Año XLIII, Agosto 2002 No. 894

Nota del Editor: El siguiente Tópico fue originalmente publicado por el Acton Institute de EE.UU. que se dedica al estudio de la libertad y la religión. El Autor es catedrático en la Academia Internacional de Filosofía en Liechtenstein. Traducido por Gabriel J. Zanotti, profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín. Reproducido con Autorización.

El mandato moral de la Libertad

Rocco Buttiglione

La reciente encíclica Centesimus Annus representa lo que podría llamarse un renacimiento en lo que respecta a la Doctrina Social de la Iglesia. Se observa que en esta doctrina hay un cambio, pero no en el sentido según el cual lo que una vez fuera verdadero se convierta ahora en falso. Los católicos y los cristianos en general creen que la verdad en cuanto a la naturaleza humana no se modifica a través del tiempo, aunque pueda haber cambios en el modo en el que entendemos las implicasiones de la verdad, así como cambios en circunstancias externas a dicha verdad. La Iglesia católica se ha dado cuenta de nuestras nuevas circunstancias y políticas, y esos cambios han facilitado que la Iglesia vislumbre la libertad, específicamente la libertad económica, como un imperativo moral.

La modificación que tuvo lugar en la Doctrina Social de la Iglesia, como respuesta a esos cambios, se hacen especialmente evidentes en dos áreas: la idea del bien común y visión del mercado libre. Primero, hubo una profundización en la idea del bien común, idea central en la doctrina social cristiana que supone que las acciones de las personas persiguen sus propios fines, algunos de los cuales son, a su vez, de naturaleza social e individual. Por ejemplo, cuando se me pregunta quién soy, contesto dando mi primer nombre, Rocco, y mi apellido, Buttiglione, que implica que soy miembro de una familia y que no se me puede conocer cabalmente quién soy si no se conoce a mi familia. Estas relaciones interpersonales forman parte de mi identidad, y como mi identidad se basa, hasta cierto punto, en mis relaciones con otras persona, no puedo decir que algo es bueno para mí si no lo es también para los demás.

A mis alumnos les explico la idea del bien común dando el siguiente ejemplo: supongamos que un amigo me llama por teléfono y me invita a acompañarlo a las montañas. Dado que estoy casado, mi respuesta habitual es la de todo buen marido: "es una buena idea, pero dame algo de tiempo para pensarlo". Obviamente, "tiempo para pensarlo" quería decir "deja que lo hable con mi esposa". Si está de acuerdo, voy; pero si no lo está, optaría por quedarme con ella, aún cuando me hubiera gustado ir a las montañas, ya que estar con mi esposa es más importante. Este ejemplo muestra que existen personas que forman parte de mi vida y muestra también que no puedo saber lo que quiero si no sé lo que ellos quieren; no puedo saber lo que deseo si no sé lo que ellos desean. Me he entregado a ellos, y por eso mi bien individual sólo puede establecerse en relación a ellos; por consiguiente, lo que sea malo para mi esposa no puede ser bueno para mi. Este es el motivo por el cual la idea del bien común pertenece al eje central de la doctrina social cristiana y es tan importante que sería casi imposible concebirla sin esa idea.

Debido a esta especial relevancia, debemos comprender cómo se concibe la idea de bien común. De acuerdo con una clásica y objetivista formulación, el bien común es la suma de los bienes particulares de cada individuo. Por consiguiente, es factible que alguno sepa lo que es bueno para todos y cada uno de los individuos y, desde allí, sea capaz de calcular ese bien común. En otras palabras, la persona que sabe lo que es bueno para todos determina el bien común. En tiempos medievales, esta persona era llamada "príncipe bueno".

No obstante, existe una objeción para esa determinación puramente objetiva del bien común: ¿quién es ese príncipe bueno que conoce lo bueno para mí? ¿Puede alguien externo a mí saber, mejor que yo, qué es lo bueno para mí? En cierto sentido, es posible. Puedo saber qué es lo bueno para mi hermana mejor que ella; sin embargo, para ella no está bien hacer lo bueno simplemente porque yo lo sepa. Lo que ella haga debe ser expresión de su interioridad. Puedo encontrarle al mejor hombre del mundo para casarse pero si no está enamorada de él, no será un buen matrimonio. Del mismo modo, el bien común no puede establecerse por una simple sumatoria hecha por un "príncipe bueno", sin tener en cuenta la participación de las personas. La libertad e interioridad deben estar contempladas en ese bien común.

