Año: 26, Enero 1984 No. 549

CHILE: LAS LECCIONES DEL FRACASO

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Armando De La Torre

Durante los últimos veinte años, Chile ha ofrecido uno de los espectáculos políticos y económicos más interesantes del mundo De la Democracia Cristiana (1964-1970),bajo el recién fallecido Eduardo Frei, y de los socialistas y comunistas (1970-1973), bajo Salvador Allende, y del gobierno autoritario militar (1973 a la fecha), bajo Augusto Pinochet, todos podemos extraer lecciones que se resumen en una serie de casos prototípicos y la aplicación directa de teorías contrastantes del desarrollo.

Esta movida historia de Chile en tan corto tiempo constituye, por eso, un libro de texto para Hispanoamérica, y aun para el llamado Tercer Mundo, sobre lo que hay que evitar y sobre lo que se ha de hacer ante el doble desafío de la pobreza y la violencia.

Frei dio inicio a una supuesta Revolución en la Libertad, que intentó trasladar a la práctica los ideales de la Alianza para el Progreso establecidos ingenuamente por la Administración de John F. Kennedy para nuestra América. Su programa incluyó una reforma agraria y una complicada y gradual chilenización de las minas de cobre, a base, por supuesto, de un alza drástica en los impuestos, que habrían de pagar las ciases medias y altas, y de cierto proteccionismo de las industrias nacionales, que pagarían todos los chilenos en cuanto consumidores.

La subsiguiente Transición al Socialismo de Allende llevó a su conclusión lógica estas iniciales reformas, con una política de expropiaciones masivas de fincas, una nacionalización sin indemnizaciones efectivas de las minas, y una carga impositiva todavía más confiscatoria, que eliminó las utilidades como posible fuente de inversión, además de un proteccionismo xenofóbico y miope del enorme sector público, ineficiente y corrupto.

A los tres años, Chile se hallaba en ruinas y la violencia se había hecho dueña de campos y ciudades.

El golpe militar de septiembre de 1973 fue saludado por la mayor parte de los chilenos, inclusive por Frei y los demócratas cristianos, como el fin de una pesadilla que pareció a punto de destruir definitivamente lo acumulado por los esfuerzos de muchas generaciones de chilenos.

Los dos primeros años del gobierno militar fueron de penosa reconstrucción, tanto institucional como de mercados. Pero no fue hasta 1975, cuando fue llamado de re­greso a Chile el embajador en Washington, Jorge Cauas, que se inició esa auténtica apertura de política económica, tan llevada y traída, que por seis años habría de estar encabezada por los Chicago boys, especialmente Sergio de Castro y Sergio de la Cuadra.

Hasta 1981, esta política tuvo un éxito fenomenal, al extremo de ser propuesta por el Wall Street Journal como modelo a los gobiernos del mundo libre. La inflación galopante de los tiempos de Allende y de los primeros dos años del gobierno militar fue reducida dramáticamente, aumentó el empleo, se diversificó la industria (cuyo efecto en las exportaciones fue bien elocuente: de un 17%, las exportaciones no cupríferas subieron a un 54%), y el capital extranjero afluyó con renovada abundancia. Los consumidores chilenos tuvieron una fiesta sin precedentes de consumo de prácticamente toda clase de bienes y servicios.

Los dos últimos años, empero, han sido de recesión económica e intranquilidad política.

¿Qué pasó?

La tentación para muchos es la de atribuir el fracaso aparente de las políticas de desarrollo del actual gobierno de Chile precisamente a su adopción de un «modelo» de libre mercado.

La evidencia parece apuntar en otra dirección: el que estas líneas escribe cree que las políticas seguidas por los tres gobiernos sucesivos de Frei, Allende y Pinochet no constituyen saltos quánticos, sino más bien cambios hacia adelante y hacia atrás (en el caso de Allende a Pinochet, violento) dentro de un continuo dirigismo estatal que, desgraciadamente, priva en toda la América Latina.

El camino de Allende al socialismo parece haber sido parte de la tendencia izquierdizante generalizada, enraizada en la América Latina desde la Segunda Guerra Mundial, y que ha ganado creciente ímpetu, primero con la Revolución boliviana de 1952 y, después, a través de la Revolución castrista en Cuba, a partir de 1959.

