Año: 30, Junio 1988 No. 656

N. D Este artículo es un fragmento del clásico «Democracia en América», publicado en 1840. De Tocqueville (1805-1859) fue abogado y diputado, y visitó los Estados Unidos en 1831 recogiendo sus impresiones sobre la joven nación.

Despotismo Democrático

AIexis de Tocqueville

Había comprendido durante mi estancia en los Estados Unidos que un estado social democrático semejante al de los americanos podía ofrecer singulares facilidades para el establecimiento del despotismo, y a mi regreso a Europa vi cómo muchos de nuestros príncipes habían utilizado las ideas, los sentimientos y las necesidades propias de ese mismo estado social para extender el ámbito de su poder.

Esto me indujo a creer que las naciones cristianas tal vez acabarían por sufrir una opresión semejante a la que en otro tiempo pesó sobre numerosos pueblos de la antigüedad.

Un examen más detallado del asunto y cinco años de meditaciones no han disminuido mis temores, pero han cambiado su objeto.

Jamás existió en los siglos pasados soberano tan absoluto y poderoso que emprendiera la tarea de administrar por sí solo, sin ayuda de otros poderes secundarios, el entero dominio de un imperio; no hubo ninguno que haya intentado someter indistintamente a todos sus súbditos hasta en los detalles a una regla uniforme, llegando hasta cada uno para regirlo y para guiarlo. La idea de tamaña empresa jamás se había presentado a la mente humana; y si algún hombre hubiera llegado a concebirla, pronto le habrían impedido la ejecución de tan vasto designio la insuficiencia del saber, la imperfección de los procedimientos administrativos y, sobre todo, los obstáculos naturales que suscita la igualdad de las condiciones.

Vemos que en la época de máximo poder imperial, los distintos pueblos que habitaban el mundo romano conservaban costumbres y hábitos diversos. Aunque sometidas a un mismo monarca, la mayoría de las provincias se administraban separadamente; abundaban los municipios poderosos y activos, y aunque todo el gobierno del imperio estuviera concentrado exclusivamente en manos del César, que, llegado el caso, siempre decidía en todos los asuntos, los detalles de la vida social e individual escapaban de ordinario a su control.

Es cierto que los emperadores poseían un poder inmenso y sin trabas que les permitía entregarse libremente a la extravagancia de sus gustos, y emplear todo el poder del Estado en satisfacerlos. Incluso a veces abusaban de ese poder para arrebatar arbitrariamente a un ciudadano los bienes o la vida. Su tiranía pesaba enormemente sobre unos cuantos, pero no se extendía a muchos, y por atender a ciertos objetos principales descuidaban el resto; era a la vez violenta y restringida.

Creo que si el despotismo se estableciera en las naciones democráticas contemporáneas, tendría otras características; seria más amplio y mis benigno, y degradaría a los hombres sin atormentarlos...

Los gobiernos democráticos podrán ser violentos y crueles en ciertos momentos de gran efervescencia y peligro; pero esas crisis serán raras y pasajeras.

Cuando pienso en las mezquinas pasiones de los hombres de nuestros días, en la flojedad de sus costumbres, en la extensión de sus capacidades, en la pureza de su religión, en la dulzura de su moral, en sus hábitos laboriosos y ordenados, en la contención que casi todos observan tanto en el viejo como en la virtud, no me parece probable que se den tiranos entre sus dirigentes, sino más bien tutores.

Creo, pues, que el tiempo de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se parecen en nada al que la precedió en el mundo; nuestros contemporáneos no recordaran algo ya sucedido y semejante. Yo mismo busco en vano una expresión que reproduzca y encierra exactamente la idea que me formó; las antiguas palabras de despotismo y tiranía no son adecuadas. La cosa es nueva; es preciso entonces tratar de definirla, ya que no puedo nombrarla.

