Año: 29, Junio 1987 No. 632

N.D. El Sr. Elliott Abrams, Secretario de Estado Adjunto para Asuntos Interamericanos, dictó una conferencia durante la Vigésima Reunión Anual de la Asociación Americana de Cámaras de Comercio de la América Latina, en Washington D. C., el primero de mayo de 1987. Este artículo es un fragmento de esa conferencia.

EL MERCANTILISMO EN LATINOAMERICA

EIIiott Abrams

El mundo en el que vivimos es altamente competitivo y es probable que se torne aún más competitivo en los próximos diez a quince años. Dejar de entenderlo y de adaptarse será cada vez más peligroso para cualquier nación. Quizás la primera cosa que nuestros vecinos del sur deben entender es qué es lo que nosotros creemos y por qué. De manera que comenzaré por enunciar algunos de nuestros principios tan sencillamente como es posible.

Nosotros creemos en el mercado como el mecanismo más eficiente para asignar los recursos del mundo.

Nosotros creemos en la competencia como regulador de precios.

Nosotros creemos que los consumidores deben guiar y controlar el esfuerzo productivo a través del mecanismo del mercado.

Nuestra creencia en el mercado libre no está basada en una ciega adhesión a la motivación del lucro, sino más bien en nuestra convicción, apoyada por la historia, de que el mercado libre ofrece la mayor esperanza de terminar con la pobreza y reducir la desigualdad económica sin eliminar los incentivos para producir.

Los mercados libres dan a la gente la mejor oportunidad de escapar de la pobreza y mantener a sus familias y comunidades a través de su propio esfuerzo. Nosotros creemos que los gobiernos que conceden esta oportunidad están respetando la autonomía del individuo.

Más aún, de igual forma que los mercados libres son los instrumentos de la más alta productividad, ellos dan también a las sociedades la mayor capacidad de dedicar recursos a las necesidades sociales: el cuidado de los necesitados, la educación de los jóvenes, y la inversión en el desarrollo.

La evidencia de dos siglos es concluyente: ningún sistema es más eficaz que el capitalismo democrático en la creación de sociedades sin pobreza.

La libertad política y económica es el aporte original del Nuevo Mundo y nosotros hemos estado fielmente vinculados al mercado libre por la totalidad de nuestra existencia nacional. ¿De­be sorprender que seamos sus más fervientes partidarios? Tenemos confianza en la convicción de que el mercado libre no sólo sirve nuestros propios intereses, sino también los de otras naciones. Es un principio organizador sin igual, porque esta basado en la independencia de la persona.

No obstante, no somos los únicos partidarios del mercado libre. Aquellos que ponen en duda nuestras intenciones sólo necesitan mirar más allá de nosotros o otras sociedades que han adoptado o están en el proceso de adoptar prácticas de mercado libre.

Gobiernos y pensadores en todo el mundo están reexaminando la proposición de que menos interferencia gubernamental significa más crecimiento y desarrollo, un nivel de vida más alto y mejor calidad de bienestar social. El planeamiento central ya no es visto como una panacea para los problemas del crecimiento, y gobiernos socialistas de un país tras otro están reconociendo la necesidad de mecanismos de mercado. Ningún argumento ha sido más poderoso que el del ejemplo: el increíble crecimiento en economías como las de Taiwan, Corea y Japón.

Algunos latinoamericanos me han dicho que son humanistas, no materialistas; que su sociedad es compasiva en vez de competitiva; que sus tradiciones políticas son autoritarias en vez de democráticas.

Ellos preferirían, dicen, proteger a sus pobres salvar su dignidad, aliviar su dolor y mitigar su pena en un sistema paternalista en vez de alterar su presente condición, posición o ideales. Simplemente hay demasiado que perder para demasiada gente abriendo sus economías.

Pero ¿quién nos está diciendo ésto?; ¿quién está formulando esa política? ¿Los pobres que sufren a causa de ellas y del estancamiento que ellas producen? ¿O los ricos y poderosos que se aventajan de ellas? ¿Quién está defendiendo los residuos de un sistema de relaciones sociales y económicas virtualmente feudal?

