Año XLV   enero de 2005  No. 924
NOTA DEL EDITOR Gabriel J. Zanotti es Doctor en Filosofía por la Universidad Católica Argentina. Actualmente es Director del Departamento de Investigaciones del ESEADE de Buenos Aires. Es profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín donde actualmente se encuentra dando una cátedra sobre Santo Tomás de Aquino. Es autor de varios libros siendo el más reciente “Introducción Filosófica al Pensamiento de F. A. Hayek”.

EL PROBLEMA EDUCATIVO

    Nuestra defensa del fundamental derecho a la libertad de enseñanza y nuestra defensa al derecho a la libre iniciativa privada en todos los ámbitos de la vida social (incluido, por ende, el educativo) han dejado bien clara nuestra posición en la cuestión educativa. Debemos, sin embargo, tratar ahora adicionales cuestiones.

    En primer lugar, vamos a aclarar nuestra concepción de la "educación". No vamos a ser nada originales, obviamente, pero nunca está de más recordar ciertas cuestiones básicas. La educación puede ser entendida como hecho social o como hecho moral. Ambas concepciones no están contrapuestas pues se refieren a aspectos distintos de una misma cuestión. Sociológicamente, la educación se refiere a todo proceso de transmisión cultural (y ya dijimos que la cultura está constituida por pautas aprendidas de conducta, inherentes a la naturaleza humana, al contrario del reino animal, que se maneja con pautas instintivas de conducta). Esto es resultado de que el hombre es "abierto al mundo", mientras el animal está limitado a un "medio ambiente fragmento".1  Por eso el fenómeno educativo es inherente a toda cultura. A su vez, "educar" puede hacer referencia al hecho moral, aludiendo a la formación moral, actualizando las potencialidades esenciales de la persona de hacer el bien y conocer la verdad, educar es entonces formar moralmente a la persona. Se incluye aquí la actualización de cualquiera de los talentos, que en sí mismos son buenos. No sería educar, en este sentido, conducir la conducta del hombre hacia una acción contraria a su fin último, que es Dios. A su vez, quien se educa es causa eficiente principal de su propio desarrollo, y el educador, causa eficiente coadyuvante. Por eso el aprendizaje implica necesariamente la libre decisión (libre albedrío) de asumir el contenido de lo enseñado. A su vez, la educación, en ambos sentidos, puede ser formal o sistemática o, por el contrario, no formal asistemática. Esta última ocupa en gran porcentaje en todas las sociedades. La primera se produce cuando determinados contenidos culturales adquieren un grado de complejidad tal que necesitan ser transmitidos mediante un proceso intencional especial dirigido sistemáticamente al aprendizaje de dichos contenidos. Esto es lo que se denomina "escolaridad" en sentido general. Algunos reservan el término "formal" a la presencia del estado en ese proceso sistemático; nosotros preferimos, en cambio, señalar dicha presencia con el adjetivo “estatal".

    Las aclaraciones efectuadas son tan poco originales como, creemos, sencillamente verdaderas.

