Año: 42, Noviembre 2000 No.  873

Carlos Sabino es Sociólogo y Doctor en Ciencias Sociales, y es Profesor Titular de la Universidad Central de Venezuela. Es autor de varios libros, entre ellos El Fracaso del Intervencionismo, y unDiccionario de Economía y Finanzas.

La Tentación del Intervencionismo

Carlos Sabino

1. El Intervencionismo y su Fracaso

E l intervencionismo económico ha dado muy pobres resultados a lo largo de los años. En el período que siguió a la Segunda Guerra Mundial muchos países comenzaron a adoptar una política que pretendía acelerar el crecimiento económico mediante la acción directa del estado. Las ideas económicas que prevalecían en esa época, y que continuaron dominando hasta bien entrada la década de los setenta, tenían una orientación que se aproximaba al socialismo o a las formas más extremas del keynesianismo.

S e pensaba entonces que los países pobres no podían salir del atraso sin que el estado interviniese de un modo decidido, planificando o promoviendo el desarrollo, y dominaban en el ambiente las ideas de nacionalismo económico que orientaban el crecimiento mediante el proteccionismo, la sustitución de importaciones, la selección y promoción de industrias estratégicas y una amplia política de subsidios indirectos dirigidos a mejorar la situación de los estratos sociales más pobres. Casi todos los países latinoamericanos se encaminaron por esta vía, lo mismo que muchos de Asia y prácticamente todas las ex colonias africanas que –desde 1960 en adelante- fueron adquiriendo su independencia.

E n algunos casos esta política obtuvo, al comienzo, resultados alentadores. México y Brasil alcanzaron buenos índices de crecimiento mientras que otras naciones, que abandonaron enseguida la sustitución de importaciones por una política de promoción de exportaciones, lograron cosechar bastantes éxitos durante un período bastante largo, especialmente en el extremo Oriente. En la mayoría de los casos, sin embargo, se notaron ya desde el comienzo las severas restricciones que tenía un modelo de desarrollo tan apegado a criterios socializantes y tan centrado en la desconfianza en el papel dinamizador del mercado.

E n todo caso este modelo intervencionista de desarrollo fue manifestando, poco a poco, una debilidad central: imponía una pesada carga financiera al sector público de cada país que derivaba de la necesidad de gastar en subsidios, controlar el valor de la moneda, hacerse cargo de empresas públicas ineficientes y, en general, de tener una cuenta de egresos que las débiles economías locales no podían satisfacer. Dicho en términos más directos: las economías nacionales resultaban demasiado endebles como para soportar con sus impuestos las cargas de un estado que no cesaba de extenderse, que intervenía costosamente en una esfera cada vez más amplia de decisiones y que, en última instancia, ahogaba el desempeño de un sector privado que se hacía cada vez más débil en términos relativos y más dependiente de los favores oficiales. En tales circunstancias se hizo frecuente que los gobiernos acudieran al endeudamiento, primero interno y luego –cuando ya la fuentes nacionales de financiamiento no resultaban suficientes- cada vez más volcado hacia el mercado internacional.

L a famosa crisis de la deuda, que estalló en México en 1982 y luego se extendió a toda Latinoamérica, buena parte de Africa y Asia, afectando aún a varios países socialistas, no fue otra cosa que el resultado de este endeudamiento descontrolado de los gobiernos. El modelo intervencionista de desarrollo mostraba con toda claridad su talón de Aquiles, la imposibilidad de ampliar los gastos públicos sin límites mientras la economía languidecía y no lograba despegar hacia el desarrollo sostenido.

