Año: 15, Octubre 1973 No. 304

La Propaganda Comercial

Ludwig van Mises

Tomado del libro «EL MERCADO», publicado por el CEES

El consumidor no es omnisciente. No sabe, a menudo, dónde encontrar lo que busca al precio más barato posible. Muchas veces incluso ignora qué mercancía o servicio es el más idóneo para suprimir el específico malestar que le atormenta. El consumidor únicamente conoce las circunstancias que, en el inmediato pretérito, registró el mercado. De ahí que constituya misión de la propaganda comercial el brindarle información acerca del estado actual del mercado.

La propaganda comercial debe ser chillona y llamativa. El objeto de la misma es atraer la atención de gentes rutinarias, despertar en ellas dormidas inquietudes, inducirías a innovar, abandonando lo tradicional, lo superado y trasnochado. La publicidad, para tener éxito, debe acomodarse a la mentalidad del público. Ha de seguir los gustos y hablar el lenguaje de la muchedumbre. Por eso es vocinglera, escandalosa, burda, exagerada, porque la gente no reacciona ante la delicada insinuación. Es el mal gusto del público lo que obliga al anunciante a desplegar idéntico mal gusto en sus campañas. El arte publicitario deviene rama de la psicología aplicada, disciplina próxima a la pedagogía.

La publicidad, al igual que cuanto pretende acomodarse al gusto de las masas, repugna a las almas de sentimientos refinados. Muchos, por eso, menosprecian la propaganda comercial. Los anuncios y todos los demás sistemas de publicidad son recusados por entenderse constituyen uno de los más desagradables subproductos que la competencia sin trabas engendra. La propaganda debería prohibirse. Los consumidores habrían de ser ilustrados por técnicos imparciales; las escuelas públicas, la prensa «no partidista» y las cooperativas podrían cumplir tal función.

El restringir el derecho del comerciante a anunciar sus mercancías implica, sin embargo, coartar la libertad de los consumidores de gastarse el dinero de conformidad con sus propios deseos y preferencias. Impediríales a éstos, en tal caso, alcanzar cuanto conocimiento puedan y quieran adquirir acerca del estado del mercado y de aquellas circunstancias que consideren de interés al decidirse o abstenerse de comprar. Sus decisiones no dependerían ya de la personal opinión que les mereciera la valoración dada por el vendedor a su producto; habrían de fiarse de ajenas recomendaciones. Tales mentores, es posible, les ahorran algunas equivocaciones. Pero, en definitiva, los consumidores hallaríanse sometidos a la tutela de unos guardianes. Cuando la publicidad no se restringe, los consumidores aseméjanse al jurado que se informa del caso escuchando a los testigos y examinando directamente los demás medios de prueba. Por el contrario, al coartarse la publicidad, la condición de aquéllos es similar a la del jurado que se limitara a escuchar el informe que un funcionario judicial le pudiera facilitar acerca del resultado que, en opinión de este último, arrojaban las probanzas por él practicadas.

Constituye error harto extendido el suponer que una publicidad hábilmente dirigida es capaz de inducir a los consumidores a comprar todo aquello que el anunciante se proponga. El consumidor, a tenor de tal leyenda, hállase completamente indefenso ante una publicidad enérgica. El éxito o el fracaso en el mundo mercantil dependería exclusivamente del elemento publicitario. Nadie se atrevería, sin embargo, a afirmar que publicidad alguna haría podido proteger a los fabricantes de velas ante la competencia de la bombilla eléctrica, a los coches de caballos ante los automóviles y a la pluma de ganso, primero ante la de acero y después ante la estilográfica. Quien quiera admita estas evidentes realidades, forzosamente habrá de conceder que la calidad del producto anunciado influye de modo decisivo en el éxito de toda campaña publicitaria. No resulta, siendo ello así, lícito afirmar que la publicidad constituya simple ardid destinado a engañar a las almas cándidas.

Puede, desde luego, el anuncio inducir a alguna persona a adquirir determinado artículo que no habría comprado si hubiera sabido, de antemano, las condiciones del mismo. Pero mientras la publicidad sea libre para todos los que, entre sí, compiten, aquellos productos que resulten más del gusto de los consumidores, en definitiva, prevalecerán sobre los que sean menos, cualesquiera que fueren los sistemas de propaganda empleados. Igual puede servirse de trucos y artificios publicitarios el vendedor de la mercancía mejor que quien ofrece el producto peor. Sólo al primero, sin embargo, aprovecha la calidad superior de su artículo.