Dentro de esta corriente general que incluye el intento de Arbenz en Guatemala, y las pollticas socializantes de los generales peruanos de 1968 a 1980, Chile parece ser un caso muy especial por varias razones:

1) Chile ha gozado de una tradición democrática que ha funcionado por largo tiempo, hasta hacer posible la elección libre de un Presidente marxista.

2) El país tiene una gran clase media, bien educada.

3) En 1964 había llegado a estar muy próximo a la etapa económica del despegue.

4) Tenía, además, una población altamente expresiva y politizada, a la que no se le podía engañar fácilmente.

5) En estos veinte años ha tratado con más ahínco que otros a experimentar y aprender de los errores del pasado.

Pero el camino de Allende al socialismo también fue el resultado de otras dos tendencias muy peculiares a la escena política chilena:

Una actitud laicizante, a veces militantemente anticlerical, de algunos de sus dirigentes intelectuales y políticos que a través del Partido Radical hizo tan vacilante el programa demócrata cristiano de Frei y un movimiento sindical vigoroso y agresivo, que se había apropiado algunos métodos vagamente marxistas de análisis, incluyendo los conceptos de la lucha de clases y de la inevitabilidad de la socialización de los más importantes medios de producción.

Cuando Allende llegó al poder en 1970 con el apoyo electoral de menos de tres de cada ocho chilenos, «...el Estado controlaba (total o parcialmente) más de 90 empresas que abarcaban todos los sectores de la economía; en 1981, bajo Pinochet, 66 de ellas todavía permanecían en manos del Estado, incluyendo tres grandes firmas que no habían pertenecido al Estado antes de 1970: Codelco (cobre), CTC (teléfonos), y Chilectra (electricidad). En 1970, las empresas del sector público empleaban el 4.8% de la fuerza laboral; en 1981, el 3.4%; en 1970 las empresas estatales satisfacían el 22.5% de la demanda total; en 1981, este porcentaje había bajado a un 20%. En 1980, el capital de las doce compañías más importantes de Corfo (una compañía financiera estatal) constituía el 60% del capital de todas las empresas registradas en la Bolsa de Valores. Aunque la eficiencia de las empresas estatales ha mejorado, tres compañías, CAP (acero), IANSA (azúcar) y LAN Chile (la aerolínea estatal) lograron perder 156 millones de dólares en 1981. El Estado, en cuanto empresario, no ha sido eliminado en Chile». (Daniel Wisecarver, Estudios Públicos, invierno de 1983).

Por lo tanto, el experimento de Pinochet con una economía de libre mercado puede ser percibido como una desviación radical de las prácticas previas de capitalismo de Estado únicamente dentro del contexto de un dirigismo estatal de largo arraigo en toda América Latina, incluyendo Chile. Aun ahora, al final de 1983, el sector público es proporcionalmente más grande que el de Estados Unidos o el de Suiza, y casi igual a lo que era en 1970 bajo Frei. (Vea Larry A. Sjaastad, What Went Wrong in Chile, National Review, 16 de septiembre de 1983).

Otra faceta del mismo fenómeno de continuo intervencionismo estatal lo son las leyes laborales. Aparte de permitir a los sindicatos el derecho usual de cerrar cualquier empresa a través de una huelga, y de fijar el salario mínimo muy por encima de los niveles realistas del mercado, el Gobierno de Pinochet complicó el cuadro con una escala móvil de los salarios no cubiertos por pactos colectivos. Por ello, cuando en 1981-1982 las cambiantes condiciones del mercado exigieron una reducción de los salarios reales, las nuevas leyes laborales, escritas cuando la economía chilena estaba en su apogeo a finales de los años setenta, hicieron imposible ningún reajuste rápido. Cuando, por fin, se hizo una enmienda a esas leyes, se estipuló que los salarios reales pactados en los nuevos contratos de trabajo podían caer por debajo de su nivel previo, pero no por debajo de un umbral equivalente al nivel de los salarios cuando esas leyes laborales fueron estatuidas. Esta tímida enmienda llegó demasiado tarde; el desempleo subió a un 23.9% en el tercer cuarto de 1982. De nuevo, la intervención estatal en el mercado del trabajo había hecho la situación peor, como ha sido la triste realidad de toda América Latina durante los últimos cuarenta años.

