Año: 15, Noviembre 1973 No. 305

LA LIBERTAD

LUDWIG VON MISES

Tomado del libro «EL MERCADO», publicado por el CEES

Filósofos y legistas, una y otra vez, a lo largo de la historia del pensamiento humano, han pretendido definir y precisar el concepto de la libertad, cosechando, sin embargo, bien pocos éxitos en estos sus esfuerzos.

La idea de libertad sólo cobra sentido en la esfera de las relaciones interhumanas. No han faltado, ciertamente, escritores que encomiaran una supuesta libertad originaria o natural, la cual habría disfrutado el hombre, mientras viviera en aquel quimérico «estado de naturaleza» anterior al establecimiento de las relaciones sociales. Lo cierto, sin embargo, es que tales fabulosos individuos o clanes familiares, autárquicos e independientes, gozarían de libertad sólo mientras, en su deambular por la faz terráquea, no vinieran a tropezarse con los contrapuestos intereses de otros entes de mayores bríos. En la desalmada competencia del mundo biológico el más fuerte lleva siempre la razón y el débil no puede más que incondicionalmente entregarse. Nuestros primitivos antepasados, desde luego, no nacieron libres.

De ahí que, como decíamos, sólo en el marco de una organización social, quepa hablar con fundamento de libertad. Consideramos libre, desde un punto de vista praxeológico, al hombre cuando puede optar entre actuar de un modo o de otro, es decir, cuando puede personalmente determinar sus objetivos y elegir los medios que, al efecto, estime mejores. La libertad humana, sin embargo, hállase tasada, tanto por las leyes físicas como por las leyes praxeológicas. Vano es para los humanos el pretender alcanzar metas entre sí incompatibles. Hay placeres que provocan perniciosos efectos en los órganos físicos y mentales del hombre: si el sujeto se procura tales gratificaciones inexcusablemente sufre las correspondientes consecuencias. Carecería, sin embargo, de sentido el decir que un hombre no era libre simplemente en razón a que no podía, por ejemplo, drogarse sin sufrir los inconvenientes del caso. Las gentes, normalmente, reconocen y admiten las limitaciones que las leyes físicas imponen a su actuar; resístense, sin embargo, por lo general, a acatar la no menor inexorabilidad de las leyes praxeolágicas.

El hombre no puede pretender, por un lado, disfrutar de las ventajas que implica la pacifica colaboración en sociedad, bajo la égida de la división del trabajo y, por otro, permitirse actuaciones que forzosamente han de desintegrar tal cooperación. Ha de optar entre atenerse a aquellas normas que permiten el mantenimiento del régimen social o soportar la inseguridad y la pobreza típicas de la movida arriesgada, en perpetuo conflicto de todos contra todos. Esta ley del convivir humano no es menos inexorable que cualquier otra ley de la naturaleza.

Y, sin embargo, existe notable diferencia entre los efectos provocados por la infracción de las leyes praxeológicas y la de las leyes físicas. Ambos tipos de normas, desde luego, resultan autoimpositivas, en el sentido de que no precisan, a diferencia de las leyes promulgadas por el hombre, de poder alguno que cuide de su cumplimiento. Pero dispares son los efectos que el individuo desata al incumplir unas y otras. Quien ingiere letal ponzoña, sólo a sí mismo perjudica. En cambio, quien recurre al robo, desordena y perjudica a la sociedad en su conjunto. Mientras disfruta él únicamente de las ventajas inmediatas y a corto plazo de su acción, las perniciosas consecuencias sociales de la misma perjudican a la comunidad toda. Consideramos tal actuar delictivo precisamente por que resulta dañoso para la colectividad. Si la sociedad no pusiera enérgico coto a tan desatentado proceder, el mismo se generalizaría, haciendo imposible la convivencia, con lo que las gentes veríanse privadas de todas las ventajas que para ellas supone la cooperación social.