  Ahora veamos cuáles son las consecuencias político-educativas de nuestra concepción sobre la libertad de enseñanza, que es lo principal desde nuestro punto de vista filosófico-político. La consecuencia, como es obvio, es el amplio despliegue de la libre iniciativa privada en la educación, tanto formal como no formal. Esto implica que, en ese sistema, perfectamente posible, los contenidos culturales son decididos por las personas según su conciencia y no por el estado según su fuerza. Las personas se tratan, pues, mutuamente como tales: se proponen mutuamente sus proyectos educativos, utilizando para ello sus derechos de libre asociación, propiedad y libre enseñanza, pero no se imponen mutuamente dichos proyectos. Son pues las personas, las familias y las sociedades intermedias, los agentes principales de la educación; y el estado cumple en este caso la función de velar por el respeto de esa libertad de enseñanza, y a través del Poder Judicial, intervenir en los delitos que forman el límite de dicha libertad. Con lo cual, este sistema, resultado del orden natural que emerge siempre que los derechos del hombre se respeten, produce tres consecuencias: a) una, moral, dado que las personas respetan mutuamente su conciencia en el ámbito educativo; b) eficiencia, dado que la libre competencia en la oferta de servicios educativos produce que esté siempre alerta para dirigirse a las necesidades de la demanda; c) agilidad, dado que la libertad imperante produce que el sistema pueda adecuarse rápidamente a las diversas circunstancias culturales, siempre cambiantes. (Todo esto presupone el funcionamiento del proceso de mercado) por supuesto, el totalitarismo, sea del signo que fuere, rechaza absolutamente el modelo anterior, dado que niega el derecho a la libertad de enseñanza. En esos casos el estado monopoliza totalmente la oferta de servicios educativos. Pero, sin llegar a ese extremo, se aducen muchas veces determinados argumentos que justifican la presencia del estado, como un agente principal, en materia educativa. Es evidente que este otro modelo ha tenido gran éxito, dada la amplia presencia del estado en materia educativa en la mayoría de las naciones del mundo; así que otra vez deberemos oponernos a paradigmas habituales. Dichos argumentos son principalmente los siguientes: a) dada la importancia de la educación para la persona, el estado debe financiar iguales posibilidades educativas para todos los ciudadanos (este argumento se refiere a la parte financiera); b) la educación no es un "comercio" que deba ser "dejado" a la iniciativa privada; c) dada la importancia del hecho educativo, el estado no puede permanecer indiferente en cuanto a los valores culturales y debe fijar contenidos mínimos de enseñanza que expresen determinados valores -los partidarios de este argumento discuten habitualmente sobre qué valores deben ser enseñados- que deben ser seguidos incluso por las instituciones privadas de enseñanza; d) la educación es un bien público, y/o su no prestación mínima puede ocasionar externalidades negativas. Este último argumento es uno de los más importantes.

    Comentaremos ahora estos argumentos. Sobre el primero, debemos decir que hemos aclarado, a lo largo de todo nuestro ensayo, que no corresponde a la persona recibir la satisfacción de sus necesidades -por más importantes que éstas sean, y la educación está incluida- sin la mediación de su trabajo y esfuerzo personal. Por lo tanto, como ya hemos dicho, la persona no tiene propiamente un "derecho a recibir servicios educativos", sino un derecho al bien común, en el cual y por el cual podrá adquirir los servicios educativos formales que desee en la medida de su esfuerzo y trabajo. Sobre el caso de quienes no pueden trabajar, ya hemos fijado nuestra posición, y sobre el tema de los menores -básico en la cuestión educativa- es claro que la responsabilidad y esfuerzo personal del que hablamos se traslada a los padres, quienes son, por derecho propio, los responsables de la educación de su hijo. Por otra parte, el argumento supone ilusoriamente que puede haber algún servicio de algún bien escaso -en este caso, la educación- que la persona pueda recibir "gratis", sin advertir que ello es imposible, y que siempre la persona está pagando, aunque sea vía impuestos.  Ya dijimos que nada justifica en principio que el estado saque recursos a los ciudadanos para hacer lo que estos por sí mismos pueden hacer.

     El segundo argumento es sencillamente maniqueo. Supone que las actividades relacionadas con la contabilidad económica y costos son intrínsecamente malas o despreciables, y obviamente no es así. La educación es un bien escaso; luego, hay que economizarlo, y el financiamiento de la educación a través de la medición de la eficiencia de sus servicios en un mercado libre es el sistema óptimo de economización; nada hay en ello intrínsecamente perverso. Por otra parte, si alguien descuida la calidad de sus servicios educativos porque antepone valorativamente la ganancia monetaria a otros valores más importantes (como la calidad de sus servicios), obtendrá menos ganancia pues bajará la demanda de sus servicios en la medida que ésta busque dicha calidad.
     El tercer argumento es más importante. Parte de una premisa verdadera pero concluye inválidamente. Es cierto que el estado no puede ser indiferente frente a la cultura o valores morales básicos: la sola organización constitucional del estado y su defensa de los derechos del hombre implica que el estado está inmerso en una cultura y que se ha definido por valores morales básicos. Esto, como puede verse, se relaciona con el papel educativo de la ley humana al que hicimos referencia en el capítulo uno, pues en la medida que la ley humana positiva cumpla esa función, el estado, al protegerla, ya la está cumpliendo también de modo no formal. Cada vez que el estado deba educar formalmente, ya sea en sus instituciones naturales -por ejemplo, fuerzas de seguridad (el ejemplo no es excluyente)- o en situaciones de emergencia, es obvio que debe hacerlo, en esos casos, según los valores morales asumidos en su ordenamiento constitucional. Pero más allá de este ordenamiento básico, hemos dicho que la cultura es libre, precisamente porque la persona tiene derecho a la libertad de enseñanza y a la libertad cultural. Luego, el estado no tiene derecho a imponer un determinado tipo de cultura; no debe imponer pautas culturales por la fuerza, más allá de su misión específica, que ya implica una toma de posición cultural y moral. Este punto es importantísimo: si no se entiende, la vía hacia el totalitarismo de estado es muy directa. Valorativamente, es más grave la intervención del estado en este terreno que su intervención en el área económica, aunque las consecuencias prácticas sean menos visibles y, además, siempre la libertad económica permite resistir los embates del Estado "cultural".

