Año: 15, Abril 1973 No. 292

La limitación de la descendencia

Ludwig von Mises

N.D. Tomado del libro «ACCION HUMANA» de Ludwig von Mises, que puede obtenerse en el CEES en inglés o en español .

La escasez natural de los medios de subsistencia hace que todo ser vivo, en principio, considere a sus congéneres mortales enemigos en despiadada lucha por la existencia, desencadenándose entre los semejantes feroz competencia biológica. Tan insoluble conflicto, sin embargo, por lo que al hombre atañe, pacíficamente se resuelve en cuanto la división del trabajo reemplaza entre los individuos, las familias, las tribus y las naciones a la primitiva autarquía económica. No hay en el ámbito social conflicto de intereses mientras no se rebasa la cifra óptima de población. Prevalece la armonía en cuanto aumenta la producción a ritmo igual o superior al crecimiento de la población. Las gentes dejan de presentarse como rivales en feroz pugna por apropiarse cada uno la mayor porción posible de unas existencias rigurosamente tasadas. A la inversa, cooperan entre sí los hombres por conseguir comunes objetivos. El crecimiento de la población no obliga a reducir la ración de cada uno, permitiendo, por el contrario, incluso incrementarla.

La población humana, desde luego, fácilmente rebasaría su cifra óptima hasta alcanzar los límites marcados por las existencias alimenticias si los mortales no pretendieran en esta vida más que comer y cohabitar. Pero las aspiraciones del hombre son superiores al mero sustento y carnal ayuntamiento; queremos, además, vivir humanamente. Al incrementarse las disponibilidades materiales, suele aumentar también la población; tal aumento, sin embargo, es siempre menor que el que permitiría el atender exclusivamente las más elementales necesidades. No hubiera sido posible, en otro caso, ni establecer vínculos sociales ni desarrollar civilización alguna. Como acontece en las colonias de roedores y microbios, cualquier aumento de los alimentos habría ampliado la población hasta aquel límite impuesto por la mera supervivencia; imposible hubiera resultado destinar ni la más mínima porción de nuestros bienes a cometido alguno distinto de la estricta subsistencia fisiológica. El error básico en que incide la ley de hierro de los salarios estriba precisamente en considerar a los seres humanos o, por lo menos, a los asalariados como entes movidos tan sólo por impulsos animales. Quien admite la procedencia de la aludida ley olvida que el hombre, a diferencia de las bestias, quiere alcanzar, además, otros fines netamente humanos, fines éstos que podemos calificar de elevados o sublimes.

La maltusiana ley de la población constituye una de las grandes conquistas del pensamiento. Sirvió, junto con la idea de la división del trabajo, de base a la moderna biología y a la teoría de la evolución. Estamos ante dos teoremas de la máxima trascendencia, en el ámbito de las ciencias de la acción humana, que sólo ceden en importancia ante el descubrimiento de la regularidad e interdependencia de los fenómenos de mercado y el exclusivo acondicionamiento de éstos por las propias circunstancias mercantiles. Las objeciones opuestas tanto a la ley de Malthus como a la ley de los rendimientos son vanas y carecen de consistencia. Ambas leyes son incontrovertibles. El papel que las mismas desempeñan dentro de las disciplinas de la acción humana es, sin embargo, distinto al que Malthus les atribuyera.

Los seres de condición no humana hállanse inexorablemente sometidos a la ley biológica que Malthus descubriera.1Por lo que a los aludidos entes atañe, ese su aserto según el cual el número de tales seres tiende a sobrepasar la cuantía de disponibles subsistencias, viniendo la insuficiencia alimenticia a suprimir inexorablemente a los sobrantes, resulta válido por completo. Para dichos animales, el concepto del mínimo de subsistencia cobra rigurosa virtualidad. En el caso del hombre, sin embargo, el planteamiento es totalmente distinto. Hay un lugar en nuestra escala valorativa para los impulsos puramente zoológicos comunes a todos los animales, pero al tiempo hacemos en ella reserva para otras aspiraciones típicamente humanas. El hombre, al actuar, somete también al dictado de la razón la satisfacción de sus apetitos sexuales. Pondera, antes de entregarse a tales impulsos, los pro y contras. No cede a ellos ciegamente, como lo hace, por ejemplo, el toro. Se abstiene cuando considera el costo las previsibles desventajas excesivo. Podemos, en tal sentido sin que la expresión implique valoración ni tenga significación ética, hablar, como Malthus, de un freno moral.2

La mera ordenación racional de la actividad sexual supone ya un cierto control de la natalidad. Recurrióse más tarde independientemente de la abstención a distintos métodos para tasar el crecimiento de la población. Aparte de las prácticas abortivas, se cometieron actos atroces y repulsivos, tales como abandonar e incluso matar a los recién nacidos. Descubriéronse, finalmente, sistemas que evitaban la concepción en el acto sexual. Los métodos anticonceptivos se han perfeccionado en los últimos cien años, aplicándose cada día con mayor frecuencia, si bien, desde muy antiguo, eran conocidos y practicados.

