Año: 35, Marzo 1993 No. 770

NATURALEZA Y ORIGEN DEL DINERO

Por Carl Menger

Carl Menger fue el fundador de la Escuela Austríaca de Economía, profesor de Eugen BOhm Bawerk y mentor Intelectual de Ludwig von Mises. El presente extracto es de su libro Grundsaetze der Volkswirtschaftslehre (1871) del cual hay una versión al español titulada Principios de Economía Política (Unido Editorial, Madrid, ¡963). Quizás el destino monetario sufrido por Latinoamérica seria diferente si los funcionarios de los bancos centrales entendieran la naturaleza y origen del dinero. Publicado en TOPICOS DE ACTUALIDAD No. 770. 15 de marzo de 1993.

En los inicios del comercio humano, cuando los hombres empezaron a adquirir poco a poco conocimiento de las ventajas económicas que podían obtener de las posibilidades de intercambio que se les presentaba, sus objetivos se dirigían, como corresponde a la simplicidad de todos los inicios culturales, sólo a lo más inmediato. Por consiguiente, los individuos únicamente tenían en cuenta, en sus intercambios, el valor de uso de los bienes y todas las operaciones se limitaban a aquellos casos en los que los bienes que disponía un sujeto económico tenían para él menos valor de uso que los que poseía otro sujeto, mientras que para este segundo ocurría lo contrario. A posee una espada que tiene para él menos valor de uso que el arado de B, mientras que para B su arado tiene menos valor de uso que la espada de A. En aquella primitiva situación económica las operaciones de intercambio se limitaban forzosamente a casos como el descrito.

Pero no es difícil comprender que, en estas circunstancias, el número de operaciones de intercambio debía ser de hecho muy reducido. Muy raras veces se da el caso de que una persona posea un bien que tiene para ella menos valor de uso que el bien que posee otra persona y que cabalmente esta segunda opine lo contrario. Y raras veces aún ocurre que lleguen a encontrarse precisamente ellas dos. A tiene una red de pescar que cambiaría gustosamente por una cantidad de cáñamo. Para que este intercambio se lleve a cabo es necesario no sólo que exista otro sujeto que esté dispuesto a cambiar el cáñamo por una red, tal como a desea, sino que se requiere además otra condición, a saber, que ambos sujetos se encuentren y que se comuniquen sus mutuos deseos. El campesino C tiene un caballo, que cambiaría con mucho gusto por algunos aperos de labranza y algunas piezas de vestido. Pero es sumamente improbable que encuentre a la persona adecuada, es decir, a la persona que necesita un caballo que además puede y quiere dar por él precisamente todos los aperos y vestidos que desea C.

Esta dificultad sería en la práctica casi insuperable,hasta el punto de que surgirían muy graves impedimentos para el proceso evolutivo de la división del trabajo y sobre todo y también de la producción de bienes destinados a una venta incierta. Este problema sería insoluble si la misma naturaleza de las cosas no hubiera aportado un medio auxiliar gracias al cual, y sin que sea necesario un especial acuerdo entre los hombres y menos aún una imposición estatal, los agentes económicos de todos los lugares han establecido, con una fuerza incontestable, una situación en la que parecen totalmente eliminadas las anteriores dificultades.

La meta final de todos los esfuerzos económicos de los hombres es la satisfacción directa de sus necesidades. En sus operaciones de intercambio buscan naturalmente este objetivo final. De ahí que intercambien sus mercancías por aquellos bienes que tienen para ellos valor de uso. Este anhelo está presente por igual en todos los niveles culturales y tiene una plena justificación económica. Les entes económicos tendrían un comportamiento totalmente antieconómico si allí donde no pueden alcanzar este objetivo directa e inmediatamente no hicieran cuanto está en su mano por acercarse a él, poco a poco.

