Año: 20, Agosto 1978 No. 420

N.D. El presente artículo se publicó en el Diario Excelsior de México el 17 de octubre de 1962, y a raíz de él se despertó una polémica con diferentes personalidades que duró varios meses. Su reproducción, en este momento, resulta muy interesante dado las distintas interpretaciones que han surgido sobre la Doctrina Cristiana.

No Puede Existir una Doctrina Social Cristiana

Alberto G. Salceda

Desde hace algún tiempo oímos hablar con creciente frecuencia de democracia cristiana, de orden social cristiano, de doctrina social cristiana, con expresiones confusas e imprecisas. Vale la pena preguntarse qué se quiere decir con ellas y qué significación tiene el adjetivo que se les atribuye.

Si por democracia ha de entenderse una forma de organización del Estado; si por doctrina social se entiende un programa de distribución de la riqueza que haya de realizarse por medio de una legislación provista de coacción material; y si por otra parte, haya de darse el calificativo de cristiano a algo que deriva de las enseñanzas de Jesucristo, entonces no puede correctamente hablarse de una doctrina social cristiana ni de una democracia cristiana.

De ninguna parte de las enseñanzas de Jesús puede derivarse una organización del Estado ni un programa de distribución coactiva de la riqueza, porque estos temas le fueron totalmente ajenos.

Toda la predicación de Jesucristo puede resumirse en una palabra: caridad, que es amor. Y la condición primaria del amor es la libertad y la espontaneidad. El amor no se impone; porque en el mismo momento en que trate de imponerse, deja de ser amor.

Aunque esto es tan claro y evidente, un ejemplo lo pondrá en relieve: si yo soy dueño de una hacienda y, movido por el afecto a mis trabajadores, la reparto entre ellos, habré seguido la enseñanza de Jesús: «Si quieres ser perfecto, vende cuanto posees y dalo a los pobres. (San Mateo, XIX, 21), y mi acto puede llamarse cristiano. Pero si por virtud de la ley agraria me veo privado de mi hacienda y ésta es distribuida entre mis trabajadores, el resultado material habrá sido exactamente el mismo; pero el acto habrá cambiado totalmente de naturaleza y por justo, acertado y eficaz que pudiera ser no podrá ser llamado cristiano.

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La doctrina del amor se dirige a cada hombre individual para mover su voluntad a acomodar su conducta al bien de sus hermanos, y nada tiene que ver con la forma en que el Estado se organice y la legislación positiva se instituya.

Lo anterior no sólo resulta del aspecto negativo consistente en que no puede haIlarse en toda la predicación de Jesús, como nos es transmitida por los Evangelios, ningún indicio, ninguna base, ninguna señal del propósito de plantear un programa de organización de la sociedad; sino que abundan allí las expresiones que formalmente excluyen semejante propósito:

«Mi reino no es de este mundo» (San Juan, XVIII, 36). Esto es: Yo no pretendo ejercer las funciones que tocan a los reyes del mundo. Y ¿qué función les incumbe a éstos más claramente que establecer la estructura de la sociedad que rigen?

«Dad al César lo que es del César» (San Mateo, XXII, 21; San Marcos, XII, 17; San Lucas, XX, 25): Dejad al César que organice el imperio como le parezca, pues esto no os incumbe a vosotros, en tanto que sois discípulos míos.

Y más concretamente aún: «Díjole uno de la muchedumbre: Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia. El le respondió: Pero, hombre, ¿quién me ha constituido juez o partidor entre vosotros? (San Lucas XII, 13-4)».

Precisamente, una de las tentaciones que resistió Jesús en el desierto fue la de recibir «los reinos del mundo y la gloria de ellos» (San Mateo, IV, 8).

Y es conveniente hacer notar que en las Encíclicas pontificias en que se han expresado las bases de la llamada doctrina social católica, aunque se afirma la autoridad de la Iglesia para tratar de estas cuestiones y se dice que «la Iglesia es la que del Evangelio saca doctrinas tales que bastan a dirimir completamente esta contienda o por lo menos a quitarle toda esperanza y hacerla más suave», no se hace una sola cita concreta del Evangelio, ni para fundar la afirmada autoridad de la Iglesia ni para sostener aquellos programas en que pretende hacerse intervenir la autoridad del Estado.

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No es, ciertamente, una economía ni una política lo que predicó Jesús, sino una religión y una moral.

Y contra esto no vale la objeción de que la religión no se refiere sólo a lo espiritual sino que también debe tomar en cuenta lo material.

Claro es que muchas veces la caridad tendrá que ejercerse por medio de bienes materiales: pan para el hambriento, vestido para el desnudo, agua para el sediento; pero aquí no se trata de la distinción entre lo espiritual y lo material que nada tiene que ver con el asunto de que trato, sino de la distinción entre lo voluntario y lo forzoso. Quien ha de dar pan al hambriento, quien ha de vestir al desnudo, es cada individuo en relación con su prójimo. «Benditos vosotros, porque tuve hambre y me disteis de comer (San Mateo, XXV, 34-5). No dice «porque organizasteis un Estado en que se diera de comer a los hambrientos». Será bendito el que dé de lo suyo movido a compasión por la miseria de su hermano y guiado por el amor.

