la sociedad capitalista.

En ninguna esfera de la investigación social hay más ideas por reformar que en el campo de las relaciones entre la vida sexual y el orden que se funda en la propiedad. Actualmente este problema se aborda con toda clase de prejuicios. Será necesario considerar los hechos de manera distinta de como lo hacen quienes sueñan en un paraíso perdido, ven el porvenir color de rosa y condenan todo en la vida que les rodea.

«Lo que hace a muchos sentirse descontentos con el sistema capitalista es que el capitalismo brinda a cada cual la oportunidad de realizar sus máximas aspiraciones, lo cual como es natural, sólo lo logran unos pocos»

Ludwig von Mises


1 Cf.Bebel Der Frau und der Socialismus, 16a. ed., Stuttgart, 1892, pág. 343.

2 Sería salirse del marco de nuestra exposición hacer el estudio de la medida en que las reivindicaciones extremistas del feminismo han sido ideadas por hombres y por mujeres cuyo carácter sexual no estaba claramente desarrollado.

3 Cf. Marx Engels, Das Kommunistische Manifest, 7a. ed Berlín, 1906, pág. 35.

4 Cf. Bebel, Die Frau und der Socialismus. págs. 141...

5 Cf. Marianne Weber, Ehefrau un Mutter in der Rechtsentwickhung, págs. 6...