Podemos explicar esto a través de las historias de Herodoto. Luego de que los tres jefes de la rebelión persa consiguieron colocar un usurpador en el trono, tuvieron entre ellos una discusión sobre la forma de gobierno perfecta. Uno defendía la monarquía: pensaba que un rey era el único que podía, al mismo tiempo, concebir y poner en práctica al bien común. El otro lo objetó y sostuvo que no una, sino varias personas, las mejores, deberían gobernar a las personas ya que en varias cabezas hay más sabiduría que en una. El tercero objetó a los anteriores y defendió a la democracia; sin embargo, su argumento fue considerado el más débil entre los tres, dado que era muy poco probable encontrar sabiduría en la mayoría.

No obstante, el tercero tenía un muy buen argumento, que pertenece al concepto del bien común. Observó que los seres humanos son libres por naturaleza, que su libertad corresponde a su dignidad, y que debían observar una ley con la cual consintieran libremente. En otras palabras, el tercero comprendió que el bien común no se puede lograr sin la participación de los demás personas. Este apoyo a la democracia no garantiza, por supuesto, la creencia de que las personas comprenderán qué es el bien común sin esfuerzo. Esto significa, sin embargo, que el bien común está ligado a la dignidad humana; y, en algún sentido, que las personas deberían controlarse a sí mismas obedeciendo a la razón. Además, esta concepción presupone que lo razonable puede ser explicado a todas las personas, ya que la democracia supone que cada persona tiene el potencial necesario para comprenderlo, siempre que tenga las explicaciones adecuadas.

En la Iglesia hay un progreso en cuanto a entender la importancia de la democracia como medio para el bien común; sin embargo, esto no implica que la Iglesia acepte la ideología decimonónica formulada en el siglo XIX sobre la democracia. Para dar un ejemplo que resulte familiar, la fuerte crítica a la democracia de De Maistre es completamente válida. El gobierno del pueblo no es, de por sí, garantía de buen gobierno. No obstante, dado que el bien común de una sociedad no puede determinarse sin el elemento democrático, no se lo puede desconocer y adoptar una forma de gobierno antidemocrática. La Iglesia ha comprendido esto y ha considerado a la democracia como la peor forma de gobierno, excepto cuando se la compara con todas las demás.

En verdad, la democracia no es perfecta; la solución democrática a un problema no siempre es la mejor, ya que las personas en algunas ocasiones quieren cosas que son indebidas en sí mismas y lo son también para ellas. Entonces, ¿deberíamos imponerles un sistema antidemocrático? Para responder a esta pregunta, deberíamos recordar la historia del rey Felipe de Damasco, quien cierto día, estando embriagado, tuvo que tomar una decisión en una cuestión temporal. Uno de sus amigos había agraviado a un súbdito, y éste exigía justicia. El rey le dijo: "no te daré lo que pides, dado que mi amigo es un buen hombre; así que, por favor, déjame solo". Insatisfecho, el súbdito pidió apelar la sentencia. "¡Una apelación! ¡A quién! ¡Yo soy el rey!", expresó a gritos Felipe de Damasco. "Una apelación a Felipe pero sobrio", respondió el súbdito. De igual modo, apoyar la democracia no es decir que el pueblo siempre tiene razón; es apoyar un sistema que, ante gente malformada que esté convencida de falsas ideas, le permita a uno apelar a gente ilustrada con información correcta.

Pero para que la democracia funcione, no debe basarse en el relativismo moral. Si no existe una verdad que trascienda lugares y tiempos, la verdad es lo que la gente quiere que sea, desvaneciéndose de ese modo la posibilidad de un conocimiento auténtico. La Iglesia se ha estado acercando hacia el reconocimiento de la democracia para la concreción del bien común, lo cual se refleja en la Centesimus Annus, que apoya la democracia como ningún otro documento papal lo había hecho antes. Pero al mismo tiempo critica agudamente los defectos de una democracia aliada al relativismo moral.