Esa riqueza que el moderno capitalismo derrama sobre la población, allí donde existe una economía libre, unida a los constantes progresos higiénicos, terapéuticos y profilácticos adelantos éstos igualmente de origen capitalista, ha reducido considerablemente la mortalidad sobre todo la infantil y alargado la vida media. Por ello, en tales zonas, ha sido preciso adoptar últimamente medidas más rigurosas en el control de la natalidad. El capitalismo es decir, la remoción de cuantos obstáculos otrora perturbaran la libre iniciativa y el desenvolvimiento de la empresa privada ha ejercido, desde luego, un poderoso influjo sobre los hábitos sexuales de las gentes. No es que sea de ahora el control de la natalidad; lo totalmente nuevo es su intensificación y generalización. Tales prácticas no se circunscriben ya, como antes ocurría, a los estratos superiores de la población; gentes de toda condición recurren a ellas en nuestros días. Adviértase cómo uno de los más típicos efectos sociales del capitalismo es la «desproletarización» de las masas. El sistema, en efecto, eleva de tal modo el nivel de vida de los trabajadores que los «aburguesa», induciéndoles a pensar y actuar como antes sólo las gentes más acomodadas lo hacían. Deseosos de preservar, en beneficio propio y en el de sus hijos, el nivel de vida alcanzado, hace tiempo que comenzaron a controlar conscientemente la natalidad. Tal conducta, con la expansión y progreso del capitalismo, va convirtiéndose en práctica universal. El capitalismo, pues, ha reducido los índices tanto de natalidad como de mortalidad. Ha alargado la vida media del hombre.

No era posible todavía, en la época de Malthus, apreciar esos peculiares efectos demográficos que el capitalismo iba a provocar. Vano es pretender hoy en día ignorarlos. Tales realidades, sin embargo, para muchas personas cegadas por prejuicios románticos, constituyen evidentes síntomas de decadencia y degeneración. La raza blanca asegúrase es una raza envejecida y decrépita; altamente acongojados, muchos destacan la menor proporción en que los asiáticos, comparados con los pobladores de la Europa occidental, Norteamérica y Australia, controlan su descendencia. El crecimiento demográfico de los pueblos orientales pues los nuevos sistemas terapéuticos y profilácticos también en tales zonas han reducido notablemente los índices de mortalidad es mucho mayor que el de las naciones occidentales. ¿No serán un día éstas aplastadas por la simple superioridad numérica de las masas de la India, Malasia, China o Japón, que tan escasamente contribuyeron a un progreso y a un adelanto como inesperado regalo recibido?

Carecen de fundamento tales temores. La historia nos enseña que la raza caucásica invariablemente, al disminuir la mortalidad efecto directo del capitalismo, reaccionó disminuyendo las tasas de natalidad. De la experiencia histórica no cabe, desde luego, deducir ley general alguna. El análisis praxeológico, sin embargo, nos hace ver la obligada concatenación existente entre ambos fenómenos. Al incrementarse la cuantía de los bienes y riquezas disponibles, la población tiende también a crecer. Pero si tal aumento demográfico absorbe íntegramente aquellos adicionales medios, deviene imposible toda ulterior elevación del nivel de vida de las masas. La civilización se congela; el progreso se paraliza.