Debo aclarar que nada de lo dicho hasta aquí implica la afirmación de que no sea bueno o necesario que se instituya un Estado, ni que no sea debido y conveniente que los hombres se ocupen de estructurarlo de la mejor manera posible. Tampoco considero aquí si el contenido de la llamada doctrina social cristiana sea justo o injusto, acertado o desacertado, eficaz o ineficaz, conveniente o dañino; ni discuto ahora si la Iglesia Católica tenga derecho de formular semejante doctrina o si sea conveniente que lo haga.

Independientemente de sus obligaciones de carácter religioso y moral, el hombre realiza y debe realizar muchas otras actividades: de técnica, de cultura, de investigación científica, de deporte o de pasatiempo; pero todas muy buenas y algunas indispensables, no pueden llamarse cristianas ni puede considerarse que se deducen de la palabra de Cristo.

Puede ser que haga muy bien la Iglesia en establecer un observatorio astronómico, en crear hospitales o en sostener equipos de fútbol; pero no podrá afirmarse que haga astronomía cristiana, ni cirugía cristiana, ni fútbol cristiano.

Y si vemos el asunto desde otro punto de vista, ¿cómo podría planearse un programa social que busque hacer que los pobres dejen de ser pobres, y fundar este programa en las enseñanzas del Evangelio, donde se considera bienaventurados a los pobres y donde se afirma que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico se salve? Cuando Jesús dio respuesta a los enviados de Juan, les dijo: (San Mateo, XI, 4-5; San Lucas, VII, 22) «Id y decir a Juan lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, los pobres».. . ¿Qué podríamos esperar que dijera aquí de los pobres? ¿Que son enriquecidos? Pues no; lo que dice es que los pobres «son evangelizados», es decir que reciben la Buena Nueva, la noticia de que es bueno ser pobre y que siéndolo se está más cerca de adquirir el reino de los cielos. ¿Cómo, pues, derivar de aquí una doctrina social que pretenda enriquecer a los pobres?

Cierto es que la doctrina evangélica del amor nos manda aliviar a los miserables; pero hay que tener en cuenta, en primer lugar, que, como ya dije, este mandato se dirige a cada hombre por separado; y, en segundo lugar, que el miserable, el que padece hambre, sed, dolor, pena, angustia, desfallecimiento puede hallarse en todas las clases sociales y económicas.

Y no se crea que la cuestión que aquí he suscitado tenga sólo un interés teórico o doctrinal. Es de la mayor importancia práctica y especialmente en la época actual en que los problemas sociales y económicos se han vuelto particularmente agudos y en que las diferencias de opinión acerca de ellos no sólo se han agravado y enconado especialmente, sino que amenazan conducir a la Humanidad a la mayor violencia y a la guerra más destructora.

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La primera condición para resolver bien un problema es plantearlo correctamente en el ámbito que le corresponde y no hacer interferir en su solución elementos extraños y perturbadores. Hay que plantear los problemas con claridad y precisión.

Cuando, dentro de la discusión entre el socialismo y el sistema de libertad económica, se ofrece una tercera solución a la que se aplica la etiqueta de cristiana, se hace intervenir en la cuestión un elemento extraño y perturbador: la idea del cristianismo.

Cuando un católico de nuestros tiempos sabe que para la cuestión social hay una solución propuesta con la denominación de «cristiana» o «católica», puede verse muy fácilmente inducido a estimar que su religión lo obliga a adoptar esta solución, o adherirse a ella y a pugnar por su establecimiento, sin necesidad de analizarla dentro del campo que le corresponde y a la luz de los principio propios de la economía y de la política.

Bien está que un hombre cristiano o no cristiano, se adhiera a la doctrina social de la Iglesia y la sostenga, por sus méritos propios, después de haberla analizado suficientemente. Pero es muy malo y muy peligroso que los hombres sostengan esa doctrina o cualquier otra, simplemente por el adjetivo que se le añade.

Y si este elemento de confusión es dañino en cuanto a los problemas sociales, lo es mas gravemente en cuanto toca a la religión, porque puede inducir al cristiano a considerar que la religión ha de realizarse por medios políticos, y olvidarse de que es asunto del hombre con su Dios y con su hermano.

Y si este elemento de confusión es dañino en cuanto a los problemas sociales, lo es más gravemente en cuanto toca a la religión, porque puede inducir al cristiano a considerar que la religión ha de realizarse por medios políticos, y olvidarse de que es asunto del hombre con su Dios y con su hermano.

«No es que haya otro Evangelio; lo que hay es que algunos os turban y pretenden pervertir el Evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro Evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema». (Gálatas, 1, 7-8)