Año: 15, Diciembre 1973 No. 307

LA COMPETENCIA

LUDWIG VON MISES

Tomado del «EL MERCADO» publicado por el CEES

Predominan en la naturaleza irreconciliables conflictos de intereses. Los medios de subsistencia resultan escasos. El incremento de las poblaciones animales tiende a superar las existencias alimenticias. Sólo las plantas y las bestias de mayor fortaleza logran sobrevivir. Es implacable el antagonismo que surge entre la fiera que va a morir de hambre y aquella otra que le arrebata el alimento salvador.

La cooperación social bajo el signo de la división del trabajo desvanece tales rivalidades. Desaparece la hostilidad y, en su lugar, surge la colaboración y la mutua asistencia que une a quienes integran la sociedad en una comunidad de empresa.

Cuando hablamos de competencia en el mundo zoológico, nos referimos a esa rivalidad que surge entre los brutos en búsqueda del imprescindible alimento. Competencia biología podemos denominar dicho fenómeno, que no debe confundirse con la competencia social, es decir, la que se entable entre quienes desean alcanzar los puestos mejores dentro de un orden basado en la cooperación. Por cuanto las personas siempre han de estimar en más unos puestos que otros, los hombres invariablemente competirán entre sí tratando cada uno de superar a sus rivales. De ahí que no quepa imaginar tipo alguno de organización social dentro del cual no haya competencia. Para representarnos un sistema sin competencia, habremos de imaginar una república socialista, en la cual la personal ambición de los súbditos indicación alguna formulara al jefe acerca de las aspiraciones de aquéllos, cuando de asignar a cada uno su posición y cometido se tratara. En esa imaginaria construcción, las gentes serían totalmente apáticas e indiferentes y nadie perseguiría puesto específico alguno, viniendo a comportarse como aquellos sementales que no compiten entre sí cuando el propietario va a elegir a uno para cubrir a su mejor yegua. Ahora bien, tales personas habrían dejado de ser hombres actuantes.

La competencia cataláctica se plantea entre gentes que desean mutuamente sobrepasarse. No estamos, sin embargo, ante una pugna, pese a que es frecuente, en sentido metafórico, al tratar de la competencia de mercado, hablar de «guerras», «conflictos», «ataques» y «defensas», «estrategias» y «tácticas». Conviene, pues, destacar que en modo alguno son aniquilados quienes en esa cataláctica emulación resultan perdedores; quedan éstos simplemente relegados a un puesto más conforme con su ejecutoria, inferior a aquél que habían pretendido ocupar.

Bajo un orden social de índole totalitario surge la competencia e induce a las gentes a pugnar entre sí por conseguir los favores de quienes detentan el poder. En la economía de mercado, por el contrario, brota la competencia cuando los diversos vendedores rivalizan los unos con los otros por procurar a las gentes los mejores y más baratos bienes y servicios, mientras los compradores porfían entre sí ofreciendo los precios más atractivos. Ahora bien, al tratar de esta clase de competencia social, que podemos denominar competencia cataláctica, conviene guardarse de algunos errores hoy en día harto extendidos.

Los economistas clásicos propugnaban la abolición de todas aquellas barreras mercantiles que impedían a los hombres competir en el mercado. Tales medidas restrictivas aseguraban dichos precursores- sólo servían para divertir la producción de los lugares más idóneos a otros de peor condición y para amparar al hombre ineficiente frente al de mayor capacidad, provocándose así una tendencia a la pervivencia de anticuados e ineficientes métodos de producción. Tales disposiciones, en definitiva, sólo servían para restringir la producción, lo que supone rebajar el nivel de vida. Para enriquecer a todo el mundo concluían los economistas, la competencia debiera ser libre. En tal sentido emplearon el término libre competencia. Ningún juicio de índole metafísica suponía para ellos el recurrir al adjetivo libre. Abogaban por la supresión de cuantos privilegios vedaban el acceso a determinadas profesiones y a ciertos mercados. Vano es, por tanto, todo el alambicado ponderar en torno a las implicaciones metafísica del calificativo libre cuando se aplica dicho término a la competencia; relación alguna guardan dichas cuestiones con el problema cataláctico de la competencia.

Tan pronto como en cualquier asunto entra en juego la naturaleza, la competencia únicamente cabe sea «libre» tratándose de factores de producción que no resulten escasos, los cuales, por tanto, nunca cabe constituyan objeto de la actividad humana. En el mundo cataláctico, la competencia hállase siempre tasada a causa de la insoslayable escasez típica de todos los bienes y servicios económicos. Incluso cuando no existen aquellas barreras institucionales que son erigidas con miras a restringir el número de posibles competidores, jamás las circunstancias permiten que todos puedan competir en cualquier sector del mercado. En cada una de dichas ramas, sólo a grupos relativamente restringidos les cabe entrar en competencia.

