Año: 26, Julio 1984 No. 561

N. D. El Dr. Friedrich A Hayek, Premio Nobel de Economía 1974, es fundador de la Sociedad Mont Pelerin; Doctorado en Derecho y en Ciencias Políticas en la Universidad de Viena; Doctorado en Economía de la Escuela de Economía de Londres. Doctor Honorario en Ciencias Sociales de la Universidad Francisco Marroquín. Es autor de 14 libros y numerosos ensayos. Este ensayo corresponde a un fragmento del Capitulo XII de su libro «Derecho, Legislación y Libertad».

La Pérdida del Ideal Democrático

Friedrich A. Hayek

Ya no es posible ignorar el hecho que cada vez más personas reflexivas y bien intencionadas están, lentamente, perdiendo su fe en lo que alguna vez fue para ellos el ideal inspirador de la democracia.

Me parece que la desilusión que tantos experimentan no se debe a la falta del principio democrático como tal, sino a que nuestro uso de él ha sido erróneo. Intento encontrar el error que cometimos y así evitar las desgraciadas consecuencias del proceso democrático que ya hemos observado.

Para evitar desilusiones, cualquier ideal debe ser enfocado con un espíritu sereno. No debemos olvidar en el caso particular de la democracia, que la palabra sólo se refiere a un método especial de Gobierno. Originalmente, no se refirió más que a un cierto procedimiento para llegar a decisiones políticas; y no nos dice nada sobre cuáles deben ser los fines del gobierno. Pero, por ser el único método pacífico de cambio de gobierno que el hombre ha descubierto hasta ahora, es, a pesar de todo, precioso y vale la pena luchar por él.

Una democracia de «negociación»

No es difícil ver por qué el resultado del proceso democrático, en su forma actual, ha de desilusionar amargamente a aquellos que creyeron en el principio de que el gobierno debe estar guiado por la opinión de la mayoría.

Aún cuando hay algunos que sostienen que esto corresponde a lo que ahora sucede, es tan obvio que ello no es cierto que ya no engaña a las personas observadoras. De hecho, nunca en la historia estuvieron los gobiernos tan presionados por la necesidad de satisfacer los deseos particulares de numerosos intereses especiales, como lo están hoy en día. Quienes critican la democracia actual la califican de «democracia de masas». Pero si los gobiernos democráticos estuvieran realmente limitados a lo que las masas acuerdan, habría poco que objetar. La causa de las quejas no es que los gobiernos estén al servicio de una opinión aceptada por la mayoría, sino que éstos están destinados a satisfacer intereses distintos de un conglomerado de numerosos grupos. Al menos es concedible, aunque improbable, que un gobierno autocrático ejerza la autorrestricción; pero un gobierno democrático ilimitado no lo puede hacer. Si sus poderes no son limitados, no puede restringir su acción al acatamiento de las opiniones acordadas por la mayoría del electorado. Estará forzado a reunir una mayoría y mantenerla, para lo cual deberá satisfacer las peticiones de una cantidad de intereses especiales, cada uno de los cuales aceptará los beneficios otorgados a otros grupos sólo al precio de que sus propios intereses sean igualmente considerados. Tal democracia de negociación no tiene relación alguna con los conceptos usados para justificar el principio de democracia.

El juego de los Intereses de grupo

Cuando hablo de la necesidad de limitar el gobierno democrático o más brevemente de una «democracia limitada», no me refiero a limitar únicamente aquella actividad de gobierno que se conduce democráticamente digo que todo el gobierno, especialmente si es democrático, debería estar limitado. La razón es que el gobierno democrático, si es nominalmente omnipotente, como resultado de sus poderes iIimitados, se convierte en excesivamente débil por el juego de todos los diferentes intereses que debe satisfacer para asegurar el apoyo de la mayoría.

¿Cómo se ha desarrollado esta situación?

Por dos siglos, desde el fin de la monarquía absoluta hasta el surgimiento de la democracia ilimitada, el gran propósito del gobierno constitucional ha sido limitar todos los poderes gubernamentales. Los principios más destacados que se establecieron gradualmente para prevenir todo ejercicio arbitrario de poder, fueron la separación de poderes, el imperio o soberanía de la ley, el gobierno bajo la ley, la distinción entre ley pública y privada, y las reglas del procedimiento judicial. Todos ellos estaban destinados a definir y limitar las condiciones bajo las cuales era admisible la coerción sobre los individuos. Se pensaba que la coerción era justificada sólo por el interés general. Sólo la coerción acorde con reglas uniformes, igualmente aplicables a todos, se justificaba en pro del interés general.

