Año: 26, Octubre 1984 No. 568

N. D. Thomas SoweIl es un economista asociado al Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Es autor de varios libros entre los que están Mercados y Minorías, y América Etnica. Ha recibido notoriedad como economista de color y defensor de la economía de mercado. Este artículo es un fragmento abreviado de su reciente libro The Economics and Politics of Race, An International Perspective. Adaptación y traducción de J. Bendfeldt.

Mitos del Tercer Mundo

Thomas Sowell

Una de las más antiguas explicaciones de la pobreza es el mito del exceso de población. Desde antes que apareciera el Essay on the PrincipleofPopulation (Ensayo sobre el principio de población) de Malthus, en 1798, otros habían argüido la posibilidad de que las familias y las naciones tuvieran demasiados hijos y por eso no pudieran prosperar. Las proyecciones efectuadas por Malthus de una población que supuestamente crecía en proporción geométrica, y de una producción alimentaria que crecía en proporción aritmética, hicieron mucho por dramatizar y fijar en la mente del público el concepto de sobrepoblación, aún antes que hubieran datos confiables de censos en la mayoría de los países del mundo. Con extrapolaciones similares se puede demostrar que si la temperatura se eleva unos cuantos grados desde las primeras horas de la mañana, una continuación de esta tendencia nos llevaría a morir calcinados antes de terminar el mes. La pregunta básica es si semejante razonamiento debe ser motivo de alarma, análisis o la base de una política pública.

Para tener una idea de cuán sobrepoblados estamos en realidad, imaginemos que cada hombre, mujer o niño que vive en la Tierra se ubicara en el estado de Texas. Hay en el mundo 4,414 millones de personas y el estado de Texas tiene 678,623 Km2. Esto nos da aproximadamente 157 metros cuadrados por persona. Así, una familia de cuatro dispondría de 628 metros cuadrados o sea aproximadamente el tamaño del lote de una casa norteamericana típica de clase media. En suma, cada ser humano sobre la superficie de la Tierra podría quedar alojado en el estado de Texas en casas para una sola familia, de un solo piso, cada una con su patio delantero y su traspatio.

¿Qué decir de los hacinamientos de pobres que vemos y de los que oímos decir que hormiguean en las calles de Calcuta o los barrios bajos de Puerto Rico? Debe notarse que a los ricos nunca se les llama «hacinamiento de masas», aunque haya muchos de ellos por kilómetro cuadrado. Los barrios opulentos de la ciudad de Nueva York por ejemplo Park Avenue tiene concentraciones de gente que pueden compararse con los barrios bajos de todo el mundo. Desde un punto de vista económico, el hacinamiento es lo único que distingue a las ciudades, y éste tiene muy poco que ver con la población total de un país, o con «la sobrepoblación».

Muchos de los rasgos de una ciudad la variedad y magnitud de los negocios, diversiones y entretenimientos sólo son factibles económicamente cuando se basan en una gran población de clientes y trabajadores. Puede haber vastas tierras en un país cuyas ciudades estén atestadas (o «sobre» pobladas para aquellos a quienes no les guste el término). Cuando la población de los Estados Unidos era la mitad de la actual, sus ciudades estaban más atestadas que ahora.

Al mismo tiempo que emigrantes irlandeses, italianos y judíos se apiñaban, cinco o diez por habitación, en los barrios bajos de la ciudad de Nueva York, se podría recorrer cientos de kilómetros de campo abierto sin ver un ser vivo, y aún se puede hoy. Para muchos observadores de buena voluntad, era obvio que había que reubicar a los pobres de las ciudades. Pero los inmigrantes aspiraban a los empleos y a otras ventajas urbanas, incluso a la compañía de personas de cultura similar. Numerosos esfuerzos fracasaron por trasladarlos a los campos, y los pocos que aceptaron irse fracasaron como granjeros o resultaron incapaces de soportar el aislamiento u otros rasgos de la vida campesina.