La competencia cataláctica una de las notas características de la economía de mercado es un fenómeno social. No implica derecho alguno, que el estado y las leyes garantizarían, a cuyo amparo cada uno podría elegir ad libitum, el puesto que más le agradara en la estructura de la división del trabajo. Corresponde exclusivamente a los consumidores el determinar qué misión cada persona haya de desempeñar en la sociedad. Comprando o dejando de comprar, los consumidores señalan la posición social de cada ciudadano. Tal supremacía no viene a ser menoscabada por privilegio alguno concedido a nadie qua productor. El acceso a cualquier específica rama industrial virtualmente es libre, pero sólo se accede a la misma si los consumidores desean sea ampliada la producción de que se trate o si esos nuevos industriales van a desahuciar a los antiguos mediante subvenir de un modo mejor o más económico los deseos de los consumidores. En efecto, una mayor inversión de capital y trabajo únicamente resultan oportuna si permitía atender las más urgentes de las todavía insatisfechas necesidades de los consumidores. Si las explotaciones existentes bastan, constituiría evidente despilfarro el invertir mayores sumas en la misma rama industrial. La estructura de los precios del mercado induce a esos nuevos inversores a atender inéditos cometidos.

Conviene llamar la atención sobre lo anterior, pues en no advertir tales realidades se basan muchas de las más frecuentes quejas que hoy se formulan acerca de la imposibilidad de competir. Hace unos cincuenta años solía decirse: no cabe competir con las compañías ferroviarias; es imposible asaltar sus conquistadas posiciones creando nuevas líneas competitivas; en el terreno del transporte terrestre, la libre competencia ha desaparecido. Pero la verdad era que, a la sazón, las líneas existentes, en términos generales, bastaban. Resultaba, por tanto, más rentable el invertir los nuevos capitales en la mejora de los servicios ferroviarios, ya existentes, o en otros negocios antes que en la construcción de supletorios ferrocarriles. Ahora bien, ello en modo alguno impidió el progreso técnico del transporte. Aquella magnitud y «poderío» económico de las compañías ferroviarias no perturbó la aparición del automóvil ni del avión.

En la actualidad, las gentes predicen lo mismo de diversas ramas mercantiles atendidas pon grandes empresas. Competencia, sin embargo, en modo alguno quiere decir que cualquiera pueda enriquecerse simplemente a base de imitar lo que los demás hacen. Antes al contrario, significa oportunidad para servir a los consumidores de un modo mejor o más barato, oportunidad que no han de poden enervar quienes vean sus intereses perjudicados pon la aparición del innovador. Lo que en mayor grado precisa ese nuevo empresario que quiere asaltan posiciones ocupadas pon firmas de antiguo establecidas es inteligencia e imaginación. En el caso de que sus ideas permitan atender las necesidades más urgentes y todavía insatisfechas de los consumidores, o quepa, a su amparo, brindar a éstos precios más económicos que los exigidos por los antiguos proveedores, el nuevo empresario inexorablemente triunfará pese a la importancia y fuerza tan nombrada de las existentes empresas.

No cabe confundir la competencia cataláctica con los combates de boxeo o los concursos de belleza. Mediante tales luchas y certámenes lo que se pretende es determinan quién sea el mejor boxeador o la muchacha más guapa. La función social de la competencia cataláctica, en cambio, no estriba en decidir quién sea de todos el más listo, recompensándole con títulos y medallas. Antes al contrario, lo que se desea es garantizar la mejor satisfacción posible de los consumidores dadas las específicas circunstancias económicas concurrentes.

La igualdad de oportunidad carece de trascendencia en los combates pugilísticos y en los concursos de belleza, como en cualquier otra esfera en que se plantee competencia, ya sea de índole biológica o social. La inmensa mayoría, en razón a nuestra estructura fisiológica, tenemos vedado el acceso a los honores reservados a los grandes púgiles y a las reinas de la belleza. Son muy pocos quienes en el mercado laboral pueden competir como cantantes de ópera o estrellas de la pantalla. Para la investigación teórica, las mejores oportunidades las tienen los profesores universitarios. Sin embargo, miles de ellos pasan sin dejan rastro alguno en el mundo de las ideas y de los avances científicos, mientras muchos outsiders suplen con el celo su desventaja inicial y, mediante magníficos trabajos, logran conquistar la fama.

