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Año: 24, Febrero 1982 No. 504
En Defensa del Egoísmo
Hilary Arathoon
En reciente carta pastoral se atribuía al egoísmo el origen de todos los males que aquejan a la humanidad. Pero, ¿será en realidad el egoísmo, o será más bien un falso sentido de altruismo o humanitarismo el que hoy día nos perjudica?
El egoísmo es algo no sólo muy natural, sino que es además instintivo. El velar por el propio bienestar es algo que los hombres poseen en común con los animales. Como agentes y pacientes de nuestra propia acción, nadie mejor que nosotros puede saber lo que más nos conviene, de modo que es antinatural e ilógico pretender relegar a otros el que velen por nuestros intereses.
Desde el momento de nacer, cada criatura procura que sus necesidades le sean satisfechas. Por desvalidos que seamos durante los primeros meses, disponemos de medios para dar a conocer nuestras necesidades, las cuales corresponde a los padres satisfacer. Dicha obligación perdura durante la niñez hasta que alcanzamos la edad de velar por nuestro propio bienestar. Nadie como los padres pueden desempeñar dicho papel, de modo que un cierto grado de egoísmo es no sólo lógico, sino una obligación que nos impone la naturaleza, no sólo para la protección de la propia vida, sino también para la de la especie. Es instintivo también que al llegar a cierta edad, los jóvenes procuren desprenderse de la tutela familiar para poder escoger ellos libremente su propio camino.
La educación escolar a la que sometemos a nuestros hijos no tiene otra finalidad que la de ayudarlos a valerse por sí y que, al llegar a la edad madura, estén en condición de procurarse su propio sustento y de ganarse el pan «con el sudor de su frente». Si todos aprendieran a ser autosuficientes, lógico es suponer que la necesidad de asistencia para los desvalidos sería mínima.
Con base en la tradición hebreo-cristiana y mediante la educación religiosa, los jóvenes aprendían también que su primera obligación era: «amar y servir a Dios sobre todas las cosas» mediante la observancia de sus mandamientos y «al prójimo como a ellos mismos». Lo cual no implicaba que uno tuviera que atender primero a las necesidades de los demás, sino por el contrario, la primera obligación era la de atender a las propias necesidades. Claro está que la caridad para con los necesitados es una obligación que nos impone la religión y de la cual no debemos sustraernos, pero: «la caridad empieza en casa», dice el dicho. Dijo también el apóstol: «El que no cuida de las necesidades de su familia es peor que un infiel».
Vale tomar en cuenta también la observación hecha hace más de dos siglos por el economista escocés Adam Smith, en su célebre tratado: «Riqueza de las naciones». Dice así: «Jamás he sabido de un gran beneficio a la humanidad que resultara de quienes se dedican a hacer el bien. Sólo con el fin de obtener una ganancia es que un hombre estará dispuesto a invertir un capital en la creación de una industria y siempre lo invertirá en aquella que tenga más probabilidades de rendirle mayores ingresos».
«Generalmente quién así actúa no busca promover el bienestar general. Al dirigir su industria a manera que le rinda los mayores beneficios, busca tan sólo su propio bienestar, pero resulta, como guiado por una mano invisible a promover una finalidad que no era parte de su intención. Al buscar sus propios intereses, frecuentemente promueve el bienestar de la sociedad en forma más efectiva que cuando en realidad busca promoverla». Y es que nadie puede enriquecerse honradamente, sin enriquecer a la vez a cuantos le rodean.
Sigue diciendo dicho economista que es gracias a ese egoísmo el que podamos contar con que diariamente nuestras necesidades se vean satisfechas. Donde existe el mercado libre y donde se observa la especialización del trabajo, cada cual dentro de su ramo se ve precisado a satisfacer las necesidades de los demás, como medio o condición previa para poder satisfacer sus propias necesidades. Es por ello que sin necesidad de coerción por parte de las autoridades y sin mayor esfuerzo nuestro, podemos depender de los servicios del lechero, panadero, carnicero, verdulero, sastre, zapatero, médico, etc. No es por conmiseración el que dichas personas nos sirven, sino por lo que cada cual piensa ganar a través de dicho intercambio. De modo que en la economía del mercado es a través del servicio mutuo el que cada cual busca y logra satisfacer sus necesidades. De no estar constituidos así, podemos tener la seguridad de que nuestras necesidades permanecerán insatisfechas y que nuestra civilización tal como hoy la conocemos, no existiría.
En los países comunistas donde la iniciativa privada es vedada y en donde todos trabajan para el Estado, único dueño de los medios de producción, es cosa común y corriente que todos los artículos de primera necesidad escaseen. Hoy lo estamos viendo en Polonia, donde se ha formado un sindicato libre, Solidaridad, y otro de los trabajadores del campo, para protestar por la escasez de medios de transporte y víveres, y por el racionamiento de calzado y ropa, que se viene observando en dicho país, lo cual ha dado origen a una serie de huelgas en son de protesta por las malas condiciones económicas prevalecientes, las cuales no ofrecen perspectivas de un satisfactorio arreglo en un futuro próximo.
Pero hoy, en algunas escuelas, es cosa común que la educación que se imparta a los alumnos sea más bien la de velar por el bienestar ajeno. Imbuidos por las prédicas socialistas, los educadores han creado un fetiche del servicio a la humanidad. Los educandos que egresan de dichas escuelas, en vez de buscar el ganarse su propio sustento, salen con la equivocada idea de que su única misión es ayudar a los demás. La sola idea de «hacer dinero» es para ellos anatema y sin tener aún noción del esfuerzo que significa ganarse la vida, ni mucho menos lo que representa la creación de una empresa, se dedican a orientar e instruir a otros en el ejercicio de sus derechos, sin que nadie los haya orientado antes en el desempeño de sus obligaciones. El resultado es que todos buscan descargar éstas en manos del Estado.
Si el altruismo de dichas personas fuera de la calidad de la del Venerable Hermano Pedro de San José de Betancourt, o la de un San Francisco de Asís, no habría inconveniente en que la ejercieran. Dichos personajes dieron todo de sí: su trabajo, su tiempo y su vida entera en beneficio de la humanidad y la gloriosa obra que realizaron fue debida única y exclusivamente a su propio esfuerzo. Los aportes de que disfrutaron para su realización fueron aportes voluntarios de sus seguidores y patrocinadores, que quizás no se atreverían a hacer en lo personal, lo pretenden hacer a través de leyes, considerando que si su actuación es legal, forzosamente tiene que ser ética. Así vemos a las mayorías despojando a las minorías en nombre del bien público.
Y es que en las escuelas se les ha inculcado que la mayor virtud no es la de «hacer dinero» sino la de dar. Sin embargo, como bien señala Ayn Rand en su novela «El manantial»: «no se puede repartir o distribuir lo que previamente no ha sido creado». Sin embargo, en las escuelas se enseña a admirar más al distribuidor de la riqueza ajena, que al verdadero creador de la misma. Elogian al dispensador de bienes ajenos pero permanecen indiferentes ante los logros de aquellos que hicieron posible su creación.
Claro está que mientras actuemos así, no podremos progresar. Un país falto de productores, estaría encaminado al fracaso. La riqueza tiene que ser creada antes de que pueda ser distribuida o robada. Es el creador de riqueza, sea cual fuere el motivo que lo impulsó a su creación, el verdadero benefactor de la humanidad.
El que roba o despoja a otro del producto de su trabajo, ya sea directamente o a través de las leyes, empobrece no sólo a su víctima, sino a la sociedad en general, ya que desalienta la producción, producción que es necesaria y que debería ser siempre creciente para satisfacer las siempre crecientes necesidades de la población.
«El día que un hombre encuentre a un semejante que le diga: «desde hoy me ocuparé de tu felicidad». Aquel día será el último de su vida feliz, por infelicísima que sea. Ocuparse en la felicidad de otro es querer por él, escoger por él, decirle: «esto que he escogido es tu felicidad». El otro ha entrado a formar parte de un cálculo, ya que no tiene derecho a querer por sí mismo. Si no se sustrae acto seguido, cesa de ser hombre, persona. Prácticamente deja de existir».M. E. Sciacca