Para que la sociedad y la civilización puedan establecerse y pervivir, preciso es adoptar medidas que impidan a los seres antisociales destruir todo lo que el género humano consiguió, a lo largo del dilatado proceso que va desde la época Neanderthal hasta nuestros días. Con miras a mantener esa organización social gracias a la cual el hombre evita ser tiranizado por sus semejantes de mayor fortaleza o habilidad, preciso es instaurar los correspondientes sistemas represivos de la actividad antisocial. La paz pública es decir, la evitación de una perpetua lucha de todos contra todos sólo es asequible si se monta un orden donde haya un ente que monopolice la violencia y que disponga de una organización de mando y coerción, la cual, sin embargo, sólo ha de poder operar cuando lo autoricen las correspondientes normas reglamentarias, es decir, las leyes por el hombre promulgadas, que, naturalmente, no deben confundirse ni con las físicas ni con las praxeológicas. Lo que caracteriza a todo orden social es precisamente la existencia de esa institución autoritaria e impositiva que denominamos gobierno.

Las palabras libertad y sumisión cobran sentido sólo cuando se enjuicia el modo de actuar del gobernante con respecto a sus súbditos. Vano es decir que el hombre no es libre por cuanto no puede impunemente preferir, como bebida, el cianuro potásico al agua. No menos errado fuera negar la condición de libre al individuo a quien la acción estatal impide asesinar a sus semejantes. Mientras el gobierno, es decir, el aparato social de autoridad y mando, limita sus facultades de coerción y violencia a impedir la actividad antisocial, prevalece eso que acertadamente denominamos libertad. Lo único que, en tal supuesto, queda vedado al hombre es aquello que forzosamente ha de desintegrar la cooperación social y destruir la civilización retrotrayendo al género humano al estado que por doquier prevalecía cuando el homo sapiense hizo su aparición en el reino animal. Tal coerción no puede decirse venga a limitar la libertad del hombre, pues, aun en ausencia de un estado que obligue a respetar la ley, no podría el individuo pretender disfrutar de las ventajas del orden social y al tiempo dar rienda suelta a sus instintos animales de agresión y rapacidad.

Bajo una economía de mercado, es decir, bajo una organización social del tipo Laissez faire, existe una esfera dentro de la cual el hombre puede optar por actuar de un modo o de otro, sin temor a sanción alguna. Ahora bien, cuando el gobierno extiende su campo de acción más allá de lo que exige el proteger a las gentes contra el fraude y la violencia de los seres antisociales, de inmediato restringe la libertad del individuo en grado superior a aquél en que, por si solas, las leyes praxeológicas la limitarían. Es por eso por lo que podernos calificar de libre al estado bajo el cual la discrecionalidad del particular para actuar según estime mejor no se halla interferida por la acción estatal en mayor medida de la que, en todo caso, lo estaría por las normas praxeológicas.

Consideramos, consecuentemente, libre al hombre en el marco de la economía de mercado. Lo es, en efecto, toda vez que la intervención estatal no cercena su autonomía e independencia más allá de lo que ya lo están por las insoslayables leyes praxeológicas. A lo único que, bajo tal organización, el ser humano renuncia es a vivir como un irracional, sin preocuparse de la coexistencia de otros seres de su misma especie. A través del estado, es decir, del mecanismo social de autoridad y fuerza, se consigue paralizar a quienes por malicia, torpeza o inferioridad mental no logran advertir que determinadas actuaciones destructivas del orden social no sirven sino para, en definitiva, perjudicar, tanto a sus autores como a todos los miembros de la comunidad.

Llegados a este punto, obligado parece examinar la cuestión, más de una vez suscitada, de si el servicio militar y la imposición fiscal suponen o no limitación de la libertad del hombre. Cierto es que, si por doquier fueran reconocidos los principios de la economía de mercado, no habría jamás necesidad de recurrir a la guerra y los pueblos vivirían en perpetua paz, tanto interna como externa[i].