Una sociedad, además de rechazar al relativismo en el proceso democrático, debe tener confianza en aquellos que intentan ver y decir la verdad al pueblo. Fue este el gran descubrimiento de los romanos, no de los griegos. Platón no simpatizaba con la democracia ya que pensaba que el filósofo jamás podría persuadir a la gente, ya que los pueblos siempre actúan conforme a sus pasiones, ante las cuales el filósofo es impotente. Cicerón, sin embargo, pensó que un orador, esto es, un filósofo capaz de hablar a la gente, una persona recta que conoce y ama a la gente, podría ayudarla a tomar decisiones adecuadas.

La Iglesia reconoció la verdad en la fuerte crítica de Platón a la democracia en el 8vo. y 9no. libro de La República, donde sostiene que, debido a que la democracia carece de autoridad adecuada, ésta, por ende, deriva en corrupción. Tan despreciables se vuelven las instituciones cívicas, para la gente, que es posible que aparezca un tirano que saque provecho de la incapacidad de los líderes democráticos para defender al bien común, convirtiéndose en el amo de la ciudad. Pero este destino, dice la Centesimus Annus, no es el destino de toda democracia, sino el de aquellas basadas en el relativismo moral, que no ven el valor de élites que digan la verdad al pueblo, y que niegan el valor de una verdad independiente de lo que la mayoría quiera que sea la verdad. Por esta razón, la democracia que la Centesimus Annus apoya es la democracia desarrollada por la tradición anglosajona —esa clase de democracia basada en los Ensayos Federalistas—antes que la democracia continental enrolada en la Revolución Francesa.

Si se observa a Alexander Hamilton y James Madison, o a Alexis de Tocqueville, el gran maestro de la teoría de la democracia americana, se verá que éstos podrían haber sido lectores de De Maistre. Tocqueville efectivamente lo leyó, aunque no Hamilton ya que murió antes de que sus obras llegaran a EE.UU. Pero De Maistre leyó a Hamilton y el ensayo El Federalista. Todos estos pensadores intentaron tomar en cuenta las críticas a la democracia y se sirvieron de ellas para ayudar a encontrar un modo de crear un estado de libertad ordenada, un estado en el cual, sobre bases democráticas, se puedan establecer condiciones para ayudar a la gente a tomar decisiones correctas.

Como resultado, los fundadores del orden político norteamericano pensaron que una cámara de representantes elegidos por dos años era necesaria para saber lo que la gente piensa y quiere en determinado momento, sin que sus pasiones sean capaces de liderar las decisiones de inmediato. Por consiguiente, los fundadores idearon también un senado elegido por seis años, en el cual un tercio sea re-electo cada dos años, de modo tal que tengan lugar cambios importantes sólo si la misma opinión prevalece entre la gente por tres elecciones, sobre un período de seis años.

Además, los fundadores también pensaron en un poder judicial independiente, para que, aún cuando el senado y la cámara de representantes quisieran hacer algo erróneo, exista aún una autoridad para supervisarlos. Como se sabe, el poder judicial es designado por el presidente, pero no depende de él o de los electores, y en consecuencia, es una autoridad independiente. Para asegurar su estabilidad se establece que puede haber cambios sólo cuando la gente considera que han estado ya demasiado tiempo en ejercicio, o bien cuando mueren.

Esta forma de democracia y las instituciones que regulan la libertad pueden ayudar al gobierno del pueblo a lograr tanta virtud como sea posible y además a que pueda tomar decisiones sabias. Esto es preciso, ya que la virtud no es algo que se encuentre fácilmente: como norma, no hay demasiada virtud en ningún grupo de personas en particular. Esta es la razón por la cual la forma política de un estado debe funcionar con un mínimo de virtud, pero si la gente carece de ese mínimo de virtud, está perdida. Si la gente continúa queriendo algo erróneo a través de un largo período de tiempo, no habrá ley o forma de gobierno que pueda salvar a un país. La democracia no puede funcionar sin virtud; esta es la idea de una libertad ordenada y verdadera.

El primer cambio importante que hallamos en la Centesimus Annus es el firme respaldo de una democracia caracterizada por la libertad ordenada. Esta se aproxima a lo que la Iglesia tradicionalmente llamó gobierno mixto. Aún en el siglo XIX, cuando la Iglesia se opuso a la democracia, ésta no aprobaba al absolutismo. La concepción que la Iglesia sostenía era, preferentemente, un gobierno mixto que unifique las ventajas de la monarquía, del elemento popular y el aristocrático, en el cual el más virtuoso podría contribuir desde su sabiduría al establecimiento de las decisiones tomadas por el estado. Si se considera la constitución de EE.UU., en la lectura de El Federalista, se verá que Hamilton intenta fundar todas las formas creativas de gobierno en el principio del gobierno mixto. La suprema corte es una clase de aristocracia, el presidente es una especie de rey (sólo por cuatro u ocho años, pero, no obstante, con más poder que un rey francés), y los representantes son, en el momento de la participación popular, parte del cuerpo político.