     Por otra parte, debido a este argumento muchos estados, aunque permiten a los particulares fundar instituciones educativas y/o financiarlas, les imponen monopólicamente una currícula (planes de estudio) tan extensos que el derecho a la libertad de enseñanza queda prácticamente anulado.  Lamentablemente esta práctica está a veces tan extendida que no se advierte su gravedad. El llamado "monopolio escolar" no implica sólo que el estado monopolice la oferta de la infraestructura material de los servicios educativos, se da el monopolio estatal de enseñanza, también, y sobre todo, cuando el estado impone planes de estudios obligatorios -sea en el nivel que fuere- a instituciones nominalmente "privadas” de enseñanza. Y ello es una grave violación del derecho a la libertad de enseñanza.*35

     Con respecto al último argumento, debemos decir que, en primer lugar, habíamos dicho que, cuanto más escaso es un bien, más necesaria es su privatización, y la educación formal está lejos, muy lejos, de ser un bien superabundante. Por otra parte, es dudoso que se pueda atribuir a la educación formal una de las características típicas de los bienes públicos, a saber, la no rivalidad en consumo y la no exclusión. Ya vimos que es posible la privatización aún en esos casos, pero, además, no creemos que la educación sea uno de éstos. El lugar y recursos ocupados por un demandante de servicios educativos formales no pueden ser otros. La educación formal es pues un bien típicamente privado; luego, la intervención del estado, para proporcionarla como si fuera un bien público, debería estar sostenida en los argumentos anteriores, cuyas dificultades ya hemos visto.
     El siguiente argumento genera aun mayores discusiones, las cuales no serán, al menos por nosotros, tan fácilmente resueltas como las anteriores. Por un lado, ya hemos visto que, redefinidas, las externalidades negativas se producen sólo cuando los derechos de propiedad no están bien definidos; resulta, por ende, muy difícil de encontrar en este caso cuál es el derecho de propiedad afectado por una persona no educada según cánones habituales de educación formal. Es importante que hayamos dicho "según cánones habituales de educación formal" porque toda persona se educa siempre necesariamente, de un modo u otro, en el sentido de la transmisión cultural de tipo no formal. ¿Puede decirse que cometerá delitos? Creemos que es muy difícil contestar que sí. Un santo puede ser analfabeto, y la santidad es, moralmente, el máximo grado de "educación a la que una persona puede llegar" ¿Cómo determinar legalmente lo que es "indispensable" en cuanto a la educación formal, sin caer en el peligro de imponer coactivamente un determinado contenido cultural?
 
     El asunto se complica gravemente si lo vemos desde el punto de vista del menor a cargo de sus padres. ¿Tienen éstos últimos el derecho a no darle algún tipo de educación formal? Y no estamos hablando aquí de escolaridad obligatoria, sino de instrucción obligatoria. ¿No podría la persona adulta reclamar en el futuro por una real externalidad negativa sufrida por una falta de instrucción mínima? ¿Legitimaría tal cosa una vigilancia, vía poder judicial, sobre los límites de la patria potestad en este caso? Tal vez, aunque ello sea muy difícil de instrumentar de acuerdo con nuestros presupuestos.
     Hasta ahora hemos hablado sobre cuál es para nosotros la situación que consideramos ideal en el campo educativo, hemos dicho además que es una situación perfectamente posible, y hemos comentado los argumentos que han difundido mayoritariamente la situación contraria, esto es, la activa intervención del estado en materia educativa. Pero, entonces, debemos comentar de qué modo progresivo podrían corregirse las cosas en un mundo que dista de ser lo ideal en este tema. De lo contrario daríamos la impresión de no escribir para los problemas reales. Estamos, en efecto, en un típico caso de subsidiariedad sociológica. La intervención del estado en materia educativa tiene una larga tradición, y, por ende, los cambios, ante situaciones así, deben ser progresivos y paulatinos a medida que se va creando consenso sobre la importancia de la libertad de enseñanza. Muchos de los argumentos arriba señalados, por otra parte, son -excepto el segundo­ perfectamente comprensibles, estimulados por paradigmas muy habituales e impulsados muchas veces por corrientes de pensamiento que no quieren destruir de ningún modo la libertad de enseñanza pues consideran que es compatible con una amplia intervención del estado en materia de oferta y contenidos de los servicios educativos.

