Año: 43, Octubre 2001 No. 884

Nota del Editor: Este artículo fue previamente publicado en el tópico 318 del 15 de mayo de 1974. Es una reproducción del capitulo tres "The blessings of destruction" tomado del libro "La economía en una lección" de Henry Hazlitt.

Este artículo se publica debido a los sucesos ocurridos el 11 de septiembre en las ciudades de Nueva York y Washington D.C. en EE.UU. Su contenido es de vital importancia y actualidad, dado que desmiente las falacias vigentes en la mente de muchos economistas e intelectuales, ante los supuestos beneficios que puede ocasionar una tragedia como la sucedida en días pasados.

Los supuestos beneficios de la destrucción

Henry Hazlitt

Comencemos con la más sencilla ilustración posible: elijamos, emulando a Bastiat, una luna de vidrio rota.

Supongamos que un golfillo lanza una piedra contra el escaparate de una panadería. El panadero aparece furioso en el portal, pero el pilluelo ha desaparecido. Empiezan a acudir curiosos, que contemplan con mal disimulada satisfacción los desperfectos causados y los trozos de vidrio sembrados sobre el pan y las golosinas. Pasado un rato, la gente comienza a reflexionar y algunos comentan entre sí o con el panadero, que después de todo la desgracia tiene también su lado bueno: ha de reportar beneficio a algún cristalero. Al meditar de tal suerte elaboran otras conjeturas. ¿Cuánto cuesta una nueva luna? ¿Cincuenta dólares? Desde luego es una cifra importante, pero al fin y al cabo, si los escaparates no se rompieran nunca, ¿qué harían los cristaleros? Por tales cauces la multitud se dispara. El vidriero tendrá cincuenta dólares más para gastar en las tiendas de otros comerciantes, quienes, a su vez, también incrementarán sus adquisiciones en otros establecimientos y la cosa seguirá hasta el infinito. El escaparte roto irá engendrando trabajo y riqueza en círculos cada vez más amplios. La lógica conclusión seria, si las gentes llegasen a deducirla, que el golfillo que arrojó la piedra, lejos de constituir díscola amenaza, convertiríase en un auténtico filántropo.

Pero sigamos adelante y examinemos el asunto desde otro punto de vista. Los que presenciaron el suceso tenían, al menos en su primera conclusión, completa razón. Este pequeño acto de vandalismo significa, en principio, beneficios para algún cristalero, quien recibirá la noticia con satisfacción análoga a la del dueño de una funeraria que sabe de una defunción. Pero el panadero habrá de desprenderse de cincuenta dólares que destinaba a adquirir un traje nuevo. Al tener que reponer la luna se verá obligado a prescindir del traje o de alguna necesidad o lujo equivalente. En lugar de una luna y cincuenta dólares sólo dispondrá de la primera o bien, en lugar de la luna y el traje que pensaba comprar aquella misma tarde, habrá de contentarse con el vidrio y renunciar al traje. La comunidad, como conjunto, habrá perdido un traje que de otra forma hubiera podido disfrutar; su pobreza se verá incrementada justamente en el correspondiente valor.

En una palabra, lo que gana el cristalero lo pierde el sastre. No ha habido, pues, nueva oportunidad de «empleo». La gente sólo consideraba dos partes de la transacción: el panadero y el cristalero; olvidaba una tercera parte, potencialmente interesada: el sastre. Este olvido se explica por la ausencia del sastre de la escena. El público verá reparado el escaparte al día siguiente, pero nunca podrá ver el traje extra, precisamente porque no llegó a existir. Sólo advierten tales espectadores aquello que tienen delante de los ojos.

Queda así aclarado el problema del escaparate roto: una falacia elemental. Cualquiera se piensa la desecharía tras unos momentos de meditación. Sin embargo, este tipo de sofismas, bajo mil disfraces, es el que más ha persistido en la historia de la Economía, mostrándose en la actualidad más pujante que nunca. A diario vuelve a ser solemnemente proclamado por grandes capitanes de la industria, cámaras de comercio, jefes sindicales, autores de editoriales, columnistas de prensa y comentaristas de radio, sabios estadísticos que se sirven de refinadas técnicas y profesores de Economía de nuestras mejores universidades. Por diversos caminos todos ponderan las ventajas de la destrucción.

Aunque algunos no suponen quepa derivar beneficios de pequeños actos de destrucción, ven incalculables ventajas si se trata de enormes actos destructivos. Nos hablan de cuánto mejor nos hallamos económicamente en la guerra que en la paz; ven «milagros de producción» que sólo la guerra origina y un mundo postbélico verdaderamente próspero gracias a la enorme demanda «acumulada» o «diferida». Enumeran alegremente las casas y ciudades que quedaron arrasadas en Europa y que «tendrán que ser reconstruidas». En América señalan las viviendas que no pudieron ser edificadas durante la conflagración, las medias de nylon que no pudieron ser suministradas, los automóviles y neumáticos inutilizados, los aparatos de radio y frigoríficos anticuados, etc. Así acumulan totales formidables.