Pero, probablemente, un efecto más dañino del intervencionismo estatal lo constituyen las políticas fiscales y monetarias de los sucesivos gobiernos chilenos.

Me apresuro aquí a añadir que, en este renglón, el gobierno de Pinochet, al menos durante el período de 1975 a 1981, lo hizo mucho mejor que sus predecesores.

La «Revolución en la Libertad», de Frei, incurrió en crecientes déficits presupuestarios para «financiar» una pretendida reforma agraria (que de un objetivo inicial de distribución de tierras a 100,000 campesinos quedó reducida al final a 25,000 «beneficiarios»). Lo mismo se puede decir de su «chilenización» de las minas, que produjo un híbrido insostenible de propiedad estatal y administración privada. El recurrir a la desorbitada emisión monetaria, desató el inevitable proceso inflacionario, que habría de llegar a su desastrosa cumbre en el caos fiscal y monetario del régimen de Allende, y que se hizo más destructivo de la economía a medida que la producción agraria se redujo en tres años a un tercio y la confianza de las posibles fuentes de capital, dentro y fuera del país, se evaporó por completo. Bajo Allende, los controles de precio, ya establecidos desde Frei, fueron extendidos a más de tres mil rubros, de tal manera que la empresa privada estaba o en bancarrota o muy próxima a ella, cuando los militares se lanzaron al rescate en 1973.

Pero todo esto ha dejado a largo plazo una debilidad endémica en la economía chilena. Cuando Pinochet redujo, en los primeros dos años de su gobierno, los controles de precios y aun los aranceles (estos últimos paulatinamente hasta un nivel parejo del 10%), y devolvió a sus dueños originales la mayor parte de las propiedades confiscadas por Allende, las empresas, tanto públicas como privadas, se hallaban financieramente desangradas. Esto dio lugar ulteriormente a muchos malos préstamos por parte del sistema bancario, que habrían de convertirse en un fardo muy pesado para la economía chilena cuando la crisis financiera golpeó en 1981. Esto fue también el principal factor en las altísimas tasas de interés de 1975 a 1981. Pues préstamos malos, prácticamente irrecuperables, aún frenan la disponibilidad de capital para las empresas que sí son viables.

Si el historial de las políticas fiscales de Frei, y sobre todo de Allende, fue miserable, el gobierno de Pinochet hizo un esfuerzo valiente, primero para disminuir los déficits presupuestarios y, después, para eliminarlos por completo. Los subsidios fueron recortados y unos cien mil puestos públicos (aproximadamente el 3% de la fuerza laboral) suprimidos. La inflación fue identificada acertadamente como el enemigo número uno.

Los resultados fueron impresionantes: de 1975 a 1981 la tasa de inflación bajó de los alrededores de un 600% anual a algo menos del 10%. En este sentido, el gobierno de Pinochet significó una genuina desviación de las prácticas irresponsables de anteriores administraciones chilenas, (incluyendo su no menos impresionante liberalización del comercio exterior), y aun de lo que pasa por la norma de las administraciones sudamericanas del último cuarto de siglo.

Pero si las políticas fiscales del gobierno de Pinochet (que incluyeron una reforma tributaria y cambios substanciales en el sistema de seguridad social) también hallaron su eco en ese asombroso descenso de las tasas de inflación, su política monetaria se ha mostrado menos firme y coherente. El gobierno parece incapaz, a largo plazo, de hacerse de la voluntad política suficiente para resistir las tradiciones heredadas de un pasado proteccionista, con todos los intereses creados que ello comporta entre industriales, sindicatos obreros, burócratas y políticos en general. Una prueba de ello lo dio la fijación de la paridad artificial del peso chileno a razón de 39 por dólar en julio de 1979.

Según Arnold Harberger, el «mentor» de los «Chicago boys» chilenos, las reservas internacionales de Chile continuaron creciendo aun bajo la paridad fija del peso. Pero cuando el peso fue inevitablemente devaluado en junio de 1982, esas reservas ya habían declinado en 700 millones de dólares, y cuando el peso sufrió una segunda devaluación en agosto del mismo año, las reservas de Chile se habían contraído por otros 400 millones de dólares.

