Año: 27, Febrero 1985 No. 576

N. E. Robert L. Schuettinger nació en Nueva York en 1936 y estudió en Columbia, Oxford, Chicago y St. Andrews. Estudioso ávido del pensamiento liberal, el profesor Schuettinger fue discípulo de Friedrich Hayek en Chicago y de Sir Isaiah Berlin en Oxford. El profesor Schuettinger ha enseñado en la Universidad Católica de América, la Nueva Escuela de Investigación Social y la Universidad de St. Andrews. Ahora enseña en la Universidad de Yale y es Investigador Asociado Principal del Comité Republicano de Estudios de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Este ensayo es un fragmento abreviado del articulo del mismo autor titulado «Una Reseña de los Controles de Precios y Salarios a lo Largo de Cincuenta Siglos», (1976).

La Ilusión del Control de Precios

(Segunda Parte)

Robert L. Schuettinger

La Revolución Francesa

Durante los veinte meses transcurridos entre mayo de 1793 y diciembre de 1794, el Gobierno Revolucionario de la nueva República Francesa sometió a prueba casi todos los experimentos de controles de salarios y precios que se han intentado antes o después.

A principios de 1793, Francia se encontraba sitiada por todas las potencias de Europa y bloqueada por la Flota Británica. En el frente interno, su moneda estaba perdiendo valor rápidamente y la inflación cundía. Por otra parte, Francia era el país agrícola más rico en Europa, y la cosecha de 1793 iba a ser particularmente abundante.

El problema alimenticio de Francia en ese año no era un problema de producción sino de distribución. Una serie continua de decretos y regulaciones, cada uno de ellos destinado a remediar los defectos del anterior, llevaron «la canasta del pan de Europa» al borde del agotamiento.

La Ley del Máximo

La primera de estas leyes trataba de mantener bajos los precios y fue promulgada por el Comité de Seguridad Pública el 3 de mayo de 1793, junto con un impuesto progresivo a los ricos y varios préstamos forzados. Esta primera Ley del Máximo, como se le llamó, establecía que el precio del trigo y de la harina, en cada distrito de Francia, debía ser igual al promedio de los precios de los mercados locales vigentes entre enero y mayo de 1793. Además, los agricultores quedaban obligados a aceptar en pago los billetes «assignats» a su valor nominal, como si fuesen monedas.

Naturalmente, muchos agricultores no llevaron su producción al mercado porque no podían pedir un precio adecuado por sus bienes en una época de inflación creciente. En varios departamentos hubo levantamientos populares y, para agosto de ese año, la Ley de Mayo se consideraba generalmente como letra muerta.

El 11 de septiembre de 1793, la Convención Nacional adoptó un nuevo plan que podría llamarse la Fase II: un precio uniforme para una larga lista de bienes en todo el país, tomando en cuenta el costo de la transportación. Pronto se descartó también este plan y se proclamó la Ley del 29 de Septiembre (Fase III). El nuevo sistema establecía que se fijarían los precios a los niveles vigentes de 1790 más un tercio.

Bastó poco más de un mes para que se pusiera en evidencia el fracaso de este plan, de modo que se promulgó la Ley de 1o. de Noviembre (Fase IV). Este último intento de regulación de los precios era más complicado que las fases anteriores. Los precios se basarían en los que estaban vigentes en 1790, en el lugar de producción, más un tercio y una tasa adicional por legua de transportación más 5% para el mayorista y 10 para el detallista. Se concedió a los gobiernos locales el derecho de obligar a los agricultores a llevar su grano a los mercados y a venderlo al precio fijado. Mediante el empleo del ejército y la policía, se condujo físicamente a los agricultores (junto con su grano) a los mercados en número suficiente para que el pueblo francés pudiera sobrevvr durante los últimos meses de 1793 y los primeros de 1794.

Por supuesto, el sistema revisado de control de precios no tuvo más éxito que los intentos anteriores. Un investigador ha explicado sucintamente la razón:

«Juzgado desde el punto de vista de la experiencia moderna, este plan tenía dos características negativas. La primera era la ausencia de una garantía de ganancia razanable para el agricultor, a fin de estimularlo para que aumentara la superficie de siembra de sus cultivos y obtuviera mayores casechas. Si disminuían sus esfuerzos y se reducían sus cosechas, no habría forma de llevar a cabo una distribución justa del producto, ni se impediría que la gente pasara hambre. El plan no sólo dejó de alentar al agricultor sino que lo amenazó con la ruina. Sus gastos por concepto de herramientas, animales de tiro y salarios estaban aumentando de continua, pero sus beneficios se reducían, de moda que cada vez aumentaban las perspectivas de pérdidas. La segunda falla estaba del otro lado: era el supuesto de que podría recurrirse eficazmente a la fuerza, utilizanda al conjunto más grande de trabajadares que tenia el país. Los agentes encargados de la aplicación de la fuerza cuando se llegara a los últimos eslabones de la cadena de autoridad, serían los propios agricultores, porque los funcionarios comunales eran agricultoes u hombres dependientes de ellos».

