Año: 15, Febrero 1973 No. 288

Consideraciones en torno a la decadencia de la Civilización Clásica

Ludwig von Mises

N.D. Tomado del libro «ACCION HUMANA» de Ludwig von Mises.

Percatarse, en la medida exacta, de cuáles son las consecuencias generadas por la interferencia de los poderes públicos en los precios, hace ver, con meridiana claridad, las causas de orden económico que dieron lugar a un hecho de trascendencia capital en la historia: el ocaso de la civilización clásica.

Carece de interés determinar si la organización económica del imperio romano constituía sistema capitalista o no. Lo que sí puede afirmarse, sin lugar a dudas, es que, al llegar el imperio a su cenit en el siglo II bajo los antónimos, los emperadores, «buenos», se había instaurado un avanzado régimen de división social del trabajo al amparo de un activo comercio interregional. Varios centros metropolitanos, un número considerable de ciudades y muchas aglomeraciones urbanas más pequeñas constituían los núcleos de una civilización refinada. Los habitantes de estas poblaciones eran abastecidos de alimentos y materias primas procedentes no ya de las comarcas agrícolas próximas, sino que también de lejanas provincias. Algunos de estos suministros afluían en concepto de rentas que los ciudadanos ricos retiraban de sus propiedades rústicas. Pero la porción más considerable provenía del intercambio de los productos manufacturados por los habitantes de la ciudad y los artículos ofrecidos por la población rural. Registrábase un comercio intensivo entre las distintas regiones del vasto imperio. No sólo las industrias, sino también la agricultura, tendían a especializarse cada vez más. Las diversas partes del imperio no eran ya económicamente autárticas; más bien operaban como mutuamente interdependientes.

No fueron las invasiones bárbaras la causa y origen de la caída del imperio romano y del ocaso de su civilización, sino el resquebrajamiento de aquella interconexión económica. Los agresores exteriores no hicieron más que aprovechar la oportunidad que la debilidad interna del imperio les ofrecía. Desde el punto de vista militar, las hordas invasoras de los siglos IV y V no eran en modo alguno superiores a aquellas otras, fácilmente vencidas por las legiones imperiales poco antes. Roma era la que había cambiado; su estructura económica y social pertenecía ya al medievo.

La libertad que Roma reconociera a la economía siempre estuvo mediatizada. El comercio de cereales y demás bienes considerados de primera necesidad fue objeto de una intervención mayor que otros aspectos de la actividad mercantil. Se consideraba inmoral e injusto pedir por el trigo, el aceite o el vino los artículos esenciales de aquellos tiempos precios superiores a los que las gentes tenían por normales. Las autoridades municipales intervenían enérgicamente para cortar lo que consideraban abusos de los especuladores. De esta suerte se impedía el desenvolvimiento de un eficiente comercio mayorista de aquellos productos. La política de las annona es decir, la nacionalización o municipalización del comercio de granos pretendía subsanar los fallos. Pero su efectos eran más bien contraproducentes. Los cereales escaseaban en las aglomeraciones urbanas y los agricultores se quejaban de que su cultivo no era remunerado1. La interferencia de la autoridad impedía que se equilibrara la oferta con la creciente demanda.

El desastre sobrevino cuando, ante los disturbios políticos de los siglos III y IV, los emperadores se dedicaron a rebajar y envilecer la moneda. Tales prácticas, unidas a unos congelados precios máximos, paralizaron la producción y el comercio de los artículos básicos, desintegrando la organización económica de la sociedad. Cuanto más celo desplegaban las autoridades en hacer respetar las tasas, tanto más desesperada se hacía la situación de las masas urbanas, que dependía siempre de la adquisición de productos alimenticios. El comercio de granos y de otros artículos de primera necesidad desapareció por completo. Para no morir de hambre, las gentes huían de las ciudades, refugiándose en el campo, dedicándose al cultivo de cereales, olivos, vides y otros productos, pero tan sólo para su propio consumo. Por otra parte, los grandes terratenientes restringieron las superficies dedicadas al cultivo de cereales y comenzaron a fabricar en sus granjas las viilae los productos de artesanía que precisaban. Paso a paso, la agricultura en gran escala, seriamente amenazada ya por el escaso rendimiento del trabajo de los esclavos, dejó de estar racionalizada cuando no fue posible vender a precios remuneradores. Como los propietarios rurales no podían vender en las ciudades, los artífices urbanos perdieron también su clientela. Para cubrir las necesidades requeridas por la explotación agraria hubieron de acudir a emplear, en la propia villa, artesanos que trabajaran por su cuenta. Así, el terrateniente abandonó la explotación en gran escala y se convirtió en mero perceptor de la renta abonada por arrendatarios y aparceros. Estos coloni eran o esclavos liberados o propietarios urbanos que se establecían en los pueblos y volvían a labrar la tierra. Surgió una tendencia en los latifundios a la autarquía. La actividad económica de las ciudades, el tráfico mercantil y el desenvolvimiento de las manufacturas urbanas se redujo de modo notable. El progreso de la división del trabajo, tanto en Italia como en las provincias del imperio, se contuvo. La estructura económica de la antigua civilización, que tan alto nivel alcanzara, retrocedió a lo que hoy se deno­mina feudal de la edad media.

Los emperadores se alarmaron ante tal estado de cosas que minaba gravemente su poderío militar y financiero. Pero las medidas adoptadas resultaron ineficaces por cuanto no atacaban la raíz del mal. Apelar a la coerción y compulsión para invertir la registrada tendencia hacia la desintegración social era contraproducente si se advierte que precisamente la descomposición traía su origen en el haberse aplicado desacertadamente medidas de fuerza y coacción. Ningún romano fue capaz de intuir que la decadencia del imperio era consecuencia de la injerencia estatal en los precios y del envilecimiento de la moneda. Era inútil que los emperadores dictaran leyes contra el habitante de la ciudad que relicta civitate rus habitare maluerit2. El sistema de las leiturgia los servicios públicos que habían de prestar los ciudadanos ricos no hacían más que acelerar el proceso de descomposición del régimen de división del trabajo. Las disposiciones relativas a las obligaciones especiales de los navieros, los navicularii, no tuvieron más éxito en su pretensión de detener la decadencia de la navegación que las leyes cerealistas en su aspiración a apartar los obstáculos que dificultaban abastecer de productos agrícolas a las aglomeraciones urbanas.

La maravillosa civilización de la antigüedad desapareció porque fue incapaz de amoldar su código moral y su sistema legal a las exigencias de la economía de mercado. Cualquier sistema social se halla inexorablemente condenado a perecer cuando los actos humanos indispensables para que funcione normalmente son menospreciados por la moral, declarados contrarios al derecho por los códigos y perseguidos por jueces y magistrados El imperio romano sucumbió porque sus ciudadanos ignoraron el espíritu liberal y repudiaron la iniciativa privada. El intervencionismo económico y su corolario político, el gobierno dictatorial descompusieron la poderosa organización de aquel imperio, como también harán, en el futuro, con cualquier otro régimen social.


1 Vid. ROSTOVTZEFF, The Social and Economic History of the Roman Empire (Oxford, 1926, página 187).

2 Corpus Juris Civilis, 1. un C. X. 37.