Año: 24, Diciembre 1982 No. 524

LA SARDINA Y EL TIBURON

Manuel F. Ayau

El tiburón se come a la sardina como un acto biológico que satisface una necesidad inmediata. El tiburón no acorrala sardinas en una cueva para engordarlas y comérselas más grandes dentro de pocos días. Para el tiburón no hay largo plazo. Ni siquiera mediano.

El tiburón no guarda trabajo (= ahorro) para juntar para cuando sea viejo o para dejarle algo a sus tiburoncitos cuando muera.

El tiburón no se beneficia de cooperar con la sardina. Ni siquiera lo puede considerar. Mejor se la come cuando la encuentra y nada de esperar a que esté más gorda. No se le va a ocurrir el abstenerse de una satisfacción inmediata a cambio de una satisfacción futura.

Pero el hombre es diferente. El hombre compara, escoge, delibera. En una palabra razona.

Por ello se puede abstener de hacer ropa para tener mayor cantidad de la misma, comprándola. El cambio indirecto (que sólo puede existir si existe el dinero) le brinda infinidad de oportunidades a los hombres, oportunidades que ellos perciben y aprovechan, cada quién según su capacidad, las prioridades de la ocasión y sus costos de oportunidad.

Claro que las oportunidades van a diferir si la persona nació en el año 1540 o si nació en el año 2000. Serán diferentes si nació de un padre frugal o de un botarata. Si nació en la India o en Filadelfia. Si es de familia acomodada o de familia pobre. Pero el hecho es que indistintamente de las circunstancias en que se encuentra un hombre, por lamentables que éstas sean, siempre podrá él beneficiar a otro y beneficiarse a si mismo a base de intercambios libres.

Debido a la posibilidad de comprar y vender, las personas abandonan el intento de satisfacer directamente sus propias necesidades. Las satisfacen mejor comprándolas con el dinero recibido por su trabajo = por su aporte al bienestar de otros.

Por ejemplo, si una sociedad desea obtener la mayor cantidad de maíz posible, quizá le convenga sembrar algodón. La razón es muy sencilla; si así fuera el caso, es porque con el producto de la venta del algodón se puede comprar más maíz del que se da en la misma cantidad de tierra.

Y evidentemente, a todos les convienen el bienestar ajeno porque así, el «costo de oportunidad» del prójimo será siempre menor, y su «pago» al vecino podrá ser mayor. Para aclarar con un ejemplo: un barbero en Escuintla por el mismo trabajo recibe menor pago que uno en Filadelfia. ¿Por qué? Porque a los parroquianos en Filadelfia les «cuesta» menos pagarle más, porque tienen más.

El parroquiano en Filadelfia pagará $ 5.00 y el de Escuintla, 50 c. Pero el parroquiano de Filadelfia gana los $ 5.00 en menos de una hora. y el de Escuintla gana los 50 c. en hora y cuarto. El barbero de Filadelfia gana más porque al parroquiano de Filadelfia le cuesta menos.

Pero parece ser que nadie pone en duda, pues se considera una verdad incontrovertible, que el pez grande siempre se come al chiquito.

Y no cabe la menor duda que hay peces grandes que se comen a los chiquitos. También hay animales que no son peces que se comen a los más débiles. Pero también hay animales chicos que se comen a los grandes: las hormigas, las abejas, las barracudas, etc.

El hombre ha vencido el comportamiento de todo el reino animal junto: tigres, leones, ballenas y elefantes. Su inteligencia (su capacidad de raciocinio) le ha permitido vencer la escasez y poner la ciencia a su servicio, dominando así el aire, el espacio, la enfermedad, los climas despiadados, etc. Naciones pequeñas sin mayores recursos ni población, han superado a naciones grandes con recursos, en cuanto a desarrollo económico y aun en conflictos bélicos. Así, existe la suficiente evidencia en diversos órdenes de cosas para demostrar que si bien es cierto que muchos peces grandes se comen a los pequeños, este hecho no constituye una regla general universal ni mucho menos puede ser aplicable entre los hombres.

Sin embargo, está tan arraigado el criterio que el «grande» se come al «chico» que cuesta mucho concebir lo contrario y se acepta como una verdad Irrefutable que, cuando de tamaño o poder se trata, hombres y peces se comportan por Igual.

Aquí analizaremos el fenómeno que se da entre los seres humanos y que precisamente los diferencia de todo el resto del reino animal.

Este interesantísimo fenómeno, que se aplica, tanto a hombres en lo individual a empresas competidoras, o a países rivales, nos explica el «porqué» el fuerte tiene un interés creado en la prosperidad del débil. También se comentará más adelante la diferencia que existe entre las llamadas competencia biológica y competencia cataláctica.