Surgió por toda Francia un gran mercado negro en respuesta a los reiterados intentos del gobierno por controlar los precios de los alimentos. La mantequilla, los huevos y la carne en particular, se vendían en pequeñas cantidades, puerta a puerta, sobre todo a los ricos. Resultaba imposible el control de este comercio de contrabando, y el efecto neto fue que los ricos tuviesen alimentos más que suficientes mientras que los pobres pasaban hambre. En otras palabras, los resultados efectivos de la Ley del Máximo fueron precisamente opuestos a lo que se había buscado.

Para el verano de 1794, de todo el país surgían las demandas de una derogación inmediata de la Ley. En algunos pueblos del Sur, la gente estaba tan mal alimentada que se derrumbaba en las calles víctima de la inanición. El departamento del Nord se quejaba amargamente de que todas sus penurias se iniciaron con la promulgación de la ahora odiada Ley del Máximo. «Antes de ese tiempo», escribieron a la Convención de París, «nuestros mercados estaban bien abastecidos, pero en cuanta fijamos elprecio del trigo yel centeno desaparecieron estos granos. Las otras clases no sujetas al máximo eran las únicas que llegaban. Los diputados de la Convención nos ordenaron fijar un máximo para todos los granos. Obedecimos y de inmediato desaparecieran de los mercados los granos de todas clases. ¿Qué debemos inferir?: Que el establecimiento de un máximo genera el hambre en medio de la abundancia. ¿Cuál es el remedio?: Abolir el máximo».

Era claro que los intentos de la República Francesa por controlar los precios de los alimentos estaban condenados al fracaso; muchas áreas de Francia no esperaron que actuara el gobierno nacional sino que derogaron la odiada ley por el voto popular. Por último, en diciembre de 1794, los extremistas de la Convención fueron derrotados y la ley de control de precios fue oficialmente derogada. Cuando Robespierre y sus colegas eran conducidos por las calles de París hacia el lugar de su ejecución, la muchedumbre vomitaba su último insulto:«Ahí va el cochino Máximo».

Todo por Protegernos

Por: Juan Bendfeldt

El país ha empezado a sufrir nuevamente las consecuencias de la inflación reprimida con el ajuste marcado en la estructura de precios que provocó el rompimiento del mito de la paridad fija con el dólar americano. Este fenómeno ha venido a agravar el malestar social, pero a su vez, las medidas que se han tomado para contrarrestar sus efectos solamente agudizarán la crisis económica.

Toda ley que pretenda dar protección al consumidor por la vía de los controles y la marea de arbitrariedades que generan, resquebrajando aún más el frágil esquema jurídico que da paso a ese tipo de leyes, es en detrimento de la inversión y de la estabilidad. Triunfa una vez más la ignorancia o la conveniencia política sobre la teoría económica y sobre las enseñanzas de la historia de cincuenta siglos de fracasos del control de precios. Los controles de precios no son nada nuevo. No son una innovación. Tampoco son cosa de magia. Han sido probados una y otra vez y siempre han fracasado. Simplemente: NO FUNCIONAN. Las distorsiones que crean, la escasez que provocan y la presión que ejercen sobre los salarios sobre todo los de los trabajadores marginales desatan problemas más graves que los que tratan de resolverse con tales medidas.

Quiénes son los consumidores a quien tanto se desea proteger? La gran mayoría son personas como usted o como yo, que trabajan y que forman parte del aparato productivo, en el sector privado. Son pocas las personas que podrían decir de sí mismas que siendo consumidores tampoco son de alguna forma también productores. Es imposible separar estas dos partes de toda persona, aunque nuestra reacción inicial ante el anuncio de una ley que protege nuestra parte como consumidores tienda a ser favorable. ¿Quién en su sano juicio puede oponerse a que se proteja a los consumidores? No es sino hasta que nos damos cuenta de lo que tales medidas le hacen al aparato productivo del que formamos parte que empezamos a percatamos del costo verdadero de esa protección.

El control de precios tiende a elevar los costos de producción. Desde el momento que las decisiones de negocios se toman cada día más en el palacio, el proceso se burocratiza. Cuando al empresario se le recarga de nuevos formularios, se le obliga a presentar informes que él no necesita, y a encarar a los auditores e inspectores que interfieren con sus operaciones, el proceso de la toma de decisiones sobre la producción sufre atrasos. La producción poco a poco se va paralizando en espera de algún acuerdo de resolución gubernamental. Así, un atraso conduce a otro. Otras empresas empiezan a sufrir atrasos en sus abastecimientos derivados de los atrasos de sus proveedores. La producción y la productividad bajan, y con ello se desatan las presiones que pujan los salarios hacia abajo y provocan desempleo. Es así como se perjudica a quienes se intentó proteger, olvidando que los consumidores podemos serlo solamente porque somos productores también.

Es por ello que en la medida en que los controles de precios se expanden, inevitablemente se llegan a producir los controles sobre los salarios. Los pactos colectivos y la libre contratación son suplantados por nuevos decretos que limitan las alzas de salarios, o hasta las congelan. Cuando por el contrario, se intenta pacificar las legítimas protestas de los trabajadores y de las organizaciones sindicales, se decretan alzas obligatorias y hasta se llegan a prohibir los despidos; finalmente la producción se paraliza y la economía se derrumba.