Hasta este momento, hemos considerado los progresos en la noción de bien común, y de qué modo éste implica la libertad de las personas para gobernarse a sí mismas mediante proceso democráticos. Pero si los individuos tienen el derecho de elegir, debemos reconsiderar no sólo la democracia política, sino también el mercado libre. Este es el segundo cambio de rumbo que aparece en la Centesimus Annus y en la Doctrina Social de la Iglesia.

El mercado libre no se justifica simplemente por el hecho de ser el sistema más eficiente para distribuir recursos básicos para la satisfacción de las necesidades humanas; existe una razón de más peso que hace del mercado libre un sistema económico deseable.

El elemento mínimo del mercado libre es el contrato, esto es, el encuentro de la libre voluntad de dos seres humanos. Ambos deben ser libres, porque si la libertad no existe, no puede haber contrato, y por ende, no podrá haber mercado libre. En este sentido el derecho contractual que se sustenta sobre las bases de una economía libre, presupone que la libertad humana tiene en consecuencia un valor ético en sí mismo. Una economía libre, una economía donde se mantiene el imperio del derecho privado, es una economía de personas libres. A la inversa, tan pronto como el alcance del derecho privado se limita, hay peligro para la libertad humana. De ese modo el juicio positivo de la Iglesia sobre el mercado libre es esencialmente moral. La persona es libre por naturaleza; Dios creó a cada persona para que elija libremente la verdad, y un orden económico es parte del orden de la libertad humana. Esta es la primera afirmación importante de la Centesimus Annus en relación al orden económico. Queremos un orden económico democrático, porque éste implica el derecho contractual y el mercado libre, y éstos presuponen a su vez la libertad y la dignidad humana.

La segunda afirmación importante de la Centesimus Annus en relación al orden económico concierne a su aguda interpretación de la situación de la economía actual. La economía política, por regla general, comienza por la determinación de la causa de la riqueza de las naciones, la clásica formulación de Adam Smith. Una tradicional explicación, común hasta el siglo XIX, sobre el origen de esa riqueza, consideraba a la tierra como la causa: de la tierra provienen el oro, la plata y muchos otros minerales preciosos; la tierra es fecunda y produce todo aquello necesario para la existencia. Hay algo de verdad en esta explicación, ya que el sistema económico de un país no puede existir sin la tierra (la primera explicación plausible para cualquier actividad económica). Sin embargo, cuando digo "tierra", quiero decir más que bienes raíces legítimos (incluyo en esta amplia definición elementos materiales tales como el cuerpo humano). En cualquier actividad humana, siempre hay algo primero dado por Dios, que se da por supuesto. El cuerpo humano es el primer presupuesto de la economía como ciencia, ya que no es producido por el sistema económico en sí mismo: el hombre no es el creador.

Es evidente, sin embargo, que la persona humana es un co-creador de aquellas cosas de la naturaleza que sólo adquieren valor cuando son vistas por la persona; si los recursos económicos no son vistos, no existen. Por ejemplo: por los primeros informes de los viajeros europeos que cruzaron las Grandes Praderas a fines del siglo XVIII y a fines del siglo XIX, sabemos que encontraron petróleo, pero, dado que no sabían qué hacer con él, el petróleo se convirtió en un estorbo más que en un recurso. El petróleo sólo se convirtió en un recurso cuando alguien advirtió que podría ser usado de un modo más productivo. De este modo, la mirada de la persona participa de los dones de Dios para crear recursos económicos.

