Año: 15, Mayo 1973 No. 293

El origen histórico de la idea socialista

Ludwig von Mises

N. D. Tomado del libro «ACCION HUMANA» de Ludwig von Mises, que puede obtenerse en el CEES en inglés y español.

Cuando la filosofía social del siglo XVIII sentó las bases de la praxeología y la economía, hubo de enfrentarse con la idea, aceptada casi universalmente, de que existía notorio antagonismo entre el mezquino egoísmo de los particulares y el interés social personificado por el estado. Cierto es que no había entonces todavía llegado a su plenitud aquel proceso que acabaría elevando a quienes manejan el aparato estatal de fuerza y coerción a la categoría de deidades. Cuando a la sazón las gentes pensaban en el estado aún no se representaban la cuasi teológica imagen de un ente omnisciente y omnipotente, encarnación perfecta de todas las virtudes. Contemplaban, por el contrario, a los gobernantes de su tiempo tal y como efectivamente procedían en la escena política. Veían una serie de entidades soberanas cuya extensión territorial era fruto de sangrientas guerras, intrigas diplomáticas, matrimonios y sucesiones dinásticas. Príncipes que en muchos países confundían sus personales rentas y patrimonios con el erario público, y repúblicas oligárquicas como Venecia y algunos cantones suizos cuyo único objetivo, en la gestión de la cosa pública, consistía en enriquecer al máximo a la aristocracia gobernante. Los intereses de tales estados, naturalmente, tropezaban, por un lado, con los de sus «egoístas» súbditos que sólo aspiraban al propio bienestar, y por otro, con los de los gobiernos extranjeros, tan codiciosos, como ellos, de botín y conquistas territoriales. Los tratadistas de derecho político, al analizar tal antagonismo, solían defender la causa de su propio gobierno. Daban por supuesto, con manifiesta candidez, que en el estado encarnaba el interés de la colectividad, siempre éste en irreductible conflicto con el egoísmo individual. El poder público, al domeñar la codicia de sus súbditos, promovía el bienestar general frente a las mezquinas apetencias de los particulares.

La filosofía liberal demostró la inanidad de tales mitos. En la sociedad de mercado libre afirmó no hay oposición entre los rectamente entendidos intereses de unos y otros. Los de los ciudadanos no son contrarios a los del país, ni los de cada nación pugnan con los de las demás.

Al evidenciar la certeza de tales tesis, empero, los propios filósofos liberales, sin darse cuenta, estaban vigorizando esa aludida tendencia a la divinización del estado. Forjaron unos ideales gobernantes, imaginarios seres que contraponían a los políticos de su época. Evocaban un teórico estado cuyo único objetivo sería promover la máxima felicidad del súbdito. Carecía por completo tal imagen de corporeidad real en la Europa del ancien régime. En ésta, por el contrario, actuaban reyezuelos alemanes que vendían a sus súbditos, como ganado, para engrosar las filas de los ejércitos extranjeros; monarcas que aprovechaban cualquier oportunidad para avasallar a sus más débiles vecinos; se producían, en efecto, las escandalosas particiones de Polonia, mientras Francia era gobernada por los hombres más libertinos del siglo, el regente de Orleáns, primero, y Luis XV, después, y en España imperaba el rústico amante de una reina adúltera. Pese a tales realidades, los filósofos liberales arbitraban un ente estatal que nada tenía en común con aquellas corrompidas cortes y aristocracias. Al frente del estado ponían un ser perfecto, un rey cuya única preocupación consistía en fomentar el bienestar general. Sentadas tales premisas, preguntábanse los aludidos pensadores por qué el actuar de los ciudadanos, libres de todo control autoritario, no habría de derivar por cauces que incluso aquel sabio y buen rey consideraría los mejores. Para el filósofo liberal, la cosa no ofrecía duda. Los empresarios, desde luego pensaba, serán egoístas y buscarán únicamente su propio provecho. Pero como quiera que, bajo el signo de mercado, sólo se lucra quien, del mejor modo posible, atiende las más urgentes necesidades de los consumidores, los objetivos del empresario forzosamente vendrán a coincidir con los de ese perfecto rey, que tan sólo aspira a que los medios de producción se aprovechen como más cumplidamente permitan atender las necesidades de las gentes.