Suele criticarse el que en la competencia cataláctica no sean iguales las oportunidades de todos los que en la misma intervienen. Los comienzos son más difíciles para el muchacho pobre que para el hijo del rico. Ahora bien, a los consumidores nada les interesa saben si quienes atienden sus apetencias partieron en las mismas condiciones. No les preocupa más que el conseguir la mejor satisfacción posible de sus necesidades. Si la transmisión hereditaria de la propiedad es el sistema que en este sentido mejor funciona, lo prefieren a aquellos que, al efecto, resultan menos eficientes. Contemplan el asunto desde el punto de vista de la utilidad y el bienestar social; desentiéndense pon completo de unos supuestos, imaginarios e impracticables derechos «naturales» que facultarían a todo el mundo para competir entre sí con las mismas oportunidades respectivas. La plasmación práctica de tales ideas implicaría dificultan artificialmente la actuación de quienes nacieron dotados de superior inteligencia y voluntad, lo cual seria a todas luces absurdo.

Suele hablarse de competencia como antítesis del monopolio. Ahora bien, en tales casos, el término monopolio empléase con dispares significados que conviene precisar.

La primera acepción de monopolio, en la que frecuentemente plasma el concepto popular del mismo, supone que el monopolista, ya sea un individuo o un grupo, goza de control absoluto y exclusivo sobre alguno de los factores imprescindibles para la supervivencia humana. Tal monopolista podría condenar a la muerte pon inanición a quien desobedeciera sus mandatos. Dictaría sus órdenes y los demás no tendrían otra alternativa más que la de someterse o morir. Bajo tal monopolio ni habría mercado, ni competencia cataláctica de género alguno. De un lado estaría el monopolista, dueño y señor, y, de otro, el resto de los mortales, simples esclavos enteramente dependientes de los favores del primero. Impertinente sería insistir en este tipo de monopolio, totalmente ajeno a la economía de mercado. En la práctica, un estado socialista universal disfrutaría de ese monopolio total y absoluto; podría aplastar a cualquier oponente, condenándole a morir de hambre[i].

Pero hay una segunda acepción del término monopolio; alúdese en este caso a situación que puede darse bajo el signo del mercado. El monopolista, en tal supuesto, es una persona, o un grupo de individuos, que actúan de consuno, con exclusivo control sobre la oferta de determinada mercancía. Definido así el monopolio, el ámbito del mismo aparece en verdad extenso. Los productos industriales, aun perteneciendo a la misma clase, difieren entre sí. Los artículos de una factoría jamás son idénticos a los obtenidos en otra planta similar. Cada hotel goza, en su específico emplazamiento, de evidente monopolio. La asistencia que un médico o abogado procura no es jamás idéntica a la de otro compañero profesional. Salvo en el terreno de determinadas materias primas, artículos alimenticios y algunos otros bienes de uso muy extendido, el monopolio, en el sentido expuesto, aparece pon doquier.

Ahora bien, el monopolio, como tal, carece de significación y transcendencia pon lo que al funcionamiento del mercado y a la determinación de los precios atañe. Pon si sólo no otorga al monopolista ventaja alguna en relación con la venta de sus productos. La propiedad intelectual concede a todo versificador un monopolio sobre la venta de sus poemas. Ello, sin embargo, no influye en el mercado. Pese a tal monopolio, frecuentemente ocurre que el bardo no halle, a ningún precio, comprador para su producción, viéndose finalmente obligado a venden sus libros al peso.

El monopolio, sin embargo, en esta segunda acepción que estamos examinando, influye en la estructura de los precios sólo cuando la curva de la demanda e la mercancía monopolizada adopta específica configuración. En efecto, si las circunstancias concurrentes son tales que le permiten al monopolista cosechar un beneficio neto superior vendiendo menos a mayor precio que vendiendo más a precio inferior, surge el llamado precio de monopolio, más elevado que sería el precio potencial del mercado en el caso de no existir tal situación monopolística. Los precios de monopolio constituyen factor de graves repercusiones en el mercado; por el contrario el monopolio como tal no tiene trascendencia, cobrándola únicamente cuando a su amparo cabe aparezcan los repetidos precios de monopolio.