Un armero de la edad homérica ha forjado dos armaduras de bronce y tiene la intención de intercambiarías por bronce, combustibles y alimentos. Va, pues, al mercado, ofrece su mercancía contra los citados bienes y se sentirá sin duda muy contento si se topa con una persona que tiene justamente la intención de hacerse con armaduras a cambio de todo el material de bronce necesario para construirlas y de una cantidad de alimentos. Por supuesto, habría que decir que sería una afortunada coincidencia que entre aquel reducido número de personas con capacidad y voluntad para adquirir una mercancía tan poco usual como son dos armaduras, encontrara precisamente aquella que se ajusta en un todo a los deseos del armero. Lo más normal serí que tuviera que renunciar al intercambio, o llevarlo a cabo con grandes perdidas de tiempo, sí, actuando de forma antieconómica, se empeñara en recibir por sus mercancías justamente los bienes antes citados que, además de poseer también el carácter de mercancía, tiene una mayor capacidad de venta que sus armaduras. Es decir, una mercancías que le permitirán entrar fácilmente en contacto con personas que las adquirirían sin dificultad, a cambio de los bienes que él necesita. En la época de nuestro ejemplo, la mercancía con mayor capacidad de venta era el ganado. Es evidente, pues, que nuestro armero tendría un comportamiento poco económico sino intercambiara las armaduras por unas cabezas de ganado, con las que puede cubrir sus necesidades directas. Cierto que al hacerlo no intercambia las armaduras por bienes de uso, sino por bienes que tienen también carácter de mercancías. Pero si ha adquirido, a cambio de una mercancías poco vendibles, otras de mayor capacidad de venta, con lo que, evidentemente, ha multiplicado las posibilidades de hallar en el mercado aquellas personas que pueden ofrecerle los bienes de uso y consumo que él necesita. Un acertado conocimiento de su interés individual llevará a nuestro armero, sin presión y sin especiales acuerdos, a cambiar sus armaduras por un adecuado número de cabezas de ganado y, una vez adquiridas estas mercancías de fácil venta, podrá entrar en contacto en el mercado con aquellas personas que pueden ofrecerle cobre, combustibles y alimentos. Podría así hacerse con los bienes de uso que necesita con mucha mayor facilidad y, en todo caso, con mucha rapidez y de forma más económica.

El interés económico de cada uno de los agentes les induce, pues, cuando alcanzan un mayor conocimiento de sus ventajas individuales, a intercambiar sus mercancías por otras, incluso aunque estas últimas no satisfagan de forma inmediata su finalidad de uso directo. Y ello sin previos acuerdos, sin presión legislativa e incluso sin prestar atención al interés público. Ocurre de este modo, bajo el poderoso influjo de la costumbre, presente por doquier a medida que aumenta la cultura económica, que un cierto número de bienes, que son siempre los que, en razón del tiempo y lugar, mayor capacidad de venta poseen, son aceptados por todos en las operaciones de intercambio y pueden intercambiarse a su vez por otras mercancías. A estos bienes llamaron los germanos GeId (dinero), palabra derivada de gelten (valer, tener validez, ser válido). Vemos, pues, que en alemán dinero significa, sencillamente, el objeto que vale, que sirve para pagar.

El proceso descrito, mediante el cual unos determinados bienes se convierten en dinero, permite comprender inmediatamente la gran importancia de la costumbre en el origen de este último. El intercambio de unas mercancías con escasa capacidad de venta por otras cuya capacidad es mayor favorece los intereses económicos de todos los implicados en la operación, pero la realización práctica del las transacciones presupone el conocimiento de ese interés en aquellos que están dispuestos a aceptar un bien, acaso del todo inútil, a cambio de sus mercancías sólo porque tiene mayor capacidad de venta. Lo cierto es que este conocimiento no se produce nunca al mismo tiempo en todos los miembros del pueblo. Al contrario, en las primeras etapas, sólo un reducido número de sujetos económicos advierte las ventajas que se les derivan cuando, al no poder intercambiar sus mercancías por bienes de uso directo, o cuando este intercambio es muy inseguro, aceptan como contrapartida otras mercancías con mayor facilidad de venta. Esta ventaja es, de suyo, independiente del reconocimiento generalizado de una mercancía como dinero, ya que este intercambio supone siempre y bajo cualquier circunstancia un considerable paso adelante hacia la meta perseguida por todo individuo, a saber, hacerse con los bienes de uso que le son necesarios. Pero dado que el mejor medio para ilustrar a los hombres sobre sus ventas económicas es mostrar el éxito que consiguen quienes ponen los medios adecuados para conseguir sus objetivos, es claro que ninguna cosa favoreció tanto el origen del dinero como ver los grandes beneficios alcanzados por los individuos hábiles, gracias a su decisión de aceptar, durante largo tiempo, mercancías de alta capacidad de venta o cambio de todas las demás. Es, pues, seguro que la práctica y costumbre contribuyeron en muy buena medida a convertir a las mercancías más vendibles en cada situación concreta de bienes que aceptaban, a cambio de sus propias mercancías no algunos sino la totalidad de los individuos.

No puede, con todo, negarse el influjo, si bien pequeño, que suele ejercer sobre el carácter del dinero el ordenamiento jurídico dentro de las fronteras del Estado. El origen del dinero (que debe distinguirse del subgénero de las monedas acuñadas) es, como hemos visto, del todo natural y, por consiguiente, sólo en muy contados casos puede atribuirse a influencias legislativas. El dinero no es una invención estatal ni el producto de un acto legislativo. La sanción o aprobación por parte de la autoridad estatal es, pues, un factor ajeno al concepto del dinero. El hecho de que unas determinadas mercancías alcancen la categoría de dinero surgen espontáneamente de las relaciones económicas existentes, sin que. sean precisas medidas estatales.