Es obvio que el así razonar implica introducir en el debate juicios de valor y prejuicios políticos. Aquel paternal gobernante no es más que el otro «yo» del economista, quien, mediante este artilugio, pretende elevar sus personales juicios de valoración al rango de normas universalmente válidas, de eternos valores absolutos. Identifícase el interesado con el perfecto rey, considerando implica bienestar general, interés colectivo y producción volkswirtschaftliche la consecución de aquellos objetivos que él perseguiría de hallarse investido de poder real, a diferencia de los que persiguen las personas a quienes avasalla su personal egoísmo. La candidez de tales teóricos les impide percatarse de que simplemente han personificado sus propios y arbitrarios juicios de valor en el imaginado soberano, hallándose plenamente convencidos de que saben de modo incontestable distinguir el bien del mal. Bajo la máscara del benévolo y paternal autócrata, el propio ego del autor es ensalzado como la voz de la ley moral absoluta.

Típico de la imaginaria construcción de este régimen ideal es el que todos los ciudadanos hállanse incondicionalmente sometidos a autoritario control. El rey ordena; los demás obedecen. La economía de mercado se ha desvanecido; no existe ya propiedad privada de los medios de producción. Se conserva la terminología de la economía de mercado, pero en realidad han desaparecido la propiedad privada de los medios de producción, la efectiva compraventa, así como los precios libremente fijados por los consumidores. La producción es ordenada por las autoridades, no por el autónomo actuar de los consumidores. El gobernante asigna a cada uno su puesto en la división social del trabajo, determina qué y cómo debe producirse y cuánto puede cada uno consumir. Tal planteamiento implica lo que hoy denominamos socialismo de tipo germano (1).

Los economistas parangonaban ese régimen imaginario, encarnación, a su juicio, de la auténtica ley moral, con la economía de mercado, resultándoles ésta tan atractiva por cuanto suponían había de provocar una situación muy parecida a la que el supremo poder del perfecto jerarca hubiera implantado. Recomendaban el mercado porque, en su opinión, permitía alcanzar los mismos objetivos que la actuación del rey perfecto perseguiría. La mayoría de los viejos liberales admitió, como premisa mayor, aquella idea, mantenida por cuantos defienden la planificación y el socialismo, según la cual los planes del dictador totalitario plasmarían siempre lo que fuera más perfecto desde el punto de vista tanto moral como económico. Imprimieron así, sin ellos darse cuenta, nuevos impulsos al socialismo y al dirigismo al estructurar la imagen de un estado perfecto que desplazaría a los malvados e inmorales déspotas y políticos del mundo real. Cierto es que ese ideal estado perfecto, para los aludidos liberales, no era más que auxiliar instrumento mental de razonamiento, imaginaria construcción con la que contrastar el funcionamiento de la economía del mercado. Pero a nadie extrañará que las gentes acabaran por preguntarse por qué no se trasplantaba ese ideal estado de la esfera del pensamiento al mundo de la realidad.

Los antiguos reformadores sociales pretendían implantar la sociedad perfecta confiscando toda propiedad privada y procediendo subsiguientemente a su redistribución; cada ciudadano recibiría idéntica porción de esa expropiada riqueza, y una continua vigilancia por parte de las autoridades garantizaría el mantenimiento de dicha absoluta igualdad. Tales planes, sin embargo, devinieron impracticables al aparecer las gigantescas factorías y las colosales empresas mineras y de transporte. No cabía ni siquiera pensar en desarticular las grandes compañías industriales en fragmentos iguales (2). La socialización de los medios de producción había de reemplazar al ya superado reparto social. Los instrumentos productivos serían expropiados, pero no habría ulterior redistribución de los mismos. Sería el estado quien operara las fábricas y las explotaciones agrícolas.

Tan pronto como las gentes comenzaron a atribuir al ente estatal perfección no sólo moral, sino también intelectual, la conclusión lógicamente devino insoslayable. Aquel imaginario estado de los filósofos liberales había siempre constituido persona jurídica sin intereses propios, dedicada por entero a procurar el mayor bienestar posible a todos los súbditos. El egoísmo de las personasadvirtieron dichos pensadores forzosamente tenía que provocar en una sociedad mercado los mismos efectos que ese tantas veces aludido gobernante perfecto desearía producir; por eso y sólo por eso recomendaban la instauración de la economía de mercado.