Harberger añade en un trabajo presentado en el Congreso Anual de la Sociedad Mont Pélerin en Vancouver, Canadá, en agosto de 1983 que si Chile hubiera seguido una política de flotación monetaria comenzando en 1978 ó 1979, «ceteris paribus», su tasa de intercambio se habría probablemente apreciado en términos reales al igual que nominales. Pero Harberger se solidariza con un razonamiento de las autoridades monetarias chilenas para no dejar flotar su moneda que parece contradecir su anterior evaluación. En su opinión, «la razón clave por la que las cosas estuvieran tan bien en Chile en 1981 fue un flujo de capital igual (durante todo el año) a un 15% del Producto Interno Bruto». Esta cantidad extra de demanda agregada mantuvo la economía boyante, con un nivel bajo de desempleo, a pesar de que el peso chileno de hecho estaba artificialmente apreciado con respecto al dólar. Según Harberger, las autoridades monetarias chilenas no podían haber previsto que ese flujo se habría de detener súbitamente en 1982.

A lo que no apuntan los «Chicago boys» es que la fijación de la tasa de cambio (en el momento en que la paridad de 39 a uno era más o menos realista) tuvo un efecto enormemente negativo cuando, poco después, el dólar se apreció con respecto al peso (por los bajos precios del cobre, la disminución de la inflación en EE.UU., el alza de los precios de petróleo y, sobre todo, por la desorientación de productores y consumidores sobre los precios reales de los bienes y servicios a consumir. No se olvide que la función principal del precio es servir de sistema de información sobre las preferencias del mercado).

Lo cierto es que la tal fijación de la tasa de cambio del peso alentó la fuga de capital (a través de dólares artificialmente baratos) y desalentó la infusión de capital extranjero, principalmente para inversiones riesgosas. El resultado neto fue el enorme endeudamiento exterior privado, a razón de unos 800 dólares per capita.

Esta infortunada política monetaria, unida a la otra no menos desacertada, desde mayo de 1981, de «rescatar» el Estado las grandes corporaciones privadas como la Compañía Azucarera (CRAV) o la intervención abierta del mismo en las ocho instituciones financieras más grandes del país (en noviembre de ese mismo año), desató la tremenda crisis financiera actual de Chile, de la que no se ve una salida fácil, por lo menos para los próximos dos años. Hoy el 85% de las deudas privadas al exterior están garantizadas por el Estado chileno, que carece de los recursos financieros para ofrecer tamaño aval.

En retrospecto, se puede concluir.

1. Que las políticas económicas bajo Pinochet han estado orientadas hacia la libre empresa sólo desde el ángulo de lo que sustituyeron: una combinación de capitalismo de Estado ineficiente y de masiva intervención gubernamental.

2. La fijación de la tasa de cambio, la escala móvil de salarios («indexación») y los progresivos rescates de los bancos chilenos por parte del Estado, han significado un regreso parcial a los «negocios como siempre», según las bien establecidas prácticas del paternalismo estatal latinoamericano.

3. Y, sin embargo, Chile tiene mejores perspectivas de salir de la recesión presente que sus vecinos sudamericanos. Después de los vaivenes de los últimos veinte años, la mayor parte de los chilenos parecen sólidamente persuadidos de la ventaja de un mercado libre (y, me apresuro decir, dentro de un Estado de Derecho, lo cual todavía deja en Chile qué desear).

Los chilenos se han vuelto probablemente el electorado más sofisticado de América Latina, y en la opinión de observadores extranjeros, como el que suscribe, se nos han adelantado hacia el siglo XXI al resto de nosotros, los latinoamericanos, con esos valientes experimentos de los últimos diez años, que han llevado el péndulo de regreso hacia la libre iniciativa individual.

«Chile es el ejemplo de lo que podría hacerse con un país bajo un sistema de economía de mercado y a la vez el ejemplo de lo que no hay que hacer si realmente queremos establecer dicho sistema».

CEES

[i] Trabajo presentado por el Dr. De la Torre en el XII Congreso Internacional para la Unidad de la Ciencia, en Chicago, el 26 de noviembre de 1963.