C asi todos los países de América Latina, luego de un período de incertidumbre donde se ensayaron las más variadas políticas y se asistió al aumento indetenible de la inflación, se decidieron por fin a superar la crisis mediante una serie de reformas que aproximaron sus economías al libre mercado, las abrieron al exterior y redujeron –en mayor o menor medida- el papel intervencionista del estado. Los resultados, en pocos años, fueron enormemente positivos: se restauró el crecimiento económico, se detuvo la inflación, abriendo el crédito otra vez a los sectores más empobrecidos y –aunque muchos no quieran aceptarlo- se redujo la pobreza, sentando las bases para una expansión económica que afortunadamente aún predomina en nuestros días. Los pocos países de la región que no avanzaron por esta vía, o que lo hicieron de un modo más lento o contradictorio, se encuentran todavía hoy en medio de crisis políticas y económicas que no han logrado superar y que los obligarán, tarde o temprano, a revisar el errático curso que han seguido. (V. mi libro El Fracaso del Intervencionismo, Panapo, Caracas, 1999, donde se hace un examen detallado de este proceso).

E n Africa y Medio Oriente, donde estados nacionales más débiles y recientes cayeron frecuentemente bajo estrictas dictaduras, la situación se complicó aún más. Diversas guerras y conflictos interiores aumentaron la pobreza y el atraso hasta límites impensables: las imágenes atroces de los refugiados y de las hambrunas de Biafra (Nigeria), Etiopía, Liberia, Rwanda y varios otros países más, nos recordarán siempre las terribles consecuencias que pueden llegar a tener las guerras cuando se producen en regiones que viven próximas a la subsistencia.

E n Asia, sin embargo, el proceso pareció discurrir por un camino diferente. Una adecuada disciplina fiscal combinada con una política de promoción de exportaciones que aprovechaba los avances tecnológicos de los países occidentales, junto con la ampliación inicial del mercado interior, favorecieron el crecimiento de varias naciones que, comenzando con Japón, parecieron equilibrar en principio una dosis moderada de intervencionismo estatal con una economía bastante abierta hacia el mercado. No obstante, años después, se pudo apreciar que esta forma de proceder también tenía sus limitaciones: la crisis de 1997 mostró claramente que el camino del desarrollo sólo se puede recorrer sin interrupciones cuando existen amplias condiciones de libertad personal y política, y cuando los estados no pretenden dirigir el desarrollo económico. (V. Lingle, Christopher, The Rise and Decline of the Asian Century, Asia 2000, Hong Kong, 1997).

P ero el ejemplo más claro del fracaso del intervencionismo lo dieron, de un modo que sorprendió a casi todos los observadores, los países comunistas. Con una economía centralmente planificada en que la propiedad de todos los medios de producción quedaba reservada al estado, el modelo de desarrollo comunista debía considerarse como la forma más extrema y no comprometida del intervencionismo. La Unión Soviética, que experimentó largamente con este modelo, pareció mostrar inicialmente indicadores claros de progreso. Desarrolló su industria pesada a través de sucesivos planes quinquenales y logró exhibir, entre 1957 y 1980, apabullantes éxitos en materia de armamento y conquista del espacio exterior. Pero la economía soviética, a pesar de estos progresos puntuales, se estancó de una manera impresionante: su tecnología, que no podía contar con los aportes de empresas libres y competitivas, fue rezagándose irremisiblemente con respecto a la del mundo occidental; sus niveles de consumo permanecieron muy bajos, más similares a los de los países atrasados que a los del mundo desarrollado; su agricultura, colectivizada completamente desde 1930, resultó siempre incapaz de abastecer hasta su propia demanda interior. Al final, en 1989, el modelo socialista colapsó completamente, mostrando al mundo que muchas de sus supuestas conquistas no eran más que artificios estadísticos o de propaganda, y que el comunismo no había sido una manera rápida de alcanzar el crecimiento sino un peligroso desvío hacia el estancamiento. Un ciudadano ruso, en esos días, enarboló durante una manifestación un letrero que a mi juicio resume en una sola frase todo lo acontecido: 75 AÑOS YENDO HACIA NINGUNA PARTE, decía.

2. La Renovada Tentación del Intervencionismo

C omo puede verse en la apretada síntesis que hemos hecho, el balance de la intervención del estado como forma de promover el desarrollo es completamente negativo. Siendo esto así, y habiendo ya suficientes pruebas acumuladas al respecto, resulta bastante sorprendente que tantos gobiernos sigan insistiendo en aplicar políticas cuyos resultados son tan poco convincentes y que –sin la menor duda- crean las condiciones para que aparezcan severas crisis en la marcha hacia la prosperidad.