Para principiar seria útil reconocer algunos ejemplos del «fuerte» cooperando con el débil.

El médico no «desplaza» a las enfermeras, a pesar de su habilidad superior para cuidar de los enfermos; el médico delega responsabilidad contratando enfermeras para dedicarse a lo que él puede, comparativamente, hacer mejor que las enfermeras.

La empresa más grande del mundo, la General Motors, compra gran cantidad de los componentes que utiliza en la fabricación de sus automóviles a empresas pequeñas. Es obvio que ningún proveedor lo haría, porque nadie tendría la obligación de abastecer a esa enorme empresa, «al pez grande», si con ello no obtuviera un beneficio. Así como tampoco la GM les compraría a sus proveedores si no le conviniera hacerlo. Evidentemente tienen negocios entre sí porque ambos salen beneficiados.

Para nadie es difícil el reconocer que aún en el mismo ramo al cual uno se dedica hay personas que le superan en habilidad para desenvolverse dentro de dicho ramo. Pero el hecho de que las habilidades sean disparejas, repito, no desplaza a todos los demás. Mas bien, esta disparidad es la que hace posible que haya múltiples tipos de relaciones en cuanto a contratos y negocios. Es de ahí de donde surge el intercambio y las relaciones comerciales. Relaciones que no existirían de no beneficiarse todas las personas involucradas. Permítaseme un ejemplo numérico sencillo: supongamos que dos individuos, Juan y Pedro, únicamente necesitan ropa (prendas de vestir) y pan.

¿Podría ser factible que se diera una asociación («sociedad») entre Pedro y Juan, aún si uno de ellos, digamos Pedro, es superior en todo con relación a Juan?

Ya que Pedro es superior en todo, ¿desplazará a Juan en la producción de ropa y pan? ¿Quedará Juan, por su inferioridad en todo condenado a la inactividad? ¿Le convendrá esto último a Pedro?

Veamos: comparemos la superioridad de Pedro sobre la de Juan según la cantidad de pan y de ropa que cada quien puede hacer en 12 horas

PEDRO

12 horas 12 horas

12 panes 8 prendas

JUAN

12 horas 12 horas

6 panes 2 prendas

Trabajando un total de 24 horas cada uno, pero aisladamente, entre los dos (48 horas) producen: 18 panes y 10 prendas.

¿Podrán Pedro y Juan tener algún beneficio de dividirse el trabajo para que haya un intercambio posterior? Esto únicamente vendría a ser cierto si al comparar con lo que obtendrían produciendo aisladamente, ambos perciben que lograrán obtener más al dividirse el trabajo e intercambiar después.

Con la conveniencia de la asociación que necesariamente surgiría en el caso de Juan y Pedro, se pretende demostrar que el grande no «se come» al chico. ¡No le conviene! Es más: si los dos salieren beneficiados al intercambiar, cada uno tendrá un interés creado en el aumento del bienestar del otro, y de esa manera, se convertirán voluntariamente, en mutuamente dependientes. Aceptemos como ejemplo la siguiente «división» del trabajo. Como Juan tiene mayor desventaja para hacer ropa, dedicará todo su tiempo para hacer pan. Pedro hará las dos cosas. En todo caso, asignamos a cada quien 24 horas para hacer pan y/o ropa.

PEDRO

9 horas 15 horas

9 panes 10 prendas

JUAN

24 horas 0 horas

12 panes 0 prendas

Total de producción combinada: 21 panes y 10 prendas.

Sin aumentar la producción por hora individual, ni el tiempo empleado por cada quien, la producción ahora es mayor que cuando trabajaba aisladamente, pues entonces solamente producían 18 panes y 10 prendas.

¿Cuál es la explicación?

Nótese que la superioridad de Pedro con relación a Juan no es la misma en hacer pan que en hacer ropa. En el primer caso, la superioridad de Pedro es de 2:1 y en el segundo de 4:1. Por esta razón es que en el ejemplo se le asignó a Pedro mayor cantidad de tiempo para hacer ropa, ya que su grado de superioridad es mayor en hacer ropa que en hacer pan.

Se le asignó cero horas a Juan haciendo ropa porque es en lo que su inferioridad es mayor. De ahí, que, durante las 24 horas de trabajo a él le convenga solamente hacer pan, ya que en esa actividad su inferioridad es menor.

Así resulta que ambos, en algún grado, han sido liberados. Pedro ha sido liberado de algunas horas (3 horas) de aquello en que su ventaja es menor y Juan de aquello en que su desventaja es mayor. Es así como la producción combinada aumentó en 3 panes. El hecho de que al dividirse el trabajo la producción total aumenta es una prueba de que de esta forma se crea la oportunidad de intercambio con beneficio mutuo.