Se trata, una vez más, del viejo tema: el sofisma del escaparate roto, vestido de nuevo y tan lozano que resulta difícil reconocerlo. Esta vez viene respaldado por un sinnúmero de falacias conexas. Se confunde necesidad con demanda. Cuanto más destruye la guerra, cuanto mayor es el empobrecimiento a que da lugar, tanto mayor es la necesidad postbélica. Indudablemente. Pero necesidad no es demanda. La verdadera demanda económica requiere no sólo necesidad, sino también poder de compra correspondiente. Las necesidades de China son hoy incomparablemente mayores que las de los Estados Unidos, pero su poder adquisitivo y, por consiguiente, el volumen de «nuevos negocios» que puede estimular es incomparablemente menor.

Pero cuando abandonamos el tema surge un nuevo sofisma que de ordinario esgrimen los mismos que sostenían el anterior. Consideran la «capacidad adquisitiva» meramente en su aspecto monetario y añaden que actualmente para disponer de dinero basta con imprimir billetes. Como alguien ha dicho, imprimir billetes es, efectivamente, la mayor industria del mundo, si se mide el producto en términos monetarios. Pero cuanto más dinero se crea de esta forma tanto más desciende el valor de la unidad monetaria. La depreciación puede medirse por el alza que experimentan los precios de las mercancías. No obstante, como la mayoría de los seres se halla tan firmemente habituada a valorar su riqueza e ingresos en términos dinerarios, se consideran beneficiados cuando aumentan esos totales monetarios, aunque puedan verse reducidos a adquirir y poseer menor número de bienes. La mayor parte de los «buenos» resultados económicos que la gente atribuye a la guerra son realmente debidos a la inflación propia de los tiempos bélicos. Pueden ser producidos de la misma manera por una inflación equivalente en tiempos de paz. Más adelante volveremos sobre esta ilusión monetaria.

La falacia de una demanda «diferida» contiene una verdad a medias, como ocurría con el sofisma del escaparate roto. Este reportó, efectivamente, más negocio al cristalero y la destrucción bélica proporcionará mayores beneficios a los productores de ciertos bienes. La destrucción de casas y ciudades incrementará el negocio de las industrias de la construcción. La imposibilidad de producir automóviles, radios y frigoríficos durante la guerra acumulará una demanda postbélica para estos determinados productos.

A la mayor parte de las gentes se les antojará que todo ello equivale a un aumento en la demanda; y puede serlo, en efecto, en términos de dólares de inferior valor adquisitivo. Pero en realidad se produce una desviación de la demanda hacia aquellos productos determinados. Los europeos edificarán nuevas viviendas porque se hallan obligados a hacerlo, pero al construirlas restarán mano de obra y capacidad productiva a otras actividades. Al producir nuevas casas disminuirá en igual medida su capacidad adquisitiva de otras cosas. Siempre que se incrementen los negocios en una dirección han de reducirse correlativamente en otras, excepto en la medida en que las energías productivas sean en general estimuladas por el sentido de necesidad y urgencia.

En una palabra, la guerra modificará la dirección del esfuerzo postbélico, cambiará el equilibrio industrial, la estructura de la industria. Y con el tiempo, esto tendrá también sus consecuencias; se producirá una nueva distribución de la demanda cuando se hayan satisfecho las necesidades acumuladas de casas y otros bienes duraderos. Entonces estas industrias temporalmente favorecidas tendrán que decaer en cierto grado para permitir elevarse a otras que atiendan a distintas necesidades.

Es importante no olvidar, por último, que no sólo se registrarán cambios de la demanda de postguerra comparada con la de preguerra. La demanda no se limitará a desplazarse de una a otra mercancía, sino que en la mayoría de los países se producirá una reducción en su totalidad.

Ello es inevitable si se considera que demanda y oferta son sólo dos caras de una misma moneda; son la misma cosa vista desde ángulos distintos. La oferta crea demanda porque en el fondo es demanda. La oferta de lo que se tiene es de hecho lo que puede ofrecerse a cambio de lo que se necesita. En este sentido, la oferta de trigo por parte del agricultor constituye su demanda de automóviles y otras mercancías. La oferta de automóviles representa la demanda de trigo y otras mercancías por parte de la industria automovilística. Todo ello es inherente a la moderna división del trabajo y a la economía de cambio.