Ahora bien, para evitar malentendidos, permítaseme subrayar que una persona necesita diversas virtudes humanas para advertir los recursos existentes. Ante todo, se requiere tener cierta inclinación por el pensamiento teórico, esto es, por la contemplación. Consideremos este ejemplo de la historia de Ulises y el gigantesco cíclope Polyphemus, en la Odisea de Homero: Ulises y sus compañeros están aprisionados por los cíclopes, y, agobiados por el miedo, se vuelven tan pasivos que Polyphemus puede tomarlos y comer algunos de ellos. Ulises le habla a su corazón (que se creía era el órgano que controlaba las pasiones) y le pide ayuda. Luego, Ulises vuelve a la calma dado que se libera del miedo que lo debilitaba y lo volvía inseguro. Y cuando recupera el gobierno de sí mismo es capaz de ver que una vara cercana, en tanto estuviera afilada, podía convertirse en un arma contra el gigante, y que la oveja se podía utilizar como medio para ayudar a salir del aprieto. Ahora Ulises puede luchar contra el gigante (un símbolo de la naturaleza) ya que ve con claridad y ya no está cegado por sus pasiones: pudo ver porque pudo recuperar su actitud contemplativa.

Esta actitud teorética es esencial para ver los recursos; los animales no ven las cosas tal como nosotros las vemos, ya que carecen de esta actitud contemplativa y por lo tanto no pueden hacer uso de un conocimiento general para satisfacer sus necesidades o deseos. Pero los seres humanos podemos. Aquello que llamamos "trabajo" es una actividad compleja que presupone el dominio de nuestros instintos; debemos tener una actitud contemplativa hacia el mundo y también debemos tener algún conocimiento teórico antes de que podamos dirigirnos hacia la tarea práctica de transformar la naturaleza. Esto explica por qué los animales no trabajan, y nosotros los humanos sí. La existencia de esta particularidad en la relación humana para con la realidad implica que debe haber diversas funciones en lo que denominamos "trabajo". El aspecto teorético exige que veamos las cosas sin la preocupación de utilizarlas, pero después, y por consiguiente, podemos retornar hacia esas cosas con una actitud práctica, a fin de discernir qué parte de las cosas puede sernos útil. Por eso en la naturaleza misma de todo trabajo humano, vislumbramos la semilla de lo que podemos llamar "empresa". Ulises, en el apuro, es un contemplativo, pero al mismo tiempo, es un empresario que advierte una necesidad humana (esto es, escapar); advierte los recursos que se pueden utilizar para satisfacer esta necesidad, y luego se arriesga con la responsabilidad implicada en combinarlos.
De igual manera, si consideramos el origen y estructura global de la riqueza, veremos que, aunque la tierra sea una base de prosperidad, eso no es suficiente en sí mismo para crear riqueza. La inteligencia humana, el esfuerzo y el trabajo son también necesarios. La relación entre estos factores de producción (entre la tierra y la inteligencia del hombre; entre la tierra y el trabajo del hombre) se modificó a través del tiempo. En el siglo XVIII el factor más importante era la tierra. En el siglo XIX el factor más importante era el capital, tal como Marx lo entendió: maquinarias, equipos. En nuestra época, el principal factor es la cantidad de información colocada en el bien producido. Un buen ejemplo es el diskete, donde un milésimo de su valor radica en sus recursos naturales, y un 90% de su valor radica en los programas escritos en él. Este es el valor de la inteligencia humana invertida en un objeto que por ello es valioso.

Una vez comprendido esto podemos entender la causa del cambio de actitud de la Iglesia hacia la economía política en general. Tradicionalmente la Iglesia se interesó fundamentalmente en la distribución de la riqueza más que en su creación. Esto es comprensible ya que si se entiende la creación de la riqueza como una tarea de Dios y de la naturaleza, entonces el buen terrateniente es quien distribuye libremente las riquezas de la tierra que le fueron libremente otorgadas. Pero en el siglo XX, la riqueza del empresario depende de sus inversiones; el empresario siempre debe comprar mejores maquinarias y producir reservas para los años adversos. El empresario es más rico que el viejo terrateniente; sin embargo, su bienestar está siempre en riesgo: cada año puede perder algo; cada ciclo de producción podría convertirlo en pobre. El empresario tiene por ello una actitud diferente y debe trabajar de modo diferente al del viejo terrateniente, ya que vive en un mundo donde el recurso económico central es la inteligencia humana y la virtud, la síntesis de lo que podría llamarse "laboriosidad".