Cuando se comenzó a creer que el control democrático del gobierno hacía innecesario cualquier otro tipo de resguardo en contra del uso arbitrario del poder, todos estos grandes principios liberales fueron relegados a un segundo plano y algo olvidados. No fue tanto que los viejos principios hayan sido olvidados, como que se despojó de significado a sus expresiones verbales tradicionales mediante el cambio gradual de las palabras claves usadas en ellos. El más importante de los términos cruciales cuya transformación llevó a cambiar el sentido de la fórmula clásica de la constitución liberal, fue la palabra «ley»; todos los viejos principios perdieron su significado cuando se alteró el contenido de este término.

Leyes versus directrices

Para los fundadores del constitucionalismo, el término «ley» tuvo un significado muy preciso y limitado. Solamente sí se limitaba al gobierno por medio de la ley se lograba la protección de la libertad individual. Los filósofos del derecho en el siglo diecinueve la definieron finalmente como las reglas que regulan la conducta de las personas respecto a los demás, aplicables a un número desconocido de casos en el futuro y que contiene prohibiciones que delimitan (pero, por supuesto, no especifican) las fronteras de la soberanía de las personas y los grupos organizados. Después de largas discusiones, en las cuales particularmente los jurisconsultos alemanes elaboraron finalmente esta definición de lo que ellos llamaron «ley en el sentido material», repentinamente se la abandonó, por una objeción que ahora debe parecer casi cómica. Bajo esta definición las reglas de una constitución no serían ley en el sentido material.

Las reglas de una constitución no son, por supuesto, reglas de conducta, sino que reglas para la organización del gobierno, y como todo derecho público están propensas a cambiar frecuentemente, mientras que el derecho privado (y criminal) puedo permanecer .

La ley estaba destinada a prevenir la conducta injusta. Justicia referida a principios igualmente aplicables a todos, en contraste con cualquier mandato o privilegio específico que afectara a un individuo o grupos particulares. Pero, ¿quién cree aún hoy día, como lo hacía James Madison hace doscientos años, que la Cámara de Representantes estaría incapacitada para dictar «leyes que no tendrán efecto sobre ellos mismos y sus amigos, pero sí lo tendrán sobre la gran masa de la sociedad»?. Lo que sucedió con la aparente victoria del ideal democrático fue que el poder de dictar leyes y el poder gubernamental de promulgar directrices se depositaron en las manos de las mismas asambleas Su efecto fue, necesariamente, que la autoridad suprema de gobierno tuvo la libertad de dictar cualquier ley que la ayudase a alcanzar los propósitos particulares del momento. Pero ello necesariamente significó el fin del principio de gobierno bajo la ley Si bien era razonable exigir que no sólo la legislación misma sino que también las medidas gubernamentales debieran ser determinadas por el procedimiento democrático, poner ambos poderes en las manos de la misma asamblea (o asambleas) significa, en efecto, volver al gobierno ilimitado.

También invalidó la creencia original que una democracia, por el deber de obedecer a la mayoría, sólo podría hacer lo que era de interés general. Esto habría sido cierto con un cuerpo legislativo que pudiera aprobar solamente leyes generales o decidir sobre asuntos que sean verdaderamente de interés general. Pero esto no sólo no es cierto, sino que es completamente imposible para una asamblea que tiene poderes ilimitados y debe usarlos para comprar los votos de intereses particulares, incluyendo los de algunos pequeños grupos o incluso de individuos poderosos. Tal cuerpo legislativo, que no debe su autoridad al hecho de demostrar su creencia en la justicia de sus decisiones sometiéndose a sí mismo a reglas generales, está constantemente bajo la necesidad de recompensar el apoyo de los diferentes grupos concediendo ventajas especiales. Las «necesidades políticas» de la democracia contemporánea están lejos de ser todas ellas demandadas por la mayoría.

Leyes y el gobierno arbitrario

El resultado de esta evolución no fue sólo que el gobierno ya no estaba más bajo la ley. También dio lugar a que el concepto mismo de ley perdiera su significado. El llamado poder legislativo ya no estuvo limitado (como John Locke había pensado que debiera estar) a la aprobación de leyes, en el sentido de reglas generales. Todo lo que resolviera el «poder legislativo» pasó a ser llamado «ley», y ya no fue llamado poder legislativo porque dictara leyes.

«Ley» empezó a ser el nombre para cualquier cosa que emanara del «poder legislativo» El reverenciado término «ley» perdió así todo su antiguo sentido, y se convirtió en nombre para los mandatos de aquellos a quien los padres del constitucionalismo habrían llamado un gobierno arbitrario. La principal preocupación del poder legislativo llegó a ser gobernar y la legislación se subordinó a ello.

El término «arbitrario» perdió igualmente su sentido clásico. La palabra habíasignificado «sin reglas» o determinado por la voluntad particular, en vez que de acuerdo a reglas reconocidas. En este verdadero sentido aún la decisión de un gobernante autocrático puede ser lícita, y la decisión de una mayoría democrática enteramente arbitraria.

Una asamblea soberana y omnipotente, que no está confinada a dictar reglas generales, es el equivalente de tener un gobierno arbitrario. Lo que es peor, un gobierno que no puede, aún si lo desea, obedecer ningún principio, sino que debe mantenerse a sí mismo entregando favores especiales a grupos particulares, debe comprar su autoridad con discriminación. Desafortunadamente el Parlamento Británico, que había sido el modelo para la mayoría de las instituciones representativas, también introdujo la idea de soberanía (i.e. omnipotencia) del Parlamento.

Los norteamericanos tenían razón hace doscientos años al pensar que una asamblea o congreso omnipotente significa la muerte de la libertad del individuo. Aparentemente, una constitución libre ya no significa la libertad del individuo sino una licencia para que la mayoría de la asamblea actúe tan arbitrariamente como le plazca. Podemos tener o una asamblea libre o un pueblo libre. La libertad personal requiere que toda autoridad sea restringida por principios permanentes que sean aprobados por la opinión del pueblo.

Del tratamiento no igualitario a la arbitrariedad

Tomó tiempo para que aquellas consecuencias de la democracia ilimitada se hicieran evidentes.

Por algún tiempo las tradiciones desarrolladas durante el período de constitucionalismo liberal operaron como una restricción sobre la expansión del poder gubernamental. Cuando se imitaron estas formas de democracia en lugares donde no existían tales tradiciones, invariablemente se derrumbaron pronto. Pero en los países con una más larga experiencia de gobiernos representativos, las barreras tradicionales al uso arbitrario del poder fueron derribadas inicialmente por motivos completamente caritativos.

La discriminación para ayudar a los menos afortunados no pareció ser discriminatoria. Pero, para poner en una situación material más igualitaria a personas que son muy diferentes en muchas de las condiciones de las que depende su éxito material, es necesario tratarlos en forma desigual. El romper el principio de igual tratamiento ante la ley, si bien con un objeto caritativo, abrió inevitablemente las compuertas a la arbitrariedad. Para encubrirla se acudió a la máscara de la fórmula de «justicia social». Nadie sabe exactamente lo que significa, pero por la misma razón sirvió de varita mágica que derrumbó todas las barreras a las medidas arbitrarias. Distribuir favores a expensas de algún otro, quien no puede ser fácilmente identificado, llegó a ser la manera más atractiva de comprar el apoyo de la mayoría. Pero un congreso o un gobierno que se transforma en una institución de caridad se expone a un chantaje irresistible. Y pronto dejan de ser los «méritos», pasando a ser exclusivamente las «necesidades políticas», las que determinan cuáles grupos serán favorecidos a expensas generales.

Esta corrupción legalizada no es culpa de los políticos, ellos no pueden evitarla si quieren obtener posiciones desde donde pueden hacer algún bien. Pasa a ser una característica estructural de cualquier sistema donde el apoyo de la mayoría autoriza medidas especiales que buscan mitigar descontentos particulares.

Sólo un cuerpo legislativo confinado a dictar reglas generales, y una agencia gubernamental que sólo puede usar la coerción para hacer cumplir reglas generales que no pueden cambiar, pueden resistir tal presión; una asamblea ilimitada no puede.

Ideas Sobre la Libertad

Hay una gran diferencia entre tratar a los hombres con igualdad e intentar hacerlos iguales. Mientras lo primero es la condición de una sociedad libre, lo segundo implica, como lo describió De Tocqueville ‘una nueva forma de servidumbre».

Friedrich A. Hayek

«Para lograr el bienestar del pueblo lo importante es crear las condiciones favorables para el progreso, y no planificar el progreso».

Friedrich A. Hayeck

«Poner en una situación material más igualitarias a personas que son muy diferentes en muchas de las condiciones de las que depende su éxito material, es necesario tratarlos en forma desigual. El romper el principio de igual tratamiento ante la ley, si bien con un objeto caritativo, abrió inevitablemente las compuertas a la arbitrariedad. Para encubrirla se acudió a la máscara de la fórmula de justicia social».

Friedrich A. Hayek