La realidad de nuestro mundo, sin embargo, consiste en que todo pueblo libre hállase hoy continuamente bajo amenaza de agresión por parte de diversas autocracias totalitarias. Si tal nación no quiere sucumbir, ha de hallarse en todo momento debidamente preparada para defender su independencia con las armas. Así las cosas, no puede decirse que aquel gobierno que obliga a todos a contribuir al esfuerzo común de repeler al agresor y, al efecto, impone el servicio militar a cuantos gozan de las necesarias fuerzas físicas, está exigiendo más de lo que la ley praxeológica de por sí sola requeriría. El pacifismo absoluto e incondicionado, en nuestro actual mundo, pleno de matones y tiranos sin escrúpulos, implica entregarse en brazos de los más despiadado opresores. Quien ame la libertad ha de hallarse siempre dispuesto a luchar hasta la muerte contra aquellos que sólo desean suprimirla. Como quiera que, en la esfera bélica, los esfuerzos del hombre aislado resultan vanos, forzoso es encomendar al estado la organización de las oportunas fuerzas defensivas. Porque la misión fundamental del gobierno consiste en proteger el orden social no sólo contra los forajidos del interior, sino también contra los asaltantes de fuera. Quienes hoy se oponen al armamento y al servicio militar no son sino cómplices, posiblemente sin ellos mismos advertirlo, de gentes que sólo aspiran a esclavizar al mundo entero.

La financiación de la actividad gubernamental, el mantenimiento de los tribunales, de la policía, del sistema penitenciario, de las fuerzas armadas exige la inversión de enormes sumas. El imponer, a tal objeto, contribuciones fiscales en modo alguno supone menoscabar la libertad que el hombre disfruta bajo una economía de mercado. Casi innecesario parece advertir que lo expuesto en ningún caso puede argüirse como justificación de esa tributación expoliatoria y discriminatoria a la que hoy recurren todos los sedicentes gobiernos progresivos. Convenía resaltar lo anterior, ya que, en esta nuestra época intervencionista, caracterizada por continuo «avance» hacia el totalitarismo, lo normal es que los gobiernos empleen su poderío tributario para desarticular la economía de mercado.

Toda ulterior actuación del estado, una vez ha adoptado las medidas necesarias para debidamente proteger el mercado contra la agresión, tanto interna como externa, no supone sino sucesivos pasos por el camino que indefectiblemente aboca al sistema totalitario, bajo el cual la libertad desaparece por entero.

De libertad sólo disfruta quien vive en una sociedad contractual. La cooperación social, bajo el signo de la propiedad privada de los medios de producción, implica que el individuo, dentro del ámbito del mercado, no se vea constreñido a obedecer ni a servir a ningún jerarca. Cuando suministra y atiende a los demás, procede voluntariamente, con miras a que sus beneficiados conciudadanos también le sirvan a él. Se limita a intercambiar bienes y servicios, no realiza trabajos coactivamente impuestos, ni soporta cargas y gabelas. No es que ese hombre sea independiente. Depende de los demás miembros de la sociedad. Tal dependencia, sin embargo, es recíproca. El comprador depende del vendedor, y éste, de aquél.

Numerosos escritores de los siglos XIX y XX, obsesivamente, pretendieron desnaturalizar y ensombrecer el anterior planteamiento, tan claro y evidente. El obreroaseguraron hállase a merced de su patrono. Cierto es que el patrono puede despedir al asalariado. Ahora bien, en cuanto de modo extravagante y arbitrario haga uso de ese derecho, lesionará sus propios Intereses patrimoniales. Se perjudica a sí mismo al despedir a un buen operario, tomando en su lugar otro de menor capacidad. La operación de mercado, de un modo directo, no impide el lesionar caprichosamente al semejante; indirectamente, sin embargo, impone perentorio castigo a tal género de conducta. El tendero, si quiere, puede tratar con malos modos a su clientela, bien entendido que habrá de atenerse a las consecuencias. Los consumidores, por simple manía, pueden rehuir y arruinar a un buen suministrador, pero habrán de soportar el correspondiente costo. No es la compulsión y coerción ejercidas por gendarmes, verdugos y jueces lo que, en el ámbito de mercado constriñe a todos a servir dócilmente a los demás, domeñando el innato impulso hacia la despótica perversidad; es el propio egoísmo lo que induce a las gentes a proceder de aquella manera. El individuo que forma parte de una sociedad contractual es libre por cuanto sólo sirviendo a los demás se sirve a sí mismo. La escasez, fenómeno natural, es el único dogal que le domeña. Por lo demás, en el ámbito de mercado es libre.

No hay más libertad que la engendrada por la economía de mercado. En una sociedad hegemónica y totalitaria, el individuo goza de una sola libertad que no le puede ser cercenada: la del suicidio.

