Año: 19, Marzo 1977 No. 385

En Torno a la Igualdad

Manuel F. Ayau

¿Igualdad de qué? ¿Igualdad ante la ley, o igualdad de riqueza? ¿Qué se desea? Existe la competencia deportiva. ¿Sería posible si los hombres fuesen iguales en habilidad física? Existen concursos de ajedrez. ¿Tendrían objeto si los hombres fuesen iguales? Existen concursos de belleza.

Hacemos las preguntas anteriores, aunque parezcan una pérdida de tiempo, porque aún hay gente que dice que «los hombres son iguales».

Es evidente, para cualquiera que no esté ciego, que los hombres no son iguales. Por tanto, si a todos se les aplican las mismas reglas, los resultados serán desiguales. Para obtener igualdad de resultados en el deporte, en la hacienda, o en cualquier otra actividad humana, tendríamos que tratar a los hombres en forma desigual. Estamos pues, ante la disyuntiva siguiente: u obtenemos resultados iguales a base de trato desigual, o aceptamos resultados desiguales aplicando a todos las mismas reglas de conducta, es decir, igualdad ante la ley.

Un régimen de derecho tiene que consistir de lo contrario no es un régimen de derecho en el establecimiento de normas de conducta igualmente aplicables a todos. Las reglas deben establecerse antes, pues de lo contrario nadie sabría qué es permitido y qué no lo es.

Si la ley tiene esas dos características: (1) que es establecida a priori (es decir, ex-ante y sin efecto retroactivo) y, (2) que se aplica a todos por igual, inevitablemente existirá desigualdad de resultados de riqueza.

¿Tienen todos igual derecho al producto de su trabajo? Para producir, el hombre paga a otros que, sin coerción por parte de él, deciden aportar su esfuerzo a cambio de una remuneración. Si aceptan una remuneración baja debido a circunstancias apremiantes, ellas no se deben a quien les ofrece trabajo. Por definición, les está ofreciendo una mejor alternativa que otras a su alcance, de lo contrario, no la aceptarían.

Se dice que hay escasez de oportunidades. No obstante, es evidente que no se puede culpar a quien alguna alternativa ofrece, del hecho de que no existan otras alternativas mejores. Así vemos todos los días que quienes compran víveres en el mercado aprovechan las circunstancias, ofreciendo lo mínimo y regatean, sin considerar que la vendedora vende a ese precio solamente porque no tiene oportunidad de vender más caro, y sería anormal que quien compra se sienta culpable de que la vendedora no tenga mejores oportunidades de venta, ya que no es culpable de eso.

¿Será justa una ley que diga: quien emplee y remunere con el producto de su trabajo a otras personas, y compre materias primas y maquinaria sin infringir derechos ajenos ni ejercer coerción de su parte, será propietario del producto, del cual podrá disponer libremente siempre que respete el derecho que también tienen los demás de comprarle o abstenerse de comprarle? Difícilmente podría alguien calificar de injusta esa norma. Sin embargo, a pesar de ello, se pretende establecer con vaguedades de justicia redistributiva el derecho del «desposeído», a parte de la riqueza de quienes tienen mucho, y a ello le llaman «justicia social».

La redistribución impositiva es despojo y ausencia de derecho, por cuanto en el instante que se crea un producto, ya es de alguien.

La legitimidad de posesión la determina el mismo proceso de adquisición bajo un régimen de derecho. De lo contrario, ¿cómo se justificaría la legitimidad de posesión? Lo contrario sería decir que unos tienen derecho al producto del trabajo de otros: un derecho indefinido, arbitrario, imposible de establecer a priori, que no permitiría al hombre planear sus actos en la seguridad que los resultados serán respetados. He aquí, precisamente, el dilema de los egalitarios: no pueden establecer normas de conducta.

Lo que se produce es la riqueza de la nación. Tiene dueño el momento en que es producido.

La distribución de la riqueza se efectúa en el momento de la producción. Posteriormente sólo se intercambia, y cada intercambio ocurre solamente porque cada parte juzga de más valor lo que recibe que lo que da. Quien compra dinero pagándolo con producto o trabajo es porque con ese dinero obtendrá algo que prefiere en mayor grado que el producto que entregó. Todos, por indirecto que sea el proceso, compran bienes y servicios a cambio de los bienes y servicios que son legítimamente suyos.

Y si todas las transacciones ocurren sin infringir la ley, cada quien resulta con la riqueza que produjo o su equivalente, equivalencia establecida de mutuo acuerdo con quienes, sin coerción, intercambió.

Nadie tendrá igual cantidad porque todos son diferentes y son las mismas reglas generales de conducta aplicables a todo intercambio.

Si la ley le da derecho a cada quien de disponer del fruto de su trabajo, y a lo que obtiene a cambio, de acuerdo con la ley, como este fruto será desigual, es inevitable que la distribución de la riqueza sea desigual. La única manera de evitarlo es destruyendo el régimen de derecho que da a todos igualdad ante la ley. La justicia no se puede determinar según los resultados y simultáneamente tener leyes generales, abstractas e imparciales de conducta justa que permitan al hombre planear sus actos. Y en ausencia de un régimen de derecho, ya no hay problema de distribución de la riqueza, porque ya no habrá riqueza que distribuir.

No es concebible la producción de abundante riqueza sin seguridad jurídica.

«Hoy es cuando los hombres trabajan en silencio en los campos y la señoras reprimen sus lágrimas en las cocinas; el Congreso está en sesiones y la propiedad de todos está en peligro».

Daniel Webster, (1782-1852)