El aludido planteamiento como decíamos por entero, sin embargo, se transmutó en cuanto las gentes empezaron a ver en el estado no sólo la mejor voluntad, sino además omnisciencia absoluta. Ente tan bueno como infalible, forzosamente sabría ordenar las actividades productivas mucho mejor que los, a fin de cuentas, imperfectos y falibles mortales. Conseguiría evitar todos aquellos errores en que a menudo inciden empresarios y capitalistas. Nunca más se producirían erradas inversiones ni se dilapidarían en mercancías menormente valoradas por los consumidores los siempre escasos factores de producción, multiplicándose así la riqueza y el bienestar de todos. Puro malbaratamiento nos resulta la «anarquía» de la producción privada comparada con la planificación que implantaría el estado omnisciente. El sistema de producción socialista surge entonces ante nosotros como el único método en verdad razonable, pareciéndonos, en cambio, la economía de mercado la encarnación de la sinrazón misma. Constituye esta última, para los socialistas racionalistas, incomprensible aberración en la que un día incidió la humanidad. Los historicistas suponen que se trata de una fase inferior de la evolución humana que el ineludible proceso de progresivo perfeccionamiento superará, implantándose un sistema más ordenado y lógico, cual es el socialismo. Ambas corrientes ideológicas coinciden en que la propia razón exige instaurar el socialismo.

Eso que la mente ingenua denomina razón no es, sin embargo, en definitiva, más que la absolutización de los propios juicios de valor. El interesado limítase a proclamar la coincidencia de sus lucubraciones con supuestas conclusiones derivadas de una vaga razón absoluta. A socialista alguno jamás se le ocurrió pensar que aquella abstracta entidad a la que desea investir de los más ilimitados poderes llámese humanidad, sociedad, nación, estado o gobierno podría llegar a actuar en forma que él personalmente desaprobaría. Si su ideal tanto le entusiasma es precisamente porque no duda que el supremo director de la comunidad socialista actuará siempre como él el socialista individual considera más razonable, persiguiendo aquellos objetivos que él el socialista individual estima de mayor interés, con arreglo a los métodos que él el socialista individual en su caso adoptaría. Por eso, el marxista sólo califica de genuino socialismo a aquel sistema que cumpla con las anteriores condiciones; toda otra organización, aun cuando se adjudique a sí misma el calificativo de socialista, nunca será más que espúrea imitación, en nada parecida al auténtico socialismo. Tras cada socialista se esconde un dictador. ¡Ay del disidente! No tiene ni derecho a la vida; preciso es «liquidarlo».

La economía de mercado permite a las gentes pacíficamente cooperar entre sí, sin que a ello se oponga la diferencia que puedan reflejar los personales juicios de valor. La organización socialista, en cambio, no admite al disidente. Gleichschaltung, una perfecta uniformidad, que el rigor policiaco mantiene, constituye la norma suprema.

Las gentes frecuentemente califican de religión al socialismo. Y, ciertamente, lo es; es la religión de la autodivinización. El Estado y el Gobierno al que los planificadores aluden, el Pueblo de los nacionalistas, la Sociedad de los marxistas y la Humanidad de los positivistas son distintos nombres que adopta el dios de la nueva religión. Tales símbolos, sin embargo, tan sólo sirven para que tras ellos se oculte la personal voluntad del reformador. Asignando a su ídolo cuantos atributos los teólogos a Dios otorgan, el engreído ego se autobeatifica. También él es piensa infinitamente bueno, omnipotente, omnipresente, omnisciente y eterno; el único ser perfecto en este imperfecto mundo.

La economía debe rehuir el fanatismo y la sectaria ofuscación. Argumento alguno, desde luego, impresiona al fiel devoto. La más leve crítica resulta para él escandalosa y recusable blasfemia, impío ataque lanzado por gentes malvadas contra la gloria imperecedera de su deidad. La economía se interesa por la teoría socialista, no por las motivaciones psicológicas que inducen a las gentes a caer en la estatolatría.

  1. Vid. Págs. 864-867.

  2. Todavía actualmente, sin embargo, en Estados Unidos hay quienes quisieran desarticular la producción en gran escala y suprimir los grandes negocios.