Si imagino con qué nuevos rasgos podría el despotismo implantarse en el mundo, veo una inmensa multitud de hombres parecidos y sin privilegios que los distingan incesantemente girando en busca de pequeños y vulgares placeres, con los que contentan su alma, pero sin moverse de su sitio. Cada uno de ellos, apartado de los demás, es ajeno al destino de los otros; sus hijos y sus amigos acaban para él con toda la especie humana; por lo que respecta a sus conciudadanos, están a su lado y no los ve; los toca y no los siente; no existe más que como él mismo y para él mismo, y si bien le queda aún una familia, se puede decir al menos que ya no tiene patria.

Sobre esta raza de hombres se eleva un poder tutelar inmenso, que toma exclusivamente sobre sus hombros el asegurar sus gratificaciones, y velar por su suerte. Este poder es absoluto, prolijo, regular, providente y temperado Sería como la autoridad de un padre, si, como tal autoridad, su objeto fuese preparar al hombre para su edad viril; pero lo que busca, por el contrario, es mantenerlos en perpetua infancia; estará en parabienes si el pueblo se regocija, provisto que no piense en otra cosa que en regocijarse. Por la felicidad de ese pueblo, tal gobierno se muestra deseoso de trabajar, pero elige ser el único agente de esta felicidad: provee a su seguridad, prevé y suple sus necesidades, facilita sus placeres, maneja sus principales intereses, dirige sus industrias, regula el curso de las sucesiones y subdivide sus herencias. ¿Qué queda sino evitarles el cuidado de pensar y el problema de vivir? Así, convierte día a día el ejercicio de la libre gestión del hombre en menos útil y menos frecuente; circunscribe la voluntad dentro de más estrechos márgenes, e impide gradualmente al hombre asumir su propia humanidad. El principio de igualdad ha preparado a los hombres para estas cosas, les ha predispuesto a soportadas, y con frecuencia a miradas como un beneficio.

Después de haber sucesivamente tomado de este modo a cada miembro de la comunidad entre su poderoso puño, y de acomodarlos a su deseo, el poder supremo extiende entonces su brazo sobre toda la comunidad. Cubre la superficie de la sociedad con una urdimbre de pequeñas y complicadas reglas, minuciosas y uniformes, a través de la cual las mentes más originales y los caracteres más enérgicos no pueden penetrar, con el fin de elevar a la multitud. La voluntad del hombre no es quebrantada, sino ablandada, sujetada y guiada: los hombres raramente son forzados a actuar, pero constantemente son impedidos de hacerlo: tal poder no destruye, pero previene la existencia; no tiraniza, pero presiona, enerva, extingue y actúa como estupefaciente del pueblo, hasta que cada nación es reducida a algo nada mejor que una manada de animales tímidos e industriosos, de la que el gobierno es el pastor.

Siempre he pensado que esta servidumbre de carácter regular, silencioso y gentil como la que he descrito, puede combinarse más fácilmente de lo que puede creerse con algunas formas exteriores de libertad; y que puede aún establecerse bajo las alas de la soberanía popular.

Nuestros contemporáneos están constantemente excitados por dos pasiones conflictivas; desean ser guiados, y quieren permanecer libres, como no pueden destruir ninguna de estas dos contrarías propensiones, luchan por satisfacer ambas a la vez. Inventan una única, tuteladora y todopoderosa forma de gobierno, que además es electa por el pueblo. Combinan el principio de centralización y el de soberanía popular; esto les da una tregua: se consuelan de estar en tutelaje por la reflexión de que escogen sus propios guardianes.Cada individuo sufre cuando se le encadena comprobando que no es un hombre ni una clase, sino el pueblo mismo, quien sujeta el extremo de la cadena.

«No cabe la menor duda de que en nuestras democracias los partidarios de una dirección central de la actividad económica, creen generalmente, que es posible combinar el socialismo con la libertad individual. Sin embargo, el socialismo ha sido reconocido desde hace mucho tiempo por diversos pensadores con la más grave amenaza de la libertad»

Friedirich A. Hayek, CAMINO A LA SERVIDUMBRE.