Actualmente, buena parte de América Latina permanece en una posición de letargo inestable, no enteramente emancipada de su pasado, no enfrentando completamente el futuro. Hay una gradual comprensión que no aceptar las realidades del mercado es condenarse deliberadamente a ser sociedades menos productivas, menos competitivas y menos libres. Sin embargo, un mercantilismo contraproducente continúa caracterizando la política económica en buena parte de América Latina.

El mercantilismo es una trama de regulaciones, ordenanzas, decretos y tarifas que sofocan el espíritu de empresa al mismo tiempo que tratan de promoverlo. Los beneficios sociales que genera están viciados por la obligación de acatar restricciones que son ineficientes, rigurosas y susceptibles de corrupción. Demasiado a menudo vemos en Latinoamérica al Estado omnipresente, ahogando el incentivo, la competencia y la libertad.

Porque se circunscribe a aquellos privilegiados que se benefician de él, el Estado mercantilista es una amenaza en sí mismo. Al impedir que el país se integre a la economía global, el Estado mercantilista es una amenaza a la nación misma. Ha desempeñado un papel en alentar la industrialización, pero en su fútil búsqueda de autosuficiencia ha condenado a la nación a innecesarios niveles de dependencia y estancamiento. Esta orientación hacia dentro ha hecho a América Latina peculiarmente vulnerable a fuerzas externas. Una de las más inmutables manifestaciones de orientación interna, la substitución de importaciones, hubiera sido desacreditada hace mucho si no fuera por la particular discriminación del estado mercantilista.

Para proteger a las industrias nacionales, los gobiernos latinoamericanos se han valido de altos recargos arancelarios que han distorsionado el desarrollo de la economía y han ahogado el crecimiento. Tal protección es una característica del Estado mercantilista. Por definición, el mercantilismo es lo opuesto del libre comercio.

Los precios son deliberadamente empleados por los estado mercantilistas contemporáneos, no para adelantar los intereses de la nación, sino para beneficiar a los patrones estatales. Las tasas cambiarias son comúnmente sobrevaluadas para permitir la importación relativamente barata de las materias primas y los bienes intermedios requeridos por las industrias del Estado y para combatir artificialmente la inflación.

Se mantienen tasas de interés por debajo del nivel inflacionario para beneficiar al crédito interno, sirviendo a los intereses agrarios o industriales. Las tasas negativas de interés son la ruina de los ahorristas, quienes, en lugar de invertir en su país, recurren a la fuga de capital.

El Estado mercantilista trata de controlar casi todos los precios, incluyendo el de la mano de obra. Los salarios pagados en industrias nacionales y estatales están congelados o son fijados por el Estado sin consideración alguna de la productividad laboral. El Estado también fija los precios al consumidor.

Las industrias estatales mercantilistas continúan desangrando la economía con enormes pérdidas. Esas industrias son subsidiadas con los ingresos regulares de la nación. Operan dando poca importancia a sus costos. Esa falta de responsabilidad instiga la corrupción. Las empresas estatales son parte tan integral del panora­ma mercantilista, que la resistencia a eliminarlas es casi imposible de superar.

Algunas naciones latinoamericanas han hecho progresos en reformar sus economías pero en muchas no se han hecho aún reformas fundamentales. Nadie puede o debe olvidar su tradición. Ni los pueblos descartan enteramente su pasado. Pero el presente demanda una nueva apreciación del pasado. No es la cultura latina lo que está en peligro, sino modelos de organización social que por mucho tiempo han beneficiado a unos pocos y empobrecido a muchos. La gente de América Latina ha demostrado su impulso empresarial. Abundan también las dotes naturales. Ante la adversidad, los latinoamericanos han revelado la capacidad de recobrarse y un indomable coraje. Tienen derecho ahora a demandar la libertad económica de la que su prosperidad depende.

«La actividad económica, la producción y el comercio, tienden a decaer cuando hay gobiernos absolutistas, no necesariamente por falta de seguridad, sino porque esas actividades se convierten en menos honorables. La subordinación de las clases sociales es absolutamente necesaria para esos gobiernos. Los apellidos, los títulos, y la posición social se honran por encima de la creatividad y la productividad. Mientras prevalezcan esas nociones, los comerciantes e industriales importantes estarán tentados a abandonar sus negocios y a dedicarse a las actividades en las que se les adorna con prebendas y privilegios».

David Hume, Ensayos (1711-1776)