Advertimos la trascendencia de los temas examinados si suponemos que, por feliz coincidencia, en determinado momento se descubre un adelanto terapéutico cuya aplicación no exige grandes gastos ni inversiones. Cierto es que, modernamente, la investigación médica y la producción de los correspondientes remedios exigen enormes inversiones de capital y trabajo. Los triunfos conseguidos, desde luego, son también frutos del capitalismo. Bajo ningún otro régimen social hubiéranse logrado. Pero, hasta hace poco, otro era el planteamiento. El descubrimiento de la vacuna antivariológica, por ejemplo, no exigió grandes inversiones y su primitivo costo de administración resultaba insignificante. Así las cosas, ¿qué efecto hubiera tal descubrimiento provocado en un mundo precapitalista refractario a la racionalización de la natalidad? Habría enormemente aumentado la población, resultando, sin embargo, imposible congruamente ampliar la subsistencia; el nivel de vida de las masas hubiera registrado impresionante descenso. La vacuna contra la viruela, lejos de constituir maravilloso beneficio, habría resultado gravísima calamidad.

Esa es, más o menos, la situación de Asia y África. El mundo occidental suministra a aquellas atrasadas poblaciones sueros y fármacos, médicos y hospitales. Cierto es que, en algunos de dichos países, el capital extranjero y las importadas técnicas, que vivifican el escaso capital indígena, han permitido incrementar la producción per capita, lo cual ha desatado una tendencia a la elevación del nivel medio de vida. Tal tendencia, sin embargo, no puede compensar la contraria que el aludido descenso del índice de mortalidad, sin congrua reducción de la natalidad, pone en marcha. No logran los pueblos en cuestión derivar los enormes beneficios que el contacto con Occidente podría depararles, única y exclusivamente porque su mentalidad, estancada desde hace siglos, para nada ha cambiado. La filosofía occidental no ha podido liberar a las masas orientales de sus viejas supersticiones, prejuicios y errores; su conocimiento sólo en el terreno de la técnica y la terapéutica ha sido ampliado.

Los reformadores y revolucionarios nativos quisieran proporcionar a sus conciudadanos un bienestar material similar al que los pueblos occidentales disfrutan. Desorientados por ideologías marxistas y militaristas, creen que la mera adopción de la técnica europea y americana basta para alcanzar tan anhelado objetivo. Pero lo que no advierten bolchevistas, ni nacionalistas, ni tampoco quienes en la India, China o el Japón con tales idearios simpatizan, es que aquellos desgraciados pueblos, para salvarse, más que técnicas occidentales lo que precisan es implantar, ante todo, la organización social que, aparte de otros muchos logros, alumbró ese saber técnico que tanto admiran. Lo que urgentemente requieren son capitalistas y empresarios, iniciativa individual y libertad económica. Ellos, sin embargo, sólo desean ingenieros, máquinas y herramientas. Lo único que de verdad separa el Este del Oeste es su respectivo sistema social y económico. El Este ignora por completo la mentalidad occidental que engendró el régimen capitalista. Mientras no se asimile el correspondiente espíritu, los frutos materiales del capitalismo resultan totalmente inoperantes. Ninguno de los triunfos occidentales hubiera sido posible en un ambiente no capitalista, y los mismos se desvanecen tan pronto como se suprime el régimen de mercado.

Los asiáticos, si realmente desean acogerse a la civilización occidental, no tienen más remedio que adoptar, sin reservas mentales, un régimen de mercado. Veránse, en tal caso, liberados de su proletaria miseria y, desde luego, procederán al control de la natalidad tal como en los países capitalistas se practica. No se verá ya, en lo sucesivo, perturbada la continua elevación del nivel de vida por un desproporcionado crecimiento demográfico. Pero si, en cambio, quieren limitarse a aprovechar las realizaciones materiales de Occidente, sin aceptar la correspondiente filosofía e ideario social, no harán más que perpetuar su actual atraso e indigencia. Tal vez su número aumente; no dejarán, sin embargo, de constituir masas de hambrientos mendigos, que nunca podrán seriamente amenazar a Occidente. En tanto nuestro mundo precise estar armado, los empresarios bajo el signo del mercado producirán sin descanso más y mejores ingenios bélicos, incomparablemente superiores a los que los orientales, meros plagiarios anticapitalistas, jamás puedan fabricar. Las dos últimas guerras cumplidamente han demostrado una vez más hasta qué punto los países capitalistas superan a los no capitalistas en cuanto a producción de armamentos. Pueden las gentes, desde dentro, socavando la operación del mercado, destruir el sistema capitalista; ningún enemigo externo, sin embargo, podrá jamás aniquilar nuestra civilización. Las fuerzas armadas, allí donde hay régimen de mercado, hállanse tan eficazmente equipadas que ejército alguno de país económicamente atrasado, por numeroso que sea, puede vencerlas. Se ha exagerado el peligro de hacer públicas las fórmulas de las armas «secretas». La inventiva e ingenio del mundo capitalista, en el caso de una nueva guerra, supondría desde un principio enorme ventaja sobre aquellos otros pueblos capaces sólo de copiar y servilmente imitar.