L as razones de esta tendencia a intervenir en la marcha de la economía son diversas y bastante complejas, pero pueden presentarse esquemáticamente como sigue:

a) Hay gobernantes que, por desinformación o por esa arrogancia intelectual que tan bien describiera Hayek, siguen creyendo sinceramente que el mercado no puede hacer prosperar a las naciones o que, en todo caso, éste debe ser controlado, regulado y manejado para asegurar una mayor igualdad social y un trato más justo hacia los pobres. Quienes así piensan, por lo general, no conocen la historia económica contemporánea o tienen sólo una visión muy superficial de ella, y confían en teorías y marcos conceptuales de referencia ya totalmente superados (como el marxismo, la teoría de la dependencia, etc.). Una paciente labor didáctica sobre estas personas y los partidos que las apoyan resultará siempre conveniente.

b) Hay, por otra parte, muchos gobernantes que no entienden bien la magnitud del problema y que se dejan llevar, a veces hasta inocentemente, por lo que proponen o aconsejan diversos grupos de interés. Piensan que es mejor ceder ante ciertos productores locales que desean protección frente a la competencia extranjera que eliminar las barreras arancelarias, o se dejan llevar por las presiones de los sindicatos que se ven afectados por las privatizaciones, o aceptan que se mantengan ciertos subsidios por temor a las reacciones políticas que pudieran presentarse. Su actitud ante el status quo es en el fondo conservadora: tienen temor a todo lo nuevo porque piensan que es mejor ceder ante las presiones que afrontar la responsabilidad de los cambios y creen, equivocadamente, que nada importante podrá suceder si se aumenta un poco el gasto público o si se cede ante éste o aquél grupo empresarial. Los resultados, sin embargo, a veces son catastróficos: la mayoría de las crisis financieras, de las devaluaciones bruscas y de los conflictos agudos suceden cuando se posterga indefinidamente la solución a los problemas heredados. En estos casos hay que denunciar, sin tapujos, la labor de los grupos de interés y sus probables consecuencias, alertando sobre las equivocadas políticas que proponen los gobernantes.

c) Existe, por último, un tercer grupo, el más peligroso de todos. Está constituido por los gobernantes que no se preocupan para nada de las consecuencias económicas de sus actos. Ellos se interesan más que nada por mantener o incrementar su apoyo en el corto plazo, porque piensan que en política sólo se trata de sobrevivir hasta el día siguiente, y por eso adoptan cualquier medida que parezca popular o resulte efectista. Proponen controles de precios, valores artificiales para la moneda, subsidios de todo tipo y políticas sociales que sirvan para difundir su imagen como la de dadivosos príncipes que benefician al pueblo. Poco les importan los equilibrios fiscales, la tasa de ahorro o la capitalización efectiva que exista en sus sociedades: lo importante es llegar hasta mañana, mantenerse en las encuestas, retener el poder político. En tales condiciones se hace más difícil la difusión de las ideas favorables a la libertad y es preciso concentrarse en una labor educativa a largo plazo, sin descuidar la crítica a cada medida populista.

Al ilusionarse sobre las posibilidades que tiene el estado en la promoción del desarrollo se cae fácilmente en la tentación del intervencionismo, en políticas que –en definitiva- sólo hacen más difícil un proceso que ya de por sí es bastante complejo y sujeto a variadas influencias. Quienes comprenden cómo opera el crecimiento económico tienen por lo tanto la importante misión de vigilar, sin descanso, el rumbo que siguen las sociedades cuando tratan de alcanzar la meta de un mayor bienestar.

La gran fuerza de un sistema de economía de mercado es que confía en la capacidad de trabajo y el ingenio del pueblo, en lugar de basarse en el aporte restringido de una élite arbitrariamente designada. Se trata de pasar de un régimen de subordinación de los individuos a los objetivos del Estado, a uno en el que el Estado esté al servicio de los individuos y de la comunidad.

Hernando de Soto, El Otro Sendero