Los precios que no son de monopolio suelen denominarse de competencia. Si bien es discutible la procedencia de dicha calificación, como ha sido aceptada de modo amplio y general, difícil sería ahora cambiarla. Pero debemos guardarnos contra una torpe interpretación de tal expresión. Constituiría, en efecto, grave error el deducir de la confrontación de los términos precios de monopolio y precios de competencia, que surgen aquellos cuando no hay competencia. Porque competencia cataláctica siempre hay en el mercado. Ejerce la misma influencia decisiva, tanto en la determinación de los precios de monopolio como en la de los de competencia. Es precisamente la competencia que se entabla entre todas las demás mercancías por atraerse los dineros de los compradores la que da aquella configuración especial a la curva de la demanda que permite la aparición del precio de monopolio, impeliendo al monopolista a proceder como lo hace. Cuando más eleve el monopolista su precio de venta, mayor será el número de potenciales compradores que canalizarán sus fondos hacia la adquisición de otros bienes. En el mercado, todas las mercancías compiten entre sí.

Hay quienes afirman que la teoría cataláctica de los precios de nada sirve cuando se trata de analizar el mundo real, por cuanto la competencia nunca fue en verdad libre o, al menos, no lo es ya en nuestra época. Yerran gravemente quienes así piensan2 . Interpretan torcidamente dichos teóricos la realidad y, a fin de cuentas, lo que sucede es que desconocen qué sea, en verdad, la competencia. La historia de las últimas décadas constituye rico muestrario de todo género de medidas tendentes a restringir la competencia. Mediante tales disposiciones se ha querido privilegiar a ciertos sectores fabricantes, protegiéndoles contra la competencia de sus más eficientes rivales. Dicha política, en muchos casos, ha permitido la aparición de aquellos presupuestos ineludibles para que surjan los precios de monopolio. En otros tantos supuestos no fueron esos los efectos provocados, vedándose simplemente a numerosos capitalistas, empresarios, campesinos obreros el acceso aquellos sectores desde los cuales mejor hubieran servido a sus conciudadanos. La competencia cataláctica, desde luego, ha sido gravemente restringida; ello no obstante, operamos todavía bajo una economía de mercado, si bien permanentemente saboteada pon la injerencia estatal y sindical. Pervive la competencia cataláctica independientemente de haber sido, por esto último, seriamente rebajada la productividad del trabajo.

Mediante tales medidas anticompetitivas lo que de verdad se quiere es reemplazan el capitalismo pon un sistema de planificación socialista en el que no habría competencia cataláctica alguna. Mientras vierten lágrimas de cocodrilo pon la desaparición de la competencia, los dirigistas hacen cuanto pueden por que sea abolido este nuestro «loco» sistema competitivo. En algunos países han alcanzado ya sus objetivos. En el resto del mundo, de momento, sólo han logrado restringir la competencia en determinados sectores, incrementando congruamente, en otras ramas mercantiles, el número de los que entre sí compiten.

Grande es en la actualidad el poden y la trascendencia de aquellas fuerzas que pretenden coartar la competencia. La historia de nuestra época habrá de estudian a fondo tal realidad. La teoría económica, sin embargo, no tiene por qué dedican al tema atención particular. El que hoy en día florezcan pon doquier las barreras tarifarías, los privilegios, los cartels, los monopolios estatales y los sindicatos, es una realidad que la historia económica habrá de tener presente. Su ponderación desde el punto de vista científico, no presenta problemas especiales.

«Jamás es tarde para recordar viejas verdades. La fijación oficial de los precios nunca ni en parte alguna ha tenido éxito en tiempo de paz (tanto sus resultados en época de guerra, como el que sea la mejor manera de conducir ésta, son igualmente discutibles). Para estabilizar los precios se necesita reducir la demanda o aumentar la producción. El esfuerzo por mantenerlos abajo de las tasas del mercado, a) intensifica la demanda al permitir que mayor número de consumidores adquiera el artículo controlado o que los consumidores anteriores adquieran mayor cantidad de la que podrían comprar si el precio se estableciera libremente; b) reduce la oferta al hacer menos atractiva la producción, porque elimina a los productores marginales, hace que los que continúen en la línea de que se trate produzcan menos cantidad o cuando menos no desarrollen mayor esfuerzo, y desvía los posibles nuevos productores hacia otros campos en que un mercado libre ofrezca perspectivas de mayores ganancias. El control de precios, por tanto, no sólo es ineficaz y fútil, sino precisamente contraproducente y perjudicial».

Lic. GUSTAVO F. VELASCO

(Seis Meses de Control de Precios, Informador Económico del Banco Internacional, 5. A. 31 Agosto de 1951).


[i] Vid., en este sentido, las palabras de Trotsky que HAYEK transcribe en The Road to Serfdom, pág. 89. Londres, 1944.

2 Cumplida refutación de las doctrinas hoy en boga acerca de la competencia imperfecta y monopolística, hállase en F.A.Hayek, Individualism and Economic Order. Págs. 92-118. Chicago, 1948.