    En este sentido, no podemos, obviamente, pasar revista a todas las situaciones existentes en todas las naciones, pero sí podemos señalar algunas cuestiones muy básicas que deberán tener luego en cuenta la situación concreta de cada caso. Con relación a esto, lo fundamental es evitar el monopolio del estado; pero ese monopolio, volvemos a reiterar, se produce aunque el estado no monopolice la oferta material de servicios educativos, pues puede sin embargo imponer planes obligatorios de enseñanza al sector privado, en cualquiera de sus niveles. Esto es monopólico y atenta contra la libertad de enseñanza. En muchas naciones la situación no llega a ser grave por tanto muchas veces dichos contenidos obligatorios, se adecúan a las tradiciones culturales de cada región y dejan algún margen de libertad para las creencias religiosas. En esos casos, la toma de conciencia de lo grave de la situación
-como una bomba de tiempo que muchas veces estalla- se produce cuando los funcionarios estatales utilizan esa legislación y esa red burocrática perfectamente montada - que durante un tiempo X se utilizaba sin violentar mayormente usos y costumbres- para imponer contenidos de enseñanza de tipo totalitarios, de proselitismo del partido dominante, y/o usos y costumbres que atenten contra sentimientos religiosos o cuestiones por el estilo. En esos casos, en general, se toma conciencia del poder latente que el sistema había depositado en el estado. Aunque lamentablemente, el debate público pasa en esos casos, muchas veces, por el cambio de los contenidos obligatorios por otro tipo de contenidos obligatorios, sin advertir que el eje central de la cuestión radica en que debe eliminarse del estado su facultad para imponer planes obligatorios de enseñanza, cualesquiera sean, aunque el estado pueda fijar sus planes de estudios en su sector. Esto es: si el estado ofrece servicios educativos, debe respetar, al menos, la libertad del sector privado para ofrecer planes alternativos de enseñanza.2 Y a veces es muy difícil crear consensos aunque sea de la necesidad de esta desmonopolización.

     Dado que el instrumento jurídico para lograr el monopolio referido es el "título oficial", el modo para romper ese sometimiento al estado es eliminar jurídicamente, para el sector privado, la exigencia de dichos títulos oficiales como condición necesaria de pase e ingreso de un nivel a otro. Esta costumbre, extendida en muchos lugares, no sólo elimina la libertad de enseñanza, sino que además genera la ineficiencia del sector privado, pues entonces los demandantes buscan "el título" (oficial) más que resultados pedagógicos concretos.3  Eliminando la exigencia legal del título oficial (que implica que los planes del sector privado se deban adecuar al plan oficial), el oferente privado de servicios educativos ya no tendrá que ofrecer sino la calidad de servicio. Tanto los alumnos como quienes ejerzan la tutoría -en el caso de menores- se darán cuenta que ya no es necesario reclamar sólo un papel sellado, olvidándose del real nivel de educación alcanzado, sino al contrario, reclamarán resultados pedagógicos concretos dado que están utilizando esos servicios para lograr una posición superior, dependiendo ella del nivel (puede ser el acceso a un nivel superior de enseñanza, o a una capacitación profesional, etc.) Todo el sector privado se manejará pues por el prestigio que la institución haya alcanzado con sus servicios y no porque esté "aprobada oficialmente".