El estado, es decir, el aparato social de coerción y compulsión, por fuerza ha de constituir vínculo hegemónico. Si los gobernantes halláranse facultados para ampliar ad libitum su esfera de poder, podrían aniquilar el mercado, reemplazándolo por omnicomprensivo socialismo totalitario. Para evitar tal posibilidad, preciso es tasar el poderío estatal. He ahí el objetivo perseguido por todas las constituciones, leyes y declaraciones de derechos. Conseguirlo fue la aspiración de los hombres en todas las luchas que han mantenido por la libertad.

Razón tienen, en este sentido, los enemigos de la libertad al calificarla de invento «burgués» y al denigrar, sobre la base de ser puramente negativas, aquellas medidas ingeniadas para mejor protegerla. En la esfera del estado y del gobierno, cada libertad supone específica restricción impuesta al ejercicio del poderío político.

No hubiera sido en verdad necesario ocuparnos de las anteriores realidades autoevidentes si no fuera porque los partidarios de la abolición de la libertad deliberadamente provocaron en esta materia una confusión de índole semántica. Advertían plenamente aquellos ideólogos que sus esfuerzos habían de resultar vanos si abogaban lisa y llanamente por un régimen de sujeción y servidumbre. El ideal de libertad gozaba de tal prestigio que propaganda alguien podía menguar su popularidad. Desde tiempos inmemoriales, el Occidente ha valorado la libertad como el bien más precioso. La preeminencia occidental se basó precisamente en su obsesiva pasión por la libertad, ideario social éste totalmente desconocido por los pueblos orientales. La filosofía social de Occidente es, en esencia, la filosofía de la libertad. La historia de Europa, así como la de aquellos pueblos que expatriados europeos y sus descendientes en otras partes del mundo formaron, casi no es más que una continua lucha por la libertad. Un individualismo «a ultranza» caracteriza a nuestra civilización. Ningún ataque lanzado directamente contra la libertad individual podía prosperar.

De ahí que los defensores del totalitarismo prefirieran adoptar otra táctica. Tergiversaron el sentido de las palabras. Comenzaron a calificar de libertad auténtica y genuina la de quienes viven bajo un régimen que no concede a sus súbditos más derecho que el de obedecer. Considéranse muy liberales cuando recomiendan la implantación de semejante orden social. Califican de democráticos los dictatoriales métodos rusos de gobierno. Aseguran constituye democracia industrial, el régimen de violencia y coacción propugnado por los sindicatos. Airados, afirman es libre la persona cuando sólo al gobierno compete decidir qué libros o revistas podrán publicarse. Definen la libertad como el derecho a proceder «rectamente», reservándose, en exclusiva, la facultad de determinar qué sea mío recto;. Sólo la omnipotencia gubernamental asegura, en su opinión, la libertad. Luchar por la libertad, para ellos, consiste en conceder a la policía poderes omnímodos.

La economía de mercado, proclaman aquellos sedicentes liberales, otorga libertad tan sólo a una clase: a la burguesía, integrada por parásitos y explotadores. Estos bergantes gozan de libertad plena para esclavizar a las masas. El trabajador no es libre; labora sólo para enriquecer al amo, al patrono. Los capitalistas se apropian de aquello que, con arreglo a los inalienables e imprescriptibles derechos del hombre, corresponde al obrero. El socialismo proporcionará al trabajador libertad y dignidad verdaderamente humanas al impedir que el capital siga esclavizando a los humildes. Socialismo significa emancipar al hombre común; quiere decir libertad para todos. Y representa, además, riqueza para todos.

Propagáronse los anteriores idearios por cuanto no se les opuso eficaz crítica racional. Hubo, desde luego, economistas que brillantemente supieron evidenciar los crasos errores e íntimas contradicciones que encerraban. Pero las gentes prefieren ignorar las enseñanzas de los economistas. Por otra parte, los argumentos normalmente esgrimidos frente al socialismo por el político o el escritor medio son inconsistentes e, incluso, incongruentes. Vano es el aducir un supuesto derecho «natural» del individuo a la propiedad; cuando el contrincante lo que predica es que la igualdad de rentas constituye el fundamental derecho «natural» de las gentes. Imposible resulta resolver tales controversias. A nada conduce el atacar al socialismo criticando simplemente circunstancias y detalles sin trascendencia del programa marxista. No es posible vencerle dialécticamente sólo a base de reprobar lo que los socialistas dicen de la religión, del matrimonio, del control de la natalidad, del arte, etc. Aparte que en estas materias frecuentemente los propios críticos del socialismo también se equivocan.