Ahora, una cosa es explicar que se dé la oportunidad y otra muy diferente es que, en efecto, se lleve a cabo un intercambio. Reitero que, si ese intercambio no beneficia a ambos, no se llevará a cabo, pues nadie intercambiará si no se enriquece (sale beneficiado) en algún grado. Ambos tienen que ganar: si alguno de los dos no se enriquece, no participaría en el intercambio.

Ilustremos un ejemplo de posible intercambio: Pedro ofrece entregarle a Juan 2 prendas a cambio de 5 panes. El resultado final es:

PEDRO

Pan Ropa

9 + 5 = 14 10 – 2 = 8

JUAN

Pan Ropa

12 - 5 = 7 0 + 2 = 2

Pedro ganó dos panes y Juan uno, y los dos tienen exactamente la misma cantidad de ropa que antes, cuando producían aisladamente.

¿Quién ganó más? Pues en panes, Pedro, pero horas ganaron igual. Claro, este trato es simplemente un ejemplo.

La ganancia también se puede observar si tomamos en cuenta el costo de cada quien. El «costo del intercambio» para cada uno es aquello que dejó de hacer (sacrificar) para poder hacer lo que entregó. Este es el verdadero costo, llamado por los economistas «costo de oportunidad». Para Pedro, hacer las dos prendas de ropa que le dio a Juan le representa 3 horas trabajo, que podría haber empleado en hacer tres panes. Pero recibió 5 panes. Lo cual es equivalente a decir que sacrificó 3 panes a cambio de recibir 5 panes. Bien, que ganó 2 panes extras por abstenerse de producir.

Para Juan, los 5 panes que entregó le representan 10 horas de trabajo, las cuales podría haber empleado para producir 1 1/3 prendas. Lo cual resulta equivalente a sacrificar 1 1/3 prendas para obtener 2 prendas. Como en el caso de Pedro, el haberse abstenido de producir una de las dos cosas le significó una ganancia.

La desigualdad en «costo de oportunidad» entre Pedro y Juan, evidentes en el párrafo anterior, es la razón que hace posible que les convenga dividirse el trabajo para luego salir ambos beneficiados con un intercambio.

Esas desigualdades se manifiestan en que la relación de tiempo necesario para hacer pan en comparación a ropa es diferente en el caso de Pedro y Juan: la relación de productividad es diferente.

En otras palabras, Pedro tiene una relación de 12 a 8 (o sea 1.33:1) y Juan de 6 a 2 (3:1). La superioridad de Pedro es de 2:1 en pan y de 4:1 en ropa. Son esas diferencias las que hacen factible la conveniencia mutua en la interdependencia.

En un mundo de hombres con exactamente iguales relaciones en productividad, la civilización no se hubiese dado, porque sin esas diferencias no es posible un significativo aumento en productividad del conjunto.

El ejemplo anterior es a base de trueque, pero el caso es exactamente igual cuando existe dinero y precios expresados en dinero.

El dinero surgió, precisamente, para facilitar ese intercambio indirecto, fraccionario y a través del tiempo.

Un precio en unidades absolutas no tiene significado. Es la lista de todos los precios (la «estructura de precios»), la que por establecer precios relativos entre todas las cosas, permite el hacer comparaciones y establecer los «términos de intercambio» entre cuántos panes equivalen a una prenda de ropa. Entre cuántos cigarrillos equivalen a una llamada por teléfono; entre cuántas motocicletas equivalen a un viaje alrededor del mundo.

Esa infinidad de relaciones de precios (no de valor) se forman a través del actuar de todas las personas y, efectivamente, dentro de límites estrechos, todos confrontamos una misma estructura de precios en cada instante y lugar. Pero cada participante, por sus circunstancias particulares, aprecia las cosas con diferentes relaciones de valor. Discrepa tanto con las relaciones indicadas por la estructura de precios, como con las relaciones de valor (o escala de valores relativos de otras personas.

La razón de por qué existe esa generalizada discrepancia en la escala de valores relativos es porque todos estamos en diferente situación momentánea. Existen diferencias de edad, de sexo, de número de parientes, de cultura, de habilidad física, de gustos, de religión, de haberes que posee, de salud, de lugar, ad infinitum y todos estos factores cambiando a cada momento.

Mientras cada persona perciba al mundo que lo rodea un tanto diferente de como lo perciben otros, existirá discrepancia entre la valorización del costo vrs. beneficio de cada oportunidad.

Es precisamente el «sistema de precios» el que transmite a las personas la información de las oportunidades accesibles, oportunidades de empleo de tiempo y de recursos a corto plazo y probabilidades a largo plazo.

