Año: 25, Abril 1983 No. 531

Sobre la Moral de un Gobierno

M. F. Ayau

No puede tener dignidad quien no tiene libertad. Es imposible. No puede haber paz si no se respeta el derecho ajeno. No puede, ni siquiera ser moral quien no es libre, pues solamente quien tiene la facultad de escoger, por si y ante sí, entre el bien y el mal, es responsable de sus actos. Un siervo obediente no puede ser ni inmoral ni moral. Será quien lo manda, quien ejerce el juicio ético entre el bien y el mal.

No puede haber paz cuando alguna persona o personas imponen o tratan de imponer por razones de conveniencia social o preferencia personal, por la fuerza legalizada o no su criterio y voluntad sobre el actuar pacífico de otros, aunque lo hagan bien intencionados.

I

Al considerar el tipo de organización social al que debemos aspirar y que se ha de normar por ley, tenemos que escoger entre establecer normas de conducta o intentar lograr resultados económicos determinados.

La disyuntiva insoslayable que debemos meditar y dilucidar antes de que pueda haber progreso y paz es:

1) ¿Deben prevalecer normas de conducta abstractas y generales, adoptadas porque en sí se consideran justas y consecuentemente se aceptan los resultados de los actos de las personas individuales que respetan esas normas, aunque no nos parezcan los resultados?, o bien,

2) ¿Debe prevalecer un régimen que encauce los actos de los hombres individuales hacia las metas económicas consideradas como convenientes por quienes detentan o influyen en el poder público?

Al analizar a fondo las opciones anteriores, veremos que son totalmente incompatibles.

De ambas opciones resultará un determinado y diferente ordenamiento social. El primero buscará circunscribir los actos de los hombres a los límites del derecho ajeno, a los actos que son compatibles con vida pacífica en sociedad, a los actos que son pacíficos. El segundo establecerá metas de conveniencia económica y materialista que generalmente se les llama d «bien común» y pretenderá encauzar los actos de los hombres a esas metas que, quienes tienen el poder, califican como deseables.

Este dilema merece la atención de todo hombre de buena voluntad, porque en el último análisis, ahí se encontrará o no se encontrará la clave de la paz.

Si nos vamos a regir por normas morales de conducta, lo que quedará prohibido a todos son actos que están reñidos con las normas adoptadas, y que se aplican a todos por igual. Todo lo demás será permitido, y así, todo resultado logrado sin infringir esas normas será considerado justo.

Si lo que buscamos son resultados determinados, obligado será encauzar los actos de los individuos hacia dichos objetivos, y si el resultado no es el esperado, no será aceptable y habrá que proceder a reformarlo.

II

Hoy día se recomienda que los gobiernos sean los árbitros de la justicia materialista. No de la justicia de la conducta.

Los gobiernos se sugiere deben velar por que los resultados materiales de los actos de los individuos sean justos. No los actos, sino los resultados. Se convierten así en rectores de la economía, «por el bien común». A todo el mundo le parece así justo y conveniente para la consecución de metas concretas. No basta con justicia a secas. Según los resultados, se aplica el criterio de justicia social».

Así, además de justo, debe ser «conveniente» el actuar del individuo. Pero, ¿conveniente en que sentido? No se refiere a moralmente conveniente, porque si se trata de un acto justo relativo a la conducta, no puede ser moralmente inconveniente. Por ello, necesariamente se refiere a conveniencia material, conveniencia económica, conveniencia de resultados.

Así los gobiernos se convierten en comerciantes, agricultores, transportistas, industriales y banqueros, en la consecución de resultados económicos considerados deseables. Entran los gobernantes al mercado como compradores y vendedores de bienes y servicios y legislan para reformar los resultados de los actos pacíficos y respetuosos de los individuos, cuando califican de inconvenientes los resultados. Mientras tanto, descuidan flagrantemente la función de vigilar la conducta pacífica de los ciudadanos. Y desde luego, cuentan con todo el aparato de coerción propio del gobierno, para ponerlo al servicio de las operaciones mercantiles que absorben.

Se legisla para que los gobiernos se conviertan en agentes confiscadores de los bienes materiales de algunos para favorecer a otros. Se le da la función de redistribuidor de ingresos y riquezas materiales aunque éstas hayan sido adquiridas pacíficamente y en observancia de la ley, por el solo hecho de no estar distribuidas de acuerdo con los objetivos considerados convenientes. Para tal objeto, se le da autoridad discrecional a los encargados, lo cual es el origen de la creciente corrupción, pues tal autoridad crea la oportunidad y los incentivos para inducir al cada vez creciente número de personas a aprovecharse.

Se ha perdido de vista que la moral debe regir normas de conducta y no de conveniencia. Cuando el Leitmotiv de un gobierno es lograr metas de conveniencia materialista y no velar para que se cumplan normas de conducta, ese gobierno deja de ser moral, y se convierte en agente promotor de corrupción e injusticias.

Por ello, en tanto la ley no sea moralmente justa, la aspiración general de prosperidad pacífica seguirá siendo una frustrada ilusión.

«Economía y ética mantienen de modo natural relaciones bastante íntimas, dado que ambas tratan del problema de valor».

F. H. KNIGHT, «ETICA DE LA SOCIEDAD COMPETITIVA», Ed. Universidad Francisco Marroquín.