Año: 21, Julio 1979 No. 441

La función social del empresario

Joaquín Sánchez-Covisa

Vivimos en una época de curiosas confusiones mentales. Los términos usuales del lenguaje, en lugar de servir para aclarar las ideas y problemas, sirven las más de las veces para confundirlos. No en vano decía Talleyrand que el lenguaje le ha sido dado al hombre para la disimulación u ocultación del pensamiento. Uno de los ejemplos representativos es, en el mundo económico, el que se refiere al tema de la función social de la empresa y del empresario. En todos los países, en todos los sectores y desde las más diversas perspectivas mentales, se habla hoy de la función social del empresario. Y se entiende generalmente por tal el hecho de que el empresario tiene el deber de destinar una parte de su tiempo, de sus energías y de sus ingresos a contribuir a resolver los problemas generales de la sociedad en que vive y, en especial, de los sectores más desvalidos de la misma. A ocuparse de la infancia abandonada, de los enfermos indigentes, de los ancianos carentes de recursos.

Lejos de nosotros reducir la inmensa importancia que tiene el prestar atención a quienes, por trágicos azares de la vida, carecen de los medios indispensables para subsistir o para mejorar. Siempre son vergonzosamente exiguos los recursos y energías que se destinan a esa noble finalidad. Y ese hecho es particularmente imperdonable en una sociedad que pretende descansar sobre las bases morales de la civilización cristiana.

Lo que no entendemos es que se trate de identificar la expresada finalidad con la función social de la empresa o empresario. Con ello se rebaja la trascendencia de esa elevada misión y se desfigura a la vez la verdadera función del empresario. Ocuparse de los desvalidos no es una función social del empresario. O, si lo es, lo es igualmente del funcionario, del propietario, del rentista, del abogado, del médico o del ingeniero. Es, en rigor, un irrenunciable deber moral que pesa sobre todos los miembros de la colectividad. Y que afecta especialmente a aquellos que disfrutan de más altos niveles de vida y destinan una menor fracción de sus energías a tareas socialmente útiles.

Podría quizá argüirse que se trata simplemente de una excusable libertad de lenguaje, sin otro propósito que el de hacer un oportuno llamamiento a la conciencia moral del empresario. Pero el caso es que, detrás de ella, late un problema de más serias dimensiones. En virtud de la extensa difusión de una ideología de raíces marxistas, se tiende hoy a desvalorizar la verdadera función social del empresario. Se contempla con actitud crítica, o al menos, recelosa, la actividad que realiza al frente de su empre­sa, en la obtención de beneficios. Y se piensa que debe resarcirse ante la colectividad de una actividad egoísta o mezquina, dedicándose abiertamente a inobjetables finali­dades de beneficencia social.

La función del empresario en la sociedad

La función social del empresario, la verdadera y específica función que le corresponde desempeñar en la sociedad de nuestros días es la de dirigir y combinar ade­cuadamente los recursos productivos a fin de obtener los bienes y servicios destinados a la satisfacción de las necesidades de la co­lectividad. Esa función supone coordinar las acciones de los hombres trabajadores, empleados, técnicos, etc. que cooperan en las actividades de la empresa; procurar los me­dios de financiamiento del proceso productivo; seleccionar y adquirir los implementos y materias primas que intervienen en la explotación; determinar los procedimientos técnicos adecuados para llevar a cabo las operaciones de la empresa; atender a las exigencias y preferencias de los adquirentes y consumidores de sus productos. Implica, por lo tanto, un esfuerzo ininterrumpido encaminado a adoptar las variadas y múltiples decisiones requeridas por el desenvolvimiento de las actividades de la empresa.

El empresario es, en efecto, el hombre que adopta las decisiones inherentes a la organización de la producción. Y es, sobre todo, el hombre que asume el riesgo de sus resultados futuros. El hecho de que el procedimiento técnico no resulte adecuado, de que los productos no respondan a las exigencias de los consumidores, de que los costos y los precios resulten excesivamente altos y no puedan competir con productos o bienes alternativos, esto es, en general, el hecho de que la producción no haya sido eficientemente planeada, administrada y dirigida, compromete directa y principalmente la responsabilidad del empresario.

El instrumento que regula la actividad del empresario en una economía libre y competitiva es la relación entre los precios de los insumos y factores productivos que utiliza y los precios de los productos que suministra a otras empresas o a los consumidores. En el caso de que sus decisiones hayan sido correctas, la empresa obtendrá beneficios. Ello indica que los consumidores valoran más los productos creados por su empresa que los recursos productivos que ha desplazado de otros fines para destinarlos a esa finalidad específica. Indica que ha administrado adecuadamente los recursos productivos escasos de la comunidad. En el caso de que sus decisiones hayan sido incorrectas, la empresa sufrirá pérdidas y desembocará eventualmente en la cesación de pagos o en la quiebra. Ello indica que ha dilapidado los recursos productivos, organizándolos indebidamente o destinándolos a finalidades donde son menos útiles que en otras finalidades alternativas. El mecanismo de los precios y el sistema de pérdidas y beneficios asegura así que el empresario ha de desempeñar con eficacia la función social que le corresponde.

El empresario y la sociedad

Es urgente que los hombres entiendan la verdadera función social del empresario y perciban el decisivo papel que desempeñan los beneficios de las empresas en el eficiente funcionamiento del sistema económico y, en consecuencia, en la adecuada satisfacción de las ingentes necesidades de las colectividades humanas. Cuanto más próspera sea la empresa que maneje, mayores títulos tiene el empresario para la estimación y el respeto colectivo. Los empresarios han sido los principales forjadores económicos de la sociedad contemporánea. Los países del planeta que disfrutan de un nivel de vida más alto y de un régimen de mayor libertad política y civil son aquellos que han dispuesto de una clase empresarial más eficiente y donde el empresario ha encontrado un clima más favorable para desplegar sus iniciativas y esfuerzos.

Un tema completamente diverso al ex­puesto, aunque se califique con el nombre inapropiado de función social del empresario, es, por lo tanto, el que se refiere al deber que tiene el empresario, como todo miembro de la colectividad, de atender con sus energías o con sus ingresos a quienes sufren, por razones ajenas a su voluntad, dolor y miseria.

Es éste un problema moral, sobre el cual es siempre procedente insistir, pero que no debe servir para enturbiar la clara visión de los problemas económicos. A esa finalidad pueden destinar los hombres de todas las clases, ingresos que destinan a gastos superfluos o suntuarios. Y a esa finalidad se puede igualmente destinar, por decisión estatal, una parte de los recursos que, a través del impuesto, se recaudan de toda la colectividad. El Estado que disfruta de ingresos inusitadamente altos, tiene el inexcusable deber de aportar cuantiosos recursos a la protección de la infancia abandonada, a la capacitación de la juventud necesitada, a la asistencia de enfermos y ancianos indigentes. Puede realizar esta trascendental finalidad sin aumentar la tributación y sin descuidar el adecuado funcionamiento de los servicios públicos. Bastaría para ello que eliminase el injustificado dispendio de recursos en actividades industriales y comerciales, esto es, en aquellas actividades que corresponden ellas sí a la auténtica e indiscutible función social del empresario.

«Que el tener ganancias es reprochable, es un concepto socialista. Yo considero que lo verdaderamente reprochable es tener pérdidas».

Winston Churchill