Hoy la Iglesia reconoce la posición central de la función social del empresario, y entiende que si no hay empresarios, no hay riqueza para nadie. ¿Cuál es la fuente primaria de la riqueza de las naciones en la última década del siglo XX? La actividad empresarial, porque ésta combina la inteligencia humana con los otros factores de producción. Esta actividad es positiva en sí misma, y es un elemento esencialmente perteneciente en una economía libre. Sin embargo, la actividad empresarial implica algunas virtudes tales como firmeza, prudencia, laboriosidad, inteligencia, sabiduría, conocimiento de la naturaleza humana, y la habilidad de dar a cada uno lo suyo, esto es, justicia, descontando a aquellos que voluntariamente no trabajan para el empresario. Así, en primer lugar, en la Centesimus Annus, la Iglesia ofrece una adecuada apreciación de las virtudes del trabajo, las virtudes del empresario, la función social de la empresa, y la exigencia ética de libertad.

Esta percepción de la Centesimus Annus es muy importante para un tema específico que ha sido considerado con atención creciente por las últimas décadas por el pensamiento social cristiano: el problema del desarrollo. Tenemos diversas teorías sobre la causa por la cual las economías se encuentran subdesarrolladas; una de ellas sostiene que la gente es pobre ya que carece de recursos naturales. Esto es falso ya que muchos de los países subdesarrollados tienen abundantes recursos naturales; de hecho el problema es que lo único que poseen son esos recursos. Una segunda teoría argumenta que estos países carecen de capital suficiente. Hay algo de verdad en esto, ya que la falta de capital es un poderoso factor de freno para el crecimiento; sin embargo, no es este el problema fundamental. Si la gente tiene capacidades empresariales en potencia, tendrán capital, ya que los bancos les otorgarán crédito confiadamente, dado que el dinero estaría destinado a un buen uso, y en un espacio de cinco a diez años el dinero será devuelto con intereses.

La solución para el desarrollo económico es el desarrollo cultural; ayudar a la gente a adquirir habilidades teóricas y prácticas que darán a la juventud la perspicacia para dar un mayor contenido de conocimiento al capital empleado para que sus tierras produzcan. En otras palabras, necesitamos ayudarlos a generar una clase empresaria. El gran problema en América Latina es, por ejemplo, que existen sólo unos pocos auténticos empresarios, que no son suficientes para sostener la economía de la región. Existe muy poca gente capaz de advertir, de darse cuenta, acerca de recursos y oportunidades, que se asocien o asuman la responsabilidad del progreso productivo. Mucha gente espera que el gobierno haga eso; otros no saben cómo hacerlo porque no hay una tradición empresarial. La empresa necesita ser pensada desde un sistema educativo formal, pero además debe ser parte de una tradición familiar, ya que las aptitudes empresariales no son fáciles de desarrollar.

Otra perspectiva del pensamiento social cristiano es que, por un lado, la función social del empresario necesita ser reconocida. Pero, por otro lado, los empresarios deberían ser conscientes del hecho de que tienen que aceptar sus responsabilidades hacia toda la comunidad. En América Latina, ciertamente, la educación orientada hacia técnicas empresariales es a menudo desatendida; no obstante, la educación moral, con frecuencia, lo es más aún. De ahí que preguntemos: cuál es la tarea de la Iglesia en tales situaciones? La Iglesia debe seguir abocándose a la causa de los pobres en este mundo y no detener jamás el pedido de ayuda para los pobres; y al mismo tiempo enseñar a la gente las virtudes que necesitan para salir de su situación de miseria. Uno no puede simplemente culpar a una situación internacional injusta; la injusticia social predomina a nivel internacional porque las virtudes sociales necesarias con frecuencia están ausentes a nivel local. Si los países pobres tuvieran una clase empresaria pujante y una clase política responsable, estos países estarían en mejores condiciones de defender sus intereses en el ámbito internacional. Si se aprovechan de ellos, la primera razón es su propia debilidad, que es al menos en parte consecuencia de un desarrollo moral y cultural débil. La toma de conciencia de la necesidad de tal desarrollo debe encuadrarse en el centro de cualquier acción que tomemos para ayudar a los países en desarrollo. Debemos ayudar también a aquellos que mueren de hambre en Somalia, pues no podemos esperar 20 años hasta que una nueva clase empresarial, moralmente responsable, se haya desarrollado; ellos necesitan ahora algo para comer, por lo cual debemos enviar alimentos a través de soldados para proteger lo que enviamos, de robos y asaltos. Pero además debemos pensar en las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones presentes. Y no debemos ser negligentes esperando que estos países desarrollen economías libres que funcionen.