Los pueblos que económicamente se organizan bajo el signo del mercado, manteniéndose fieles a sus principios, superan en todos los terrenos a los demás. Su horror a la guerra no significa debilidad ni incapacidad bélica. Procuran la paz por constantes que los conflictos armados perturban y pueden llegar a destruir el orden social basado en la división del trabajo. Cuando la pugna, sin embargo, deviene inevitable, no tardan en mostrar también entonces su incomparable eficacia. Repelen al bárbaro agresor por numerosas que sus huestes sean.

El conscientemente mantener adecuada proporcionalidad entre las disponibilidad de bienes y la cifra de población constituye insoslayable exigencia impuesta a la vida y a la acción humana, condición sine qua non para que pueda incrementarse la riqueza y el bienestar general. Para decidir si la abstención sexual es el único procedimiento aconsejable en esta materia, preciso es previamente dilucidar toda una serie de problemas atinentes a la higiene tanto corporal como mental. El invocar preceptos éticos, estructurados en épocas pasadas de circunstancias totalmente distintas a las presentes, sólo sirve para confundir el debate. No entra la praxeología en los aspectos teológicos del problema. Limitase a advertir que el mantenimiento de la civilización y la elevación del nivel de vida obligan al hombre a controlar su descendencia.

Un régimen socialista igualmente habría de regular la natalidad imponiendo las correspondientes medidas coactivas. Tendría que reglamentar la vida sexual de sus súbditos, por lo mismo que ha de regular sus demás actividades. Bajo la economía de mercado, en cambio, cada uno tiende, por su propio interés, a no engendrar más hijos que aquellos que puede mantener sin rebajar el nivel de vida familiar. Mantiénense así las cifras de población dentro del límite marcado por el capital disponible y el progreso técnico. La personal conveniencia de cada uno viene a coincidir con el interés de los demás.

Quienes se oponen a racionalizar la natalidad simplemente pretenden que el hombre renuncie a uno de los insoslayables medios puestos a su disposición para mantener la pacífica convivencia y el orden social basado en la división del trabajo. Suscítanse irreconciliables conflictos de intereses donde quiera se esté reduciendo el nivel medio de la vida a consecuencia de excesivo crecimiento de la población. Resurge la primitiva lucha por la existencia, en la cual cada individuo aparece como mortal enemigo de sus semejantes. Sólo la supresión del prójimo permite incrementar el propio bienestar. Aquellos filósofos y teólogos para los cuales el control de la natalidad va contra las leyes divinas y naturales no hacen más que cerrar los ojos a las más evidentes realidades. La naturaleza, avara y cicatera, tasa al hombre los medios materiales que su bienestar y aun su mera supervivencia exigen. Las circunstancias naturales sitúan al hombre ante el dilema de vivir en lucha constante contra todos sus semejantes o de montar un sistema de cooperación social. La benemérita cooperación social deviene, sin embargo, imposible en cuanto las gentes dejan de reprimir sus impulsos genésicos. El hombre, al voluntariamente restringir su capacidad procreadora, no hace más que atemperar su conducta a la realidad. Sólo racionalizando la pasión erótica es posible el mantenimiento de la civilización y de los vínculos sociales. La reproducción sin coto ni medida, por otra parte, no aumentaría la población, sino que la reduciría, viéndose los escasos supervivientes condenados a una vida tan penosa y mísera como la de nuestros milenarios antepasados.


1 La ley de Malthus es de carácter biológico, no praxeológico. Su conocimiento, sin embargo, resulta indispensable para la praxeología al objeto de debidamente precisar, acontrario sensu, las notas típicas de la acción humana. Los economistas hubieron de estructurarla ante la incapacidad de los cultivadores de las ciencias naturales para descubrirla. Tal averiguación de la ley de la población destruye, por otra parte, el mito popular que considera atrasadas las ciencias de la acción humana, las cualessupone han de apoyarse en las ciencias naturales.

2 Malthus, igualmente, la empleó sin ninguna implicación valorativa ni ética. Vid. BONAR, Malthus and His Work (Londres, 1885), pág. 53. Podría, quien lo prefiera, sustituir la expresión freno moral por freno praxeológico