Pese a esos graves errores en que incidieron muchos defensores de la libertad económica, no era posible, a la larga, escamotear a todo el mundo la realidad íntima del socialismo. Incluso los mas fanáticos planificadores viéronse obligados a admitir que su programa implicaba abolir muchas de las libertades que, bajo el capitalismo y la «plutodemocracia», disfrutan las gentes. Al verse dialécticamente vencidos, inventaron un nuevo subterfugio. La única libertad que es preciso abolir, dijeron, es esa falsa libertad «económica» de los capitalistas que tanto perjudica a las masas. Toda libertad ajena a la esfera puramente «económica» no sólo se mantendrá, sino que prosperara. «Intervenir en aras de la libertad» («Planning for Freedom») es el último slogan ingeniado por los partidarios del totalitarismo y de la rusificación de todos los pueblos.

El error en que este pensamiento incide emana de ilusoria distinción entre dos aspectos diferentes y separados de la acción y la vida humanas, entre el mundo «económico» y el mundo «no económico». Nada, a este respecto, es preciso agregar a lo ya anteriormente consignado sobre el particular. Ahora bien, existe todavía un asunto en el que conviene insistir.

Aquella libertad que las gentes disfrutaron en los países democráticos de Occidente durante la época del viejo liberalismo no fue producto engendrado por las constituciones, las declaraciones de los derechos del hombre, las leyes o los reglamentos. Mediante tales previsiones legales se aspiraba simplemente a proteger contra los atropellos de los funcionarios públicos aquella libertad que ampliamente había florecido al amparo de la mecánica del mercado. No hay gobierno, ni constitución alguna que pueda por sí engendrar ni garantizar la libertad si no ampara y defiende las instituciones fundamentales en las que se basa la economía de mercado. El gobernar implica siempre recurrir a la coacción y a la fuerza, por lo cual, forzosamente, la acción estatal viene a ser antítesis de la libertad. El gobierno aparece como defensor de la libertad y deviene compatible su actuar con el mantenimiento de ésta sólo cuando se delimita y restringe convenientemente la órbita estatal en provecho de la libertad económica. Las leyes y constituciones más generosas, cuando desaparece la economía de mercado, no son más que letra muerta.

La libertad que bajo el capitalismo conoce el hombre es fruto de la competencia. El obrero, para trabajar, no ha de ampararse en la magnanimidad de su patrono. Si éste no le admite, encontrará a muchos deseosos de contratar sus servicios[ii] , El consumidor no se halla a merced de sus suministradores. Puede perfectamente acudir al que más le plazca. Nadie tiene por que besar las manos ni temer la iracundia de los demás. Las relaciones interpersonales son de índole mercantil. El intercambio de bienes y servicios es siempre mutuo; ni al vender ni al comprar se pretende hacer el egoísmo personal de ambos contratantes engendra la transacción y el beneficio mutuo.

Cierto es que en cuanto el individuo se lanza a producir pasa a depender de la demanda de los consumidores, ya sea de modo directo, como es el caso del empresario, ya sea indirectamente, como sucede con el obrero. Ahora bien, esa sumisión a la voluntad de los consumidores no es en modo alguno absoluta. Nada le impide a uno rebelarse contra tal soberanía si por razones subjetivas prefiere hacerlo. En el ámbito del mercado, todo el mundo tiene derecho, sustancial y efectivo, a oponerse a la opre­sión. Nadie se ve constreñido a producir armas o bebidas alcohólicas, si con ello a su conciencia disgusta. Quizás el atenerse a esas convicciones pueda costar caro; ahora bien, no hay objetivo alguno en este mundo cuya consecución no sea costosa. Queda en manos del interesado el optar entre el bienestar material y lo que él considera su deber. Dentro de la economía de mercado, cada uno es árbitro supremo en lo atinente a su personal satisfacción[iii].