La exigencia moral para la libertad se presenta como necesidad también en EE.UU. y Europa, porque Occidente ha tenido una revolución "pedagógica" inspirada en el socialismo. En Alemania, por ejemplo, la socialdemocracia no pudo efectuar una revolución socialista en la economía o en la sociedad, pero sí ha producido una revolución escolar; la gente joven se formó con la idea de una nueva sociedad que fuera diferente a la de hoy, una sociedad sin competencia en la cual las viejas virtudes de la laboriosidad no se necesiten, esto es, una sociedad consumista y no una sociedad abocada a nuevos emprendimientos. Esta sociedad no llegará nunca, pero es la sociedad que la gente joven espera. La realidad, sin embargo, es una sociedad con una competencia ardua, en la cual cada uno debe querer trabajar duro y debe tener un trabajo escolar más intenso. La gente debe aprender a aprender, pero no un conocimiento técnico específico, puesto que éste cambia con facilidad; una revolución tecnológica puede dejar a una persona fuera del mercado y devaluar todo el conocimiento que posea. La gente debe tener voluntad de cambio y debe ser capaz de cambiar, adaptarse y hacer algo nuevo. Por ende, no es necesario un conocimiento técnico específico sino además una buena formación cultural. En lugar de decir a los estudiantes que deben estudiar más y que deben trabajar más para encontrar las satisfacciones que desean en la vida, estamos preparando gente para un mundo que no existe. Esta revolución "pedagógica" devastadora está vinculada con algunos de los otros fracasos o deficiencias de nuestra sociedad, por ejemplo, la crisis de la familia. El senador Patrick Moynihn, de Nueva York, con quien no estoy de acuerdo con frecuencia, brindó un brillante discurso en la universidad de Fordham en el cual decía que el problema principal de EE.UU. no eran los desocupados sino los desocupados potenciales. Mucha gente no ha recibido de la escuela ni de sus familias el conocimiento fundamental ni las virtudes necesarias para encontrar un trabajo y mantenerlo. El trabajo debe convertirse en un valor central de nuestra sociedad, si no queremos nuevamente sucumbir. Tomamos como dada la prosperidad que se construyó a través del trabajo duro de generaciones pasadas, y olvidamos que esa prosperidad puede perderse. Este es el cambio en las sociedades occidentales. El mercado no es un juego de suma cero; no es necesario que cuando uno ingrese al mercado otro se vuelva más pobre. El mercado se puede extender, pero sólo a través del trabajo duro; el mismo trabajo duro que construyó al mercado en primer lugar. Si no somos capaces de hacer este arduo trabajo, nos volveremos más pobres.

Hay aún una fuerte conexión estar bien y hacer el bien, aún cuando puedan oponerse. Es posible imaginar situaciones en las cuales, si se quiere hacer el bien, se debe pagar con un fracaso, que puede ser un fracaso político, como en el caso de Santo Tomás Moro. Moro era un estadista sagaz que quiso tener éxito en política. Intentó lograrlo tanto como le fue posible, pero al final tuvo que elegir entre el éxito político o hacer el bien, y eligió ser una buena persona. Sin embargo esta no es una condición habitual en la vida de un empresario; como regla, intentamos vincular la prosperidad con hacer el bien. Podemos hacerlo en política y podemos hacerlo en nuestra actividad económica. No hay oposición entre ambos principios, pero por el contrario, para prosperar debemos ser capaces de hacer el bien, al menos, hasta cierto punto. Necesitamos virtudes porque la prosperidad moral y económica están relacionadas entre sí, aún cuando a veces puedan entrar en conflicto.

En mi opinión, la Centesimus Annus quiere introducir un nuevo diálogo entre la Iglesia y la humanidad, entre la moral y la actividad económica libre y responsable. En este diálogo puede haber desacuerdos, y esto no debería sorprendernos, porque siempre habrá conflictos entre personas de sólidos principios. Sin embargo, lo que tenemos en común es más importante que lo que nos separa; esto último es a menudo más visible, pero lo que es común a nosotros es la libertad. Sostenemos que la persona es libre ante Dios; que la persona debería ser libre económica y políticamente. Entendemos también que una sociedad libre, política y económicamente, exige cierto ámbito de valores no generados por esa sociedad, y por eso deben ser generados por alguna otra cosa. La Iglesia se ofrece a sí misma como el agente responsable en la enseñanza de estos valores en el milenio que llega. Haremos bien en atender a su invitación.