     Todo lo cual generará la eficiencia y agilidad del sistema privado, según lo habíamos comentado anteriormente. Pero volvemos a reiterar, esta propuesta es en general muy difícil de comprender y aceptar dado los que a veces seculares usos y costumbres de "vigilancia oficial" del estado sobre la educación. Sólo el prestigio de algunas universidades privadas de renombre mundial, que no necesitan la aprobación de ningún funcionario estatal para ser consideradas excelentes servicios educativos, puede tal vez ser un ejemplo de lo que estamos proponiendo para todos los niveles del sector privado.

     Por supuesto, dado que el nivel universitario es tradicionalmente aquél adonde confluye la cuestión de los "títulos", es necesario aclarar qué ocurriría con dicho nivel en nuestra propuesta. Y, otra vez, debe irse por pasos para no violentar usos y costumbres tradicionales. En algunas naciones ya hay conciencia de que el reconocimiento de la calidad del título y la habilitación profesional son cosas distintas.4 En esos casos, sin embargo, muchas veces la habilitación profesional está a cargo de los estados o municipios respectivos, sobre todo para profesionales tales como medicina, abogacía, etc. (hay consenso en esos lugares de que el sector llamado "humanístico" no necesita ese "permiso'' oficial). Pero ese reconocimiento oficial de la habilitación profesional puede, primero, desmonopolizarse, dando la posibilidad de realizar tal habilitación a los colegios profesionales privados -que se manejan también por el sistema de prestigio-, y, finalmente, puede privatizarse totalmente, en la medida que vaya aumentando el consenso para ello. En las naciones donde la habilitación profesional y el otorgamiento del título oficial sean simultáneos, deben separarse ambos aspectos, como primer paso, antes que los recientemente enunciados. Reiteramos que estas reformas pueden requerir muchos años para su progresiva aceptación.

     Otros de los puntos delicados de esta desmonopolización educativa es el tema de la financiación. Si el estado se ocupa de su sector y deja al privado en libertad, parecería justo que este último se financie totalmente a sí mismo; pero, las cosas no son tan sencillas. Hay ciertas complicaciones con los principios de justicia distributiva que se apliquen en ese caso, pues todos los ciudadanos están pagando los impuestos que van hacia el sector oficial educativo. Los ciudadanos que además, haciendo uso de su derecho a la libertad de enseñanza, paguen un instituto privado, están consiguientemente obligados a pagar dos veces en materia educativa. Para evitar esta injusta situación, en algunas naciones el estado comenzó a subsidiar a los institutos privados, para que su costo sea menor; pero ello fomentó a su vez situaciones de control del estado a quienes derivaba recursos: consecuencia, por otra parte, bastante obvia. Obsérvese que todo este problema se origina en la decisión del estado de prestar servicios educativos. Esto implica la siguiente pregunta: si se decide que el estado financie los servicios educativos, ¿cuál es el modo de hacerlo de modo más eficiente y menos atentatorio de la libertad de enseñanza? Hayek se refiere a la propuesta de Milton Friedman al respecto. Consiste ésta en cheques, vales o bonos escolares que el estado (reiteramos nuestra preferencia por el nivel municipal) otorgaría a cada padre que acredite un hijo en edad escolar (se discute si en cualquiera o en sólo uno de sus niveles) para que éste acceda con ese bono a la institución privada de su preferencia, la cual recibirá ayuda económica oficial en la medida de la cantidad de bonos que acredite. De ese modo, en vez de subsidiar directamente al establecimiento privado (subsidio a la oferta) se subsidia a la demanda (los padres) lo cual estimula a las instituciones privadas a competir libremente para recibir esos bonos. Esto evita que el estado se vea tentado de controlar los planes de estudio de esas instituciones y, además, permitiría que no se vea estimulado a fundar él mismo instituciones de enseñanza, lo cual es mucho más costoso, sino que cumpliría su fin de financiar la educación a través de la ayuda directa a los padres. Esto implica que es posible, por ende, sustituir progresivamente -jamás de golpe- el subsidio directo a las instituciones por el subsidio directo a los padres, lo cual permitiría además progresivas privatizaciones de establecimientos estatales de enseñanza. Ahora bien: ya dijimos que ésta sería la situación ideal en caso de que se haya decidido que el estado debe destinar recursos a la educación formal. Nosotros ya hemos expresado nuestra opinión negativa al respecto, pero, dado que la opinión contraria está muy extendida, el sistema de bonos, que expusimos recién, es el sistema que óptimamente permite conciliar la intervención del estado en materia de financiamiento educativo con la libertad de enseñanza, con lo cual esta última, que es nuestra preocupación fundamental, queda salvada.