La sociedad capitalista no cuenta con otro medio para obligar a las gentes a cambiar de ocupación o de lugar de trabajo que el de recompensar con mayores ingresos a quienes dócilmente acatan los deseos de los consumidores. Es precisamente esta inducción la que muchos estiman insoportable, confiando desaparecerá bajo el socialismo. Quienes así piensan son obtusos en exceso para advertir que la única alternativa posible estriba en otorgar a las autoridades plenos poderes para que, sin apelación, decidan en qué cometidos y en qué lugar haya de trabajar cada uno.

No es menos libre el individuo en tanto consumidor. Resuelve él, de modo exclusivo, qué cosas le agradan más y cuáles menos. Es él personalmente quien decide cómo ha de gastar su dinero.

El reemplazar la economía de mercado por la planificación económica implica anular toda libertad; las gentes, en tal supuesto, ya sólo gozan de un derecho: el de obedecer. Las autoridades, que gobiernan todos los asuntos económicos, vienen a controlar efectivamente la vida y las actividades todas del hombre. Erígense en único patrono. El trabajo, en su totalidad, equivale a trabajo forzado, por cuanto el asalariado ha de conformarse con lo que el superior se digne concederle. La jerarquía económica dispone qué cosas pueden las masas consumir y en qué cuantía los personales juicios de valoración de las gentes no preponderan en aspecto alguno de la vida. Las autoridades asignan específica tarea a cada uno, adiéstranle para la misma, sirviéndose de las gentes dónde y cómo creen mejor.

Tan pronto como se anula esa libertad económica que el mercado confiere a quienes en él operan, todas las libertades polí­ticas, todos los derechos del hombre conviértense en pura farsa. El habeas corpus y la institución del jurado devienen simple superchería cuando, bajo el pretexto de que así se sirve mejor los supremos intereses económicos, las autoridades pueden, sin apelación, deportar al polo o al desierto o condenar a trabajos forzados de por vida a quien les desagrade. La libertad de prensa no es más que vana entelequia cuando el poder público efectivamente controla las imprentas y fábricas de papel, y lo mismo sucede con todos los demás derechos del hombre.

La gente es libre en aquella medida en que cada uno puede estructurar su vida como considere mejor. Las personas cuyo futuro depende del criterio de unas inapelables autoridades, que monopolizan toda posibilidad de planear, no son, desde luego, libres en el sentido que al vocablo «libre. todo el mundo atribuyó hasta que la revolución semántica de nuestros días ha desencadenado moderna confusión de las lenguas.


[i] Vid. Infra cap. XXIV, 5.

[ii] Vid. Infra cap. XXI, 4.

[iii] En la esfera política el rebelarse contra la opresión de las autoridades constituye la última ratio de loe subyugados. Por ilegal e insoportable que sea la opresión, por dignos y elevados que sean los motivos que animen a los rebeldes y por beneficiosos que meren los resultados alcanzados merced al armado alzamiento, una revolución es siempre, un acto ilegal, que desintegra el establecido orden estatal y gubernamental atributo típico de todo gobierno el que, dentro de su territorio, constituye la única Institución que puede recurrir a la violencia y la única que Otorga legitimidad a las medidas de fuerza adoptadas por otros organismos una revolución, que implica siempre actitudes belicosas entre conciudadanos, destituye el propio fundamento de la legalidad, pudiendo ser sólo, más o menos, legalizada al amparo de aquellos tan Imprecisos usos Internacionales referentes a la beligerancia. Si la revolución triunfa, cabe restablezca nuevo orden y gobierno. Ahora bien, lo que nunca podrá hacer es promulgar un legal «derecho a rebelarse contra la opresión». Tal facultad, que permitirla a las gentes oponerse por la fuerza a las Instituciones armadas del estado, abrirla las puertas a la anarquía, haciendo Imposible toda forma de gobierno. La insensatez de la asamblea constituyente de la Revolución francesa fue lo suficientemente grande como para llegar a legalizar el derecho en cuestión; no tanto, sin embargo, como para tomar en serio su propia disposición.