La imposición de controles de precios no es nada nuevo en nuestro medio; lo nuevo es la amplitud de poderes que se han concentrado en las autoridades, semejantes a los que se arroga el Estado en situaciones de guerra. La imposición de precios por deba¡o de su valor de equilibrio en el mercado producirá una re-orientación de las inversiones hacia la producción de bienes no sujetos al control, generalmente menos necesarios, y se producirá la escasez. Los controles de precios constituyen una medida política de corto plazo y no una política económica. El costo de los controles puede variar desde el de una pequeña molestia menor, hasta el de un gran desastre económico. Desde el punto de vista del interés general, una política que no genere beneficios netos a ninguno y que tenga costos potencialmente elevados debiera rechazarse de plano. Pero no ha sido así. La imposición del régimen de represión que se producirá si se aplica en toda su extensión la ley de controles sobre la producción y comercialización de bienes y servicios que se ha aprobado es un gran error económico. Si por el contrariO, no se aplica en la realidad pero se mantiene vigente como una amenazante espada de Damocles sobre los consumidores, es un gran error jurídico. Pero eso no es lo más grave.

El control de precios, cualquiera que sea su esquema, inevitablemente conduce a imponer más controles. Este fenómeno, que se repite a través de toda la historia, fue analizado por el, filósofo inglés Herbert Spencer, quien escribió:. «A medida que avanza la intervención, másse robustece la idea de su necesidad y con más insistencia se pide su expansión. Cada nueva reglamentación trae consigo el nombramiento de nuevos funcionarios, un mayor desarrollo de la burocracia y el aumento del poder de los organismos de la administración pública». El.camino hacia el control de salarios ya lo planteamos. Además de ese ejemplo, están los controles directos sobre la producción. Cuando la economia empieza a reflejar las distorsiones de los precios y se presenta inevitablemente la escasez, es dudoso que el gobierno admitirá la culpa y corregirá la situación. Nunca lo ha hecho en la historia a través de los cincuenta siglos que tienen los políticos de utilizar los controles para evadir la responsabilidad del fracaso previo. invariablemente lo que se iniciará será la búsqueda de nuevos culpables, los que serán señalados públicamente como «explotadores» y «avorazados», aún antes de ser vencidos en juicio.

Cuando la economía continúe deteriorándose, se recurrirá a más gasto público y a estimular artificialmente la producción y el crédito, con lo que la situación se agravará. Cuando las ya terribles tasas de desempleo y subempleo sigan creciendo aceleradamente, se lanzará el gobierno a anunciar programas de creación de empleos en la obra pública, con lo que se aumentará la espiral del camino hacia la servidumbre, con más impuestos o con más inflación.

Cuando la escasez se presente, lo que indudablemente sucederá, se introducirán el racionamiento, los cupones, las cuotas, las colas, las esencialidades... Ilegalmente surgirá el sistema de privilegios para los que están dentro del círculo interior de poder, los que tendrán de todo mientras el pueblo padecerá hambre y sacrificio. Los ricos tendrán lo mismo que antes, solamente les costará más caro. Cuando todas las personas empiecen a ignorar los controles y surja el mercado negro, alimentado por los mismos privilegiados que pusieron los controles y sus protegidos, se capturará a algunos ciudadanos honrados a quienes la nueva ley cambió en criminales, y se les llevará a juicio. Poco a poco la interferencia del Estado en los asuntos más elementales de la vida cotidiana se hará más grande.

Tarde o temprano los que apoyan y defienden los controles de precios se dan cuenta que lo que realmente logran es la antítesis de la libertad económica. O la gente es libre para manejar sus asuntos pacíficamente como lo juzgue más conveniente, o se les deniega arbitrariamente esa libertad por medio de reglamentos, controles y sanciones.

Ese es el camino por el cual nos conducirán hacia una crisis mayor, hacia una situación de desempleo mayor, hacia el cierre de más y más empresas, hacia el encarecimiento general del costo de la vida, hacia el continuado proceso de regresión en los niveles de bienestar que con tanta dificultad ya habíamos alcanzado...

¡Y TODO POR PROTEGERNOSi

GOBIERNO JUSTO Y ESTABLE

El derecho colectivo tiene su principio, su razón de ser, su legitimidad, en el derecho individual; y la fuerza común, racionalmente, no puede tener otra finalidad, otra misión, que la que corresponde a las fuerzas aisladas a las cuales substituye.

Si existiera un pueblo constituido sobre esa base, me parece que ahí prevalecería el orden, tanto en los hechos como en las ideas. Me parece que tal pueblo tendría el gobierno más simple, más económico, menos pesado, el que menos se haría sentir, con menos responsabilidades, el más justo, y por consiguiente el más perdurable que pueda imaginarse, cualquiera que fuera, por otra parte, su forma política.

LA LEY, FREDERIC BASTIAT, 1801 – 1850

«No hay límites al desarrollo y al progreso humano cuando hay libertad»

RONALD REAGAN, 1985.