El efecto de la propaganda comercial sobre el público viene condicionado por la circunstancia de que el comprador, en la inmensa mayoría de los casos, puede personalmente comprobar la bondad del producto anunciado. El ama de casa que prueba una cierta marca de jabón o de conservas decide, a la vista de su propia experiencia, si le interesa o no seguir comprando y consumiendo dicha mercancía. De ahí que la publicidad sólo compense si la calidad del articulo es tal que no induce al adquiriente a dejar de comprarlo en cuanto lo prueba. Hoy en día universalmente se acepta que sólo los productos buenos merecen ser anunciados.

Muy distinto resulta el planteamiento cuando se trata de realidades que no pueden ser experimentalmente comprobadas. La experiencia de nada sirve en orden a demostrar o refutar los asertos de la propaganda religiosa, metafísica o política. Con respecto a la vida ultraterrena y a lo absoluto, nada puede el hombre mortal experimentalmente saber. En política, las experiencias refiérense siempre a fenómenos complejos, susceptibles de las más diversas interpretaciones; sólo el razonamiento apriorístico sirve de guía cuando de doctrinas políticas se trata. De ahí que constituyan mundos totalmente distintos el de la propaganda política y el de la propaganda comercial, independientemente de que ambas con frecuencia apliquen idénticas técnicas publicitarias.

Existen numerosas lacras y malestares que ni la técnica ni la terapéutica actual logran remediar. Hay enfermedades incurables, hay defectos físicos inmodificables. Es, desde luego, lamentable que determinadas gentes pretendan explotar las miserias del prójimo, ofreciéndoles curas milagrosas de su propia invención. Tales filtros, evidentemente, ni rejuvenecen a los viejos ni embellecen a la que nació fea. No sirven más que para despertar esperanzas, pronto desvanecidas. En nada se perjudicaría la buena operación del mercado si las autoridades prohibieran esas propagandas, cuya verdad no cabe atestiguar recurriendo a los métodos de las ciencias naturales experimentales. Sin embargo, quien pretenda otorgar al gobernante tales funciones, no seria consecuente consigo mismo si se negara a conceder igual trato a los asertos de las diferentes iglesias y sectas. La libertad es indivisible. En cuanto se comienza a coartarla, lánzase el actor por pendiente en la que difícil es detenerse. Quien desee otorgar al estado facultades para garantizar la certeza de lo que los anuncios de perfumes y dentífricos pregonan, no puede luego negar a las autoridades idéntico privilegio cuando se trata de atestiguar la verdad de temas de mucha mayor trascendencia, cuales son los referentes a la religión, la filosofía y la ideología social.

Es falsa aquella idea según la cual la propaganda comercial somete a los consumidores a la voluntad de los anunciantes. Propaganda alguna puede impedir la venta de las mejores y más baratas mercancías que se ofrezcan a los consumidores.

Los gastos de publicidad, desde el punto de vista del anunciante, constituyen un sumando más entre los diferentes costos de producción. El comerciante gasta su dinero en propaganda en tanto considera que el correspondiente aumento de las ventas incrementará sus beneficios netos. En este sentido, diferencia alguna existe entre los costos de la publicidad y los restantes costos de producción. Se ha pretendido establecer una distinción entre costos de producción y costos de venta. El incremento de los costos de producción, se ha dicho, amplía la producción; por el contrario, los mayores costos de venta (incluidos los gastos publicitarios) incrementa la demanda[i]. El aserto es erróneo. Lo que se busca a través de todos y cada uno de los costos de producción es ampliar la demanda. Cuando el fabricante de caramelos recurre a materias primas de mejor calidad, pretende ampliar la demanda de sus golosinas, exactamente igual que cuando decide una envoltura más atractiva, dotar a sus expendedurías de detalles más acogedores o invertir mayores sumas en anuncios. Todo incremento del costo unitario de producción efectúase con miras a ampliar la demanda. Para ampliar la producción, el industrial se ve obligado a incrementar los costos totales de producción, lo cual, frecuentemente, da lugar a que se reduzca el costo unitario del bien fabricado.

¿Es la planificación central inevitable? Uno de los argumentos que con frecuencia se escuchan es el de que la complejidad de la civilización moderna ha creado problemas a los cuales no tenemos esperanza alguna de hallarles adecuada solución, como no sea mediante el sistema de planificación central. Este argumento se basa en una falta completa de comprensión de lo que es en la práctica la libre competencia. La complejidad de las circunstancias actuales es exactamente lo que hace que la libre competencia sea el UNICO método de llegar a una adecuada coordinación de los asuntos públicos.

F. A. Hayek, «El Camino de la Servidumbre».


[i] Vid. CHAMBERLIN. The Theory of Monopolistic Competition. pág. 123 y sigs. Cambridge, Massachusetts, 1935.