Este hecho fundamental pasa en verdad inadvertido para la mayoría de la gente, incluso para algunos economistas de brillante reputación, por efecto de ciertas complicaciones tales como el pago de salarios y la forma indirecta en que se llevan a cabo virtualmente, mediante el dinero, todos los cambios modernos. John Stuart Mill y otros escritores clásicos, aunque en ocasiones no supieran apreciar exactamente las complejas consecuencias que provoca el uso del dinero, vieron al menos, a través del velo monetario, las realidades que ocultaba. En ese sentido aventajaron a muchos de los críticos actuales, a los que el mecanismo monetario confunde más que ayuda. La simple inflación, es decir, la mera emisión de más dinero, con la consecuencia de salarios y precios más elevados, puede aparecer como creación de mayor demanda. Pero en términos de producción real e intercambio de mercancías efectivas no lo es. No obstante, un descenso en la demanda de postguerra puede permanecer oculto a mucha gente en razón de las ilusiones que provocan los mayores salarios, sobradamente rebasados por el incremento de los precios.

La demanda postbélica en muchos países, repitámoslo, disminuirá en valor absoluto en relación con la de la preguerra porque la oferta postbélica habrá disminuido. Esto resulta evidente en Alemania y Japón, donde decenas de grandes ciudades quedaron arrasadas. Es decir, que la cosa aparece lo suficientemente clara cuando formulamos un ejemplo extremado. Si Inglaterra hubiese perdido todas sus grandes ciudades con ocasión de la guerra, en lugar de haber sufrido sus consecuencias sólo en un grado reducido; si sus instalaciones industriales hubiesen quedado arrasadas y la casi totalidad de su capital acumulado y bienes de consumo aniquilados, de tal suerte que su población se hubiera visto reducida al nivel económico de los chinos, pocos se atreverían a hablar de demanda acumulada y diferida a causa de la guerra. Sería obvio que el poder adquisitivo habría quedado disminuido en igual medida que la capacidad productiva. Una inflación monetaria desenfrenada, al multiplicar por mil el nivel de precios, podría indudablemente elevar las cifras de la «renta nacional» en términos monetarios respecto a las de la preguerra; pero los que sobre tal supuesto pensaran, con error notorio, ser más ricos que antes, demostrarían su incapacidad para entender una argumentación lógica. Sin embargo, los mismos principios son aplicables a una pequeña destrucción bélica que a otra de vastas proporciones.

Pueden darse, sin embargo, en compensación otros factores positivos. Los adelantos técnicos y su perfeccionamiento durante la contienda, por ejemplo, pueden incrementar en mayor o menor grado la productividad individual o nacional. La destrucción bélica desviará ciertamente la demanda postbélica de unos cauces a otros. Y un cierto número de personas continuará engañándose indefinidamente al imaginar que goza de verdadero bienestar económico a través de aumentos de salarios y precios originados por un exceso de papel moneda. Pero la idea de que pueda alcanzarse una auténtica prosperidad mediante una «demanda supletoria» de bienes destruidos o no creados durante la guerra constituye evidentemente un sofisma.

"Observen la buena fe y la justicia hacia todas las naciones. Cultiven la paz y la armonía con todos ... Será digno de una libre, ilustrada y, de lo que en un no distante momento será una gran Nación, dar a la humanidad el ejemplo magnánimo y demasiado raro de un Pueblo dirigido siempre por la justicia exaltada y la benevolencia...

En la ejecución de tal plan nada es más esencial que se excluyan esas antipatías empedernidas y permanentes en contra de otras Naciones en particular y las conexiones apasionadas para otras; y, en lugar de ellas, se cultiven sentimientos justos y amistosos hacia todos. La Nación, que complace hacia otra un odio habitual, o un cariño habitual, es en cierto grado un esclavo. Es un esclavo a su animosidad o a su afecto, cualquiera de las cuales es suficiente para alejarla de su deber y de su interés...

Contra los ardides insidiosos de la injerencia extranjera, los celos de un pueblo libre deben estar despiertos constantemente; pues la historia y la experiencia prueban que la injerencia extranjera es uno de los enemigos más venenosos de un Gobierno Republicano. Pero para ser útiles, esos celos deben ser imparciales; de lo contrario se convierten en el instrumento mismo de la injerencia que se pretende evitar, en vez de una defensa en contra ella. La parcialidad excesiva por una nación extranjera y la aversión excesiva hacia otra, conlleva a aquellos sobre quienes actúan estos sentimientos, a ver el peligro solamente por un lado, y sirve para ocultar y aún para apoyar las artes de la influencia por el otro. Los verdaderos patriotas, que pueden resistir los encantos de la favorita, podrán ser tachados de sospechosos y odiados; mientras que los tontos útiles de la favorita usurpan el aplauso y la confianza del pueblo, sacrificando sus intereses.

La Gran regla de conducta para nosotros, en relación con las naciones extranjeras, consiste en ampliar nuestras relaciones comerciales para tener con ellas tan poca conexión política como sea posible. Si ya suscribimos compromisos [políticos], que éstos se cumplan, de buena fe. A partir de hoy, detengamos esta práctica".

George Washington

Discurso de despedida

19 de septiembre de 1796