     Volvemos a reiterar que tenemos plena conciencia de que nuestras propuestas en esta materia chocan contra paradigmas habituales y se adelantan mucho a lo que el consenso actual permitiría realizar, pero precisamente por eso las estamos efectuando, pues de lo contrario ese consenso no se modificará nunca. Por otra parte, se habrá advertido que nos hemos concentrado en la cuestión político-educativa, lo cual corresponde a nuestro contexto filosófico-político. Volvemos a reiterar que, a pesar de nuestro pleno convencimiento de que la educación formal es algo que corresponde principalmente a la iniciativa privada, somos plenamente respetuosos de usos y costumbres que, resultantes muchas veces de razones culturales e históricas perfectamente atendibles5  han acostumbrado a una mayor intervención del Estado en ese ámbito. Con esto queremos decir que no proponemos una privatización repentina que no tenga en cuenta la situación concreta de cada región, que la prudencia política del gobernante debe tener siempre en cuenta. Nuestra oposición es terminante, desde luego, a los totalitarismos absolutos que convierten a la población y a los menores en títeres conducidos por las ideologías enfermas de los déspotas de turno, pero nuestra propuesta de cambio progresivo se refiere a aquellas regiones donde el Estado tiene una amplia presencia educativa, tanto en bienes materiales como en planes de estudios, obligatorios en cierto grado, pero respetando, una cierta iniciativa privada y no imponiendo a través de esos planes ideologías totalitarias ni contenidos inmorales que ofenden a tradiciones culturales y religiosas de la población. Esa situación es tolerable y su modificación debe ir, en nuestra opinión, progresivamente desde la desmonopolización referida hasta que el consenso social acepte una privatización global del sistema.36
     Por último, contestemos a la siguiente pregunta: ¿cuál es nuestra concepción de un hombre educado, desde el punto de vista moral, desde el punto de vista de nuestro humanismo teocéntrico? Un hombre educado es aquél que ha actualizado sus potencias de practicar el bien y conocer la verdad. Es una persona que trata de orientar todos sus actos hacia Dios, que ama a Dios y sabe que el bien de su prójimo debe estar presente en toda su conducta y pensamiento. Es una persona que ama la verdad, que se preocupa por conocerla cada día más y que sabe que debe enseñarla siempre, pacífica y libremente. Es una persona que atiende a los dictados de su conciencia, que ha asumido racional y libremente el cumplimiento de sus deberes y no necesita la compulsión o ningún tipo de amenaza para cumplirlos; ha orientado, pues, su libertad hacia el bien, y es así plenamente libre. Su conciencia es infranqueable; ningún poder de este mundo puede llegar a ella ni doblegarla. Todo ello es una persona educada. Todo ello constituye el fin de la educación. Los educadores, sumergidos muchas veces en asfixiantes reglamentarismos pseudodidácticos6 nunca deberían olvidar este objetivo. Y esto es fundamental a la hora de educar a un niño, a un adolescente. Dice al respecto Luis J. Zanotti: "prepararse para ser adulto es, pues, mucho más, y más importante, que elegir una actividad o un estudio determinado. Es forjar un plan de vida sobre bases éticas, religiosas, políticas. Es saber si se puede mentir o no; si se puede robar o no; si la violencia es admisible o condenable; si amaré a mi prójimo o seré indiferente a su suerte; si prefiero la frivolidad como constante o si soy capaz de adentrarme en las honduras de mi alma; si me siento criatura divina o si me supongo un accidente bioquímico sin destino conocido; si prefiero saludar a mi vecino cortésmente o si lo ignoraré mientras nada tenga que esperar de él. Cuando tenga resuelto estos aspectos en apariencia tan simples, muchas actividades podrán complacerme. De lo contrario, podré ser un buen o mediocre profesional, tener éxito o fundirme en los negocios, llevarme más o menos bien con mi mujer o separarme de ella. Pero nunca seré un hombre pleno porque en mi juventud habré olvidado que debía preparar el futuro. “Seré existencialmente pobre sin
 remedio". 7