Todo futuro es necesariamente especulativo; nada es seguro, pero siempre tenemos que decidirnos por algo (aunque sea el permanecer igual o abstenemos de cambiar). Aún la mejor de las informaciones nunca será perfecta, pues cada acto cambia las circunstancias existentes anteriores al mismo. No existe el acto «neutro» con respecto al mundo. Cada acto, de cualquiera, altera en algún grado al resto.

Por último, una observación pertinente. Vemos que las personas toman sus decisiones según las relaciones de precios entre unas y otras cosas. Así, determinan lo que pueden ofrecer a otros y que pueden obtener a cambio de su oferta: es decir, que pueden «demandar» a cambio de lo que puedan «ofrecer» indirectamente. La estructura de precios es, así, el mecanismo comunicador de todos los datos que en cualquier momento son pertinentes (reducidos en última instancia a un denominador común: el precio monetario).

Pero es importante recordar que son las relaciones entre los diversos precios monetarios las que permiten cumplir esa función Comunicadora, y no cada precio en sí. Son las comparaciones, inconscientes o deliberadas, de «costo beneficio», las que sirven de guía para establecer cuáles deseos se satisfacen prioritariamente, y cuáles se sacrifican o postergan, para así, disfrutar del mayor bienestar que puede cada quien lograr dentro del límite fijado por lo que otros valoricen su aporte.

Tomando en cuenta estas consideraciones se puede apreciar en su justa medida el gran servicio que nos brinda ese sistema de precios. ¡Imagínese el lector que alguien tuviese el poder de modificar arbitrariamente todas esas relaciones de precios! Todos cambiarían sus actos productivos, los recursos que utilizarían, y sus prioridades a corto y largo plazo. Es decir, ya nadie actuaría de acuerdo con ¿la realidad sino de acuerdo con los «datos» (de la realidad adulterada) que ahora percibe.

Por ello, la distorsión de precios relativos constituye un sistema de desinformación que causa desperdicios y pobreza, y tomando este hecho en cuenta, se puede apreciar la importancia de que el sistema impositivo idealmente no debe modificar las relaciones de precios. Es decir que debe ser lo más neutro posible.

No obstante, todas las distorsiones deliberadas y tan comunes (véase un arancel de aduanas con múltiples tasas distintas unas de otras, o la multitud de impuestos a cada actividad o cosa, diferente de las otras), no modifican la tesis aquí presentada, que cooperando todos entre sí estarán mejor que produciendo cada quien para sí, pero si causan una pérdida neta social.

El débil se beneficia del fuerte, y el fuerte del débil. En ese intento, todos compiten entre sí, todos son rivales por los favores del resto del pueblo.

Son los compradores los que al abstenerse de comprarle a alguien, lo inducen a cambiar de oficio o producción. No es el competidor el que se «come» al rival. Es así como los compradores (consumidores) van asignándole a cada quien según sus habilidades y talentos para satisfacerlas su lugar en la estructura productiva, en la división de tareas.

Esa rivalidad entre productores, por los favores del consumidor, no involucra violencia, ni amenazas. Es como un concurso, con reglas iguales para todos, en la que el juez es el resto de personas: «la sociedad». Esa competencia pacífica y abierta es la competencia cataláctica; y es muy diferente a la competencia biológica, en la cual el tiburón sí se come a la sardina.

La competencia cataláctica es el sistema de continua reasignación de tareas. Está siempre en constante flujo, promoviendo el uso de la inventiva e iniciativa innata del hombre. Está cambiando de puestos a los concursantes: el que antes estaba en tercer puesto, pasará al quinto y el que estaba en el décimo puede pasar al segundo, etc.

Constituye una readecuación a circunstancias cambiantes en disponibilidad de nuevos inventos, recursos más lejanos, cambios de población, etc. Esa competencia es el acicate del progreso.

En una sociedad libre todos son colaboradores y acrecientan cada vez más el tamaño del pastel; hay más para todos aunque no en cantidades iguales. No es un «juego de suma cero» como la lotería, en la cual el ganador se lleva lo que otros perdieron.

En ese orden de cosas, cuando los hombres son libres, el pez grande siempre tendrá interés en el bienestar del chico.

«Esta división del trabajo, que tantas ventajas reporta, no es su origen efecto de la sabiduría humana, que prevé y se propone alcanzar aquella general opulencia que de él se deriva. Es la consecuencia gradual, necesaria aunque lenta, de una cierta propensión de la naturaleza humana que no aspira a una utilidad tan grande: la propensión a permutar, cambiar y negociar una cosa por otra».

ADAM SMITH, «La Riqueza de las Naciones»