También en lo internacional hay poca o ninguna relación entre la pobreza y la densidad de población. Hay naciones de ingresos altos, bajos y medianos, con una elevada densidad de población. Etiopia tiene casi el mismo número de habitantes por kilómetro cuadrado que los Estados Unidos (24 y 25, respectivamente) pero promedia poco más de 100 dólares anuales en el ingreso per cápita. Singapur tiene más de 3.900 habitantes por kilómetro cuadrado y su ingreso per cápita es más de 30 veces superior al de Etiopía. El próspero Japón, con un ingreso superior al de muchas naciones europeas, tiene más habitantes por kilómetro cuadrado que la India.

Podría argumentarse que lo pertinente no es la cantidad de tierra, sino la de tierra cultivable, ya que los desiertos y montañas tienen poca importancia económica. Aunque este concepto parece plausible, los desiertos de Kuwait y Arabia Saudita contienen el petróleo que las coloca entre las naciones más ricas de la Tierra. No obstante, aún si utilizáramos el concepto de las tierras cultivables sistemáticamente, eso no cambiaría la conclusión fundamental. Japón, por ejemplo, puede compararse aún más desfavorablemente con la India en lo referente a tierras agrícolas, que en función de su área total. De manera semejante, Etiopía tiene muchas veces más hectáreas de tierra labrantía per cápita, que Singapur o Gran Bretaña

Tampoco la tasa de crecimiento de la población ha tenido en la historia las consecuencias económicas que señala el mito. Por ejemplo, entre el decenio 1890 y el de 1930, Malasia se transformó de un país de aldeas y poblados de pescadores, escasamente habitado, en una nación con ciudades y un desarrollo económico moderno. Mientras que su población aumentó de un millón y medio a cerca de seis millones habitantes, esa población mucho más numerosa contó con un nivel de vida más alto y alcanzó una mayor longevidad. Singapur ha tenido también desde 1950 un rápido aumento de población, junto con un aumento del ingreso real. En cuanto al mundo occidental, su población se ha cuadruplicado desde mediados del siglo XVIII, pero su ingreso real per cápita se ha quintuplicado. Gran parte de la elevación de los niveles de vida en Occidente ocurrió cuando su población crecía más rápidamente que en la actualidad lo hace la del Tercer Mundo.

Un libro de gran venta, The Population Bomb (La bomba demográfica), dice en su cubierta: «Mientras usted lee estas palabras, tres niños mueren de inanición... y nacen 24 niños más».

Como recurso de propaganda, yuxtaponer dos fenómenos notables puede insinuar una relación de causa y efecto entre ellos, por más endeble que sea la lógica o las pruebas en apoyo de tal conclusión. El hambre colectiva no ha tenido una relación demostrable ni con el número de niños que hay en el mundo ni con el de los que están naciendo. Pero la idea de que se nos están agotando los alimentos goza de cierta plausibilidad que la ha mantenido viva durante dos siglos, a pesar de las abrumadoras pruebas empíricas en su contra.

Las deficiencias alimentarias, que van desde la desnutrición hasta el hambre, se deben más a menudo a las directrices de la política que al tamaño de la población. Muchas naciones del Tercer Mundo prohiben el uso de tractores, cosechadoras y demás maquinaria agrícola, sobre la dudosa suposición de que ésta aumenta el desempleo. Ciertas hambres colectivas se han producido (en el siglo XVI en Bélgica) y exacerbado (en la India en el siglo XVIII) por los controles de precios.

Cuando Malthus escribió por primera vez sobre población a finales del siglo XVIII, había muy pocos datos fidedignos sobre el tema. Al surgir esos datos en el siglo XIX, mostraron que en realidad el abasto alimentario crecía con más rapidez que la población. Y esto sigue siendo cierto en el siglo XX, aún en el apogeo de la histeria por la «explosión demográfica».

«En las estadísticas de renta nacional el nacimiento de un ternero representa un incremento de nivel de vida, mientras que el nacimiento de un niño supone un descenso. En las discusiones actuales sobre desarrollo económico se considera a los niños más como una maldición que como una bendición; el crecimiento de la población se considera como si se tratase del ineludible resultado de factores no controlados más que de decisiones y acciones humanas. Sin embargo, la procreación y posesión de hijos también rinde una renta psíquica evidente, de la que la gente disfruta y que en su opinión supera el coste reflejado en la reducción de la renta per cápita de la familia».

P. T. BAUER, CRITICA DE LA TEORIA DEL DESARROLLO, Ed. Ariel 1975.