Año: 24, Septiembre 1982 No. 518

CREADOS IGUALES

Milton Friedman

«Igualdad», «libertad»: ¿qué significan exactamente estas palabras de la Declaración de Independencia? ¿Pueden ser llevadas a la práctica los ideales que expresan? ¿Son igualdad y libertad concordantes entre sí o, por el contrario, se contradicen?

Desde mucho antes de la Declaración de Independencia estas preguntas han tenido un papel principal en la historia de Estados Unidos. El intento de contestar a ellas determinó el clima intelectual de la opinión pública, llevó a una guerra sangrienta y produjo cambios primordiales en las instituciones económicas y políticas. Dicho intento sigue dominando nuestros debates políticos. Y determinará nuestro futuro del mismo modo que determinó nuestro pasado.

En las primeras décadas de la República, igualdad quería decir igualdad ante Dios; libertad significaba libertad para modelar la propia vida. La evidente contradicción existente entre la Declaración de Independencia y la institución de la esclavitud ocupó el centro del escenario. La Guerra Civil finalmente resolvió este absurdo. El debate pasó entonces a un nivel distinto. La igualdad empezó a ser interpretada cada vez más como «igualdad de oportunidades» en el sentido de que a nadie debían impedirle obstáculos arbitrarios el uso de sus capacidades para conseguir sus propios objetivos. Tal es todavía su sentido dominante para la mayor parte de los ciudadanos estadounidenses.

Ni la igualdad ante Dios ni la de oportunidades presentaban ninguna contradicción con la libertad de modelar la propia vida. Todo lo contrario. Igualdad y libertad eran dos aspectos de un mismo valor básico: que cada individuo debe ser considerado como un fin en sí mismo.

En Estados Unidos ha surgido un sentido de la igualdad muy diferente en las últimas décadas: igualdad de resultados. Todos deben tener el mismo nivel de vida o de ingresos, todos deben terminar la carrera a la vez. La igualdad de resultados está en clara contradicción con la libertad. El intento de fomentar esto fue el origen principal de un Estado cada vez más poderoso y de restricciones a nuestra libertad impuestas por él.

IGUALDAD ANTE DIOS

Cuando Thomas Jefferson escribió, a la edad de treinta y tres años, que «todos los hombres han sido creados iguales», ni él ni sus contemporáneos interpretaban literalmente estas palabras. No consideraban a los «hombres» o, como decimos hoy, a las «personas» iguales en sus características físicas, reacciones emotivas y capacidades intelectuales. El mismo Thomas Jefferson era una persona muy notable. A los veintiséis años diseñó su hermosa casa en Monticello (en italiano, «montecito»), dirigió su construcción e incluso se dice que hizo parte de la obra él mismo. A lo largo de su vida fue inventor, universitario, escritor, estadista, gobernador del estado de Virginia, presidente de Estados Unidos, embajador en Francia y fundador de la universidad de Virginia; difícilmente podría considerársele un hombre común.

La pista de lo que Thomas Jefferson y sus contemporáneos entendían por igual está en la siguiente frase de la Declaración: «Dotado por su creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales se cuenta la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Los hombres eran iguales ante Dios. Toda persona es preciosa en sí y para sí misma. Tiene derechos inalienables, contra los que nadie puede atentar, como perseguir sus propios objetivos y no ser tratada como mero instrumento para favorecer los objetivos de cualquier otra persona. «Libertad» forma parte de la definición de igualdad, no la contradice.

La igualdad ante Dios la igualdad personal es importante precisamente porque las personas no son idénticas. Sus diferentes valores, sus gustos diversos, sus distintas capacidades, les conducirán a querer llevar vidas muy dispares. La igualdad personal requiere respeto para con su derecho a lograrla, no la imposición de los valores o juicios de algún otro. Jefferson no ponía en duda que unos hombres fueran distintos de otros, que hubiera una élite. Pero esto no daba derecho a ésta a gobernar a los demás.

Si una élite no tiene derecho a imponer su voluntad a los demás, tampoco lo tiene grupo alguno, ni siquiera una mayoría. Toda persona había de ser soberana de sí, siempre que no estorbara los similares derechos de los demás. El Estado fue establecido para proteger tal derecho de los ciudadanos miembros y de la amenaza externa, no para otorgar un poder mayoritario sin limitaciones. Jefferson tenía en su haber tres éxitos que hizo poner en su epitafio para que fueran recordados: el estatuto de libertad religiosa de Virginia (precursor de la Declaración de Derechos norteamericana, dedicado a proteger a las minorías de la dominación de las mayorías), la autoría de la Declaración de Independencia y la fundación de la universidad de Virginia. La meta de los creadores de la Constitución de Estados Unidos, redactada por los contemporáneos de Jefferson, era un Estado nacional suficientemente fuerte para defender el país y fomentar el bienestar general, pero a la vez bastante limitado en su poder para proteger al ciudadano individual y a los diferentes gobiernos de los estados del dominio del Estado nacional. Democrático en el sentido de amplia participación en el gobierno, sí; en el sentido político de gobierno de la mayoría, decididamente no.

De modo similar, Alexis de Tocqueville, el afamado filósofo, político y sociólogo, en su obra clásica La Democracia en América, escrita tras una larga visita por los años de 1830, consideró que era la igualdad y no el gobierno de la mayoría la característica sobresaliente de Norteamérica.

En América escribió, el elemento aristocrático siempre ha sido débil; y si bien en la actualidad no está efectiva­mente aniquilado, es de todos modos tan inútil que difícilmente podemos atribuirle algún nivel de influencia en la marcha de los asuntos. El principio democrático, por el contrario, ha ganado tanta fuerza con el tiempo, con los acontecimientos y con la legislación, que ha llegado a ser no sólo predominante, sino todopoderoso. No hay familia o autoridad corporativa (...).

América, pues, muestra en su condición social un fenómeno de lo más extraordinario. Allí los hombres son considerados con una mayor igualdad en lo referente a fortuna e intelecto o, en otras palabras, más igualados en su valor que en cualquier otro país del mundo o en cualquier época cuyo recuerdo haya conservado la historia.

Tocqueville admiraba muchas de las cosas que observó, pero no era en modo alguno un admirador acrítico: temía que la democracia llevada demasiado lejos pudiera minar las virtudes cívicas. Como él dijo, «hay (...) una enérgica y lícita pasión por la igualdad que incita a los hombres a desear intensamente ser poderosos y honrados. Esta pasión tiende a elevar al humilde al nivel del grande; pero existe también en el corazón humano un gusto perverso por la igualdad que lleva al débil a intentar menguar al poderoso hasta su propio nivel y conduce a

los hombres a preferir la igualdad en la esclavitud a la desigualdad en la libertad».

Resulta un sorprendente testimonio del sentido cambiante de las palabras el hecho de que en las últimas décadas haya sido el partido demócrata de los Estados Unidos el principal instrumento para el fortalecimiento de ese poder estatal que Jefferson y muchos de sus contemporáneos consideraban la mayor amenaza contra la democracia. Y ha luchado por acrecentar el poder estatal en nombre de un concepto de «igualdad» que es casi opuesto al concepto de igualdad que Jefferson identificaba con la libertad y Tocqueville con la democracia.

Desde luego, la vida real de los redactores de la Constitución no siempre fue coherente con las ideas que defendían. La contradicción más evidente era la esclavitud. El mismo Thomas Jefferson poseyó esclavos hasta el día de su muerte, el 4 de julio de 1826. Luchó insistentemente contra la esclavitud proponiendo en sus notas y correspondencia planes para su eliminación, pero jamás propuso en público planes al respecto ni hizo campaña contra tal institución.

La Declaración que él redactó tenía que ser descaradamente violada por el país a cuya creación, tanto contribuyó, o la esclavitud tenía que ser abolida. No es sorprendente que las primeras décadas de la República vieran una creciente tendencia a la controversia sobre la institución de la esclavitud. Esta controversia acabó con una guerra civil que, con palabras del discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln, puso a prueba si una «nación concebida en libertad y basada en la proposición de que todos los hombres nacen iguales (..) puede durar mucho». La nación perduró, pero sólo con un tremendo precio en vidas, bienes y cohesión social.

Extracto del capítulo 5 de «Free to Choose» por Milton y Rase Friedman, 1979.

«Toda nuestra cultura moderna – ha Jellinek descansa sobre la firmación de que los poderes del estado tienen un límite y de que nosotros no estamos sometidos como esclavos al poder ilimitado del estado. En realidad, el problema es más hondo y llega a la entraña misma de la vida social: donde el gobierno es superior al derecho, éste no impera sino de nombre. Y donde no hay derecho, tampoco son posibles el orden, la seguridad ni la injusticia».

«EL FEDERALISTA», Hamilton, Madison y Jay